"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

Compra el disco de Paqui Sánchez

Disfruta de la música de Paqui Sánchez donde quieras y cuando quieras comprando su disco.

Puedes comprar el disco Óyelo bien de Paqui Sánchez Galbarro de forma segura y al mejor precio.

La vida de las palabras

M Salvador Robles Miras La vida de las palabras 520 microcuentos y 19 cuentos narrativa M.A.R.Editor Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad o parte de su contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor. De la obra: © Salvador Robles Miras Del prólogo: © Paz Martín-Pozuelo De la edición: © M.A.R. Editor De la imagen de la portada: © Octubre de 2018 http://www.mareditor.com info@mareditor.com ISBN: 978-84-17433-07-9 Depósito legal: M-28780-2018 Maquetación: Estudio Rojo Pistacho Impreso en España. A los seres queridos que se fueron al otro lado… y dejaron una parte de ellos en este lado, conmigo. A Carmen Calero, mi cónyuge, y Germán Robles Calero, mi hijo, por velar mis sueños… despiertos. A mi padre, ‘don Manolo’, por su admirable ejemplo. A Liliana García (R.I.P.), poeta y escritora, por su maravillosa y eterna amistad. A los lectores fieles que me leen a diario —redes sociales—, o sea, que me alimentan a diario. “El arte no es un intento de huir de la realidad, sino de reanimarla”. Joseph Brodsky “Hay lugares que, si esperamos lo suficiente, termina por pasar el mundo entero”. Rudyard Kipling “La belleza es el acuerdo entre el contenido y la forma. Las ambiciones pequeñas generan esfuerzos pequeños”. Henrik Ibsen “El único medio que nos hace vivir una experiencia que no ha sido nuestra es la narración, tal es su fuerza”. Tzvetan Todorov LO BUENO SI BREVE H H ay libros a los que te asomas como si fueran una ventana, con la certeza de que al abrirlos se va a renovar el aire y se te va a quitar el peso que tiene tu cabeza. Alzas la primera página como si fuera un visillo ligero y aunque lo estabas intuyendo, te sorprenden al otro lado la luz tan limpia y el silencio que sigue a la lectura precipitada del párrafo primero. Entonces te das cuenta de que estás atrapada, que ya no podrás hacer otra cosa que entregarte a su lectura sabiendo que lamentarás el momento de haberlo terminado. A mí me ocurrió con A la sombra de un tilo, de M.A.R. Editor, primer libro que disfruté de Salvador Robles Miras, con la suerte de que, finalizada su lectura, me aguardaba toda su obra que por entonces yo aún no había estrenado. Y la obra de Salvador es extensa y larga, deliciosa cuando se lo propone y dura cuando la historia que nos cuenta lo reclama. Fue Carmen Arche Ortiz, una amiga que ama las palabras casi tanto como a las personas, que deja al aire su confianza en la vida si la llenan emociones, quien me descubrió a Salvador. “Es un sabio, Paz” me dijo, “no me canso de leer sus historias, breves y tan directas que no puedes desatenderlas”. Y me fui hasta el muro de Salvador para descubrir nada más llegar que Carmen tenía razón, que sus palabras, breves y directas, tenían la facultad de hacerte temblar y de cambiarte por dentro como si un huracán te hubiera arrollado, pero sobre todo pude comprobar que me llegaban al lugar exacto del corazón en el que seguramente, antes de escribirlas, Salvador ya había dispuesto que llegaran. Pocas semanas después, Robles Miras vendría a Madrid para presentar A la sombra de un tilo, ese libro 11 primero a través del que pude conocer en persona al escritor del que, con tanta pasión, me hablaba Carmen. Allí estuve aquella tarde, escuchando los preámbulos y luego al escritor. Pero para entonces, los oídos se me fueron perdiendo porque sobre mi regazo ya reposaban un montón de historias que desde que entré en la librería no habían dejado de llamarme. Con La vida de las palabras, que he tenido el privilegio de disfrutar mucho antes que otros, ha vuelto a suceder. Me ha sobrecogido la necesidad de detener su lectura con el fin de posponer el final lo más posible, pero sobre todo para recrearme en sus moralejas, en el amor, la ternura y las enseñanzas que llevan dentro todas las historias, breves y brevísimas, que le dan forma a un libro que pienso tener bien cerca, porque además de toda su belleza, siempre alguna le pone palabras exactas a lo que siento. El manuscrito me llegó en uno de esos extraños momentos en que la lectura me resultaba difícil, muy difícil, porque a mi mente, empeñada en encontrar una única solución para varios problemas, no le quedaba espacio alguno para perderse. Tardé unos días en abrir el manuscrito y cuando lo hice, me topé con El viento en el horizonte tal y como Salvador pretendía, porque es el relato con el que nos invita a adentrarnos en un universo en el que luego nos vamos perdiendo y encontrando a partes iguales. En ese momento supe que ya no podría dejar de leer, que La vida de las palabras era una aventura en la que me iba a perder pasando páginas o abriendo el libro al azar para dejar que fuera la historia la que me encontrara. Y es que Salvador Robles Miras posee la difícil virtud de la brevedad, la capacidad de condensar toda la fuerza en unas pocas, a menudo poquísimas, palabras con las que sabe 10 llevarte hasta el fondo, presentarte a personajes que ya no vas a olvidar y regalarte toda la vida que sin que tú lo supieras te comenzaba a faltar. Y en esta obra lo hace, te invita a conocer abrazos que suceden en lo alto de las montañas, la lluvia que traen los pinceles, la calle de la metáfora, hijos que se alejan, padres que aman, madres que antes de partir dejaron la luz prendida, la esperanza, la inmensidad del mar, el aire limpio, regueros de ilusión, la soledad cuando es compañía y cuando es plenitud, vagones que desbordan cuentos, tigres en calma, deseos satisfechos, anhelos que mutan y saben querernos y muchos otros personajes y emociones que no caben en un triste prólogo como éste. Y todo ello con las palabras contadas para que ninguna se quede fuera de donde debe estar, ni permanezca dentro más del tiempo del que Robles Miras ha decidido para garantizar que ellas, las palabras, sus palabras, nos hagan reír, llorar, pensar, añorar los domingos o sentirlos muy dentro. Y es que la fuerza de Salvador Robles Miras no es otra que su capacidad para condensar. Su virtud, su gran y difícil virtud, la brevedad. Con mis letras que no tienen otro motivo que la celebración y el anticipo de un gran y hermosísimo libro, os animo a leer todas las palabras que Salvador reúne en este pequeño tesoro y, tal y como él sugiere en el relato con el que lo cierra, a contarlas luego. Porque ésta es al fin la vida que el escritor le regala a las palabras, la de volar y llevar en sus alas, para multiplicarlas, las emociones que las hicieron nacer. Paz Martín-Pozuelo, poeta y escritora Colmenarejo, junio de 2018 11 EL VIENTO, EN EL HORIZONTE E E l escritor escribe varias horas cada día, de ahí que un reguero de letras alfombre el camino que deja tras de sí. El lector las recoge y luego alarga el paso. Alcanzan al escritor en el fondo del horizonte, cuando aquél ha enfundado su pluma. Sus miradas se funden en una antes de encaramarse a la nube que empuja el viento. Sopla la imaginación. LA VIDA DE LAS PALABRAS E E l escritor transformaba en vida todo lo que vivía: el amor y el desamor, la ira y la calma, el éxito y el fracaso, la alegría y la tristeza, el anverso y el reverso… ¿Y la muerte? La muerte, también. Antes de morir, dejó escrita su biografía, la cual fue calificada por la flor y nata de la crítica como una obra maestra. Desde entonces, cada vez que un lector se sumerge en las páginas de la biografía, el escritor transforma su muerte en un canto a la vida. EL TESORO DE LA ESPERANZA T T odos los días el viejo muy viejo pasa por delante del local que, decenios atrás, albergaba ‘La isla del tesoro’, la librería en la cual el viejo, a la sazón adolescente, compró los libros que lo convirtieron en el amante sempiterno de la Lectura mayúscula. El hombre, desde entonces, alberga la esperanza de que otra librería, algún día cercano, ocupe el lugar que dejó vacante en el remoto pasado ‘La isla del tesoro’. 13 OTROS MUNDOS V V eía otros mundos mucho más hermosos que éste, más justos, y su obligación era traerlos a éste, para embellecerlo, para dotarlo de una pizca de esperanza; por eso se esforzaba en mejorar sus habilidades, por eso escribía. EL TESORO DE LA ISLA G G uardaba el tesoro en una isla solitaria en la que desembarcaba cada noche. Una vez allí, contemplaba el tesoro durante unos minutos y luego se sumergía en las profundidades del sueño. Por la mañana, parte del tesoro amanecía en la costa. LA VICTORIA DEL PERDEDOR ETERNO L L o derribaban, se incorporaba, volvía a caer y de nuevo se levantaba. Muchos lo llamaban el perdedor eterno; otros, pocos, lo denominaban el ganador de todos los tiempos. Se equivocaban aquellos muchos; acertaron estos pocos. El perdedor eterno, ahora el ganador de todos los tiempos, un día logró mantenerse en pie el tiempo suficiente para, en medio del diluvio de golpes que caía sobre su cuerpo, conectar un puñetazo en la mandíbula de su rival, su punto débil. Éste cayó fulminado en la lona. Un puñetazo definitivo. El golpe que sólo puede propinar quien posee la fuerza del perdedor al que muchos llamaban eterno. 14 EN LOS HOMBROS DE LA VIDA N N o le quedaba mucho tiempo de vida, unas semanas, tal vez unos meses. Lo único seguro era que el resto de su existencia no podría contabilizarse en años. Así que, en previsión de que la muerte se presentara al día siguiente, el hombre, sin nada que perder, hizo lo mejor que sabía. Y, entonces, la vida, la suya, se subió sobre sus hombros. Por fin le daba la oportunidad de ser lo que quería ser: una vida plena. Murió no mucho tiempo después, por la noche, exhausto de tanto vivir. LA GRACIA N N o era un hombre agraciado físicamente, pero era una buena persona. Tal vez por eso, cuando fue amado por su bondad, se hizo bello a los ojos del amor. EL ESCUDO DEL MAR L L a mujer, viuda de un marino mercante e hija de un pescador artesano, se negó a recluir a su hija en el pabellón de enfermos terminales del Hospital Virgen del Carmen, ubicado en el corazón del asfalto. —Pero, señora, su hija se muere sin remisión. Como mucho, le quedan unos meses de vida, a lo peor, semanas. —Aquí, seguro que sí. La Muerte se sabe de memoria el camino que conduce a este hospital. Ya veremos si encuentra a mi hija tan fácilmente en otro lugar. 15 —Dondequiera que lleve a la muchacha, señora, la Muerte la encontrará. Y no se imagina usted lo mucho que lamento hablarle en estos términos. —Es posible que la encuentre, pero es seguro que le costará muchísimo más trabajo. La madre se llevó a la enferma terminal a una casa de planta baja, al pie de una colina, frente a la inmensidad del mar, lo más parecido a la belleza absoluta, a decenas de kilómetros del hospital Virgen del Carmen. ¿Y si la Muerte no sabía nadar? ABRAZADOS E E n medio de la montaña, a quince grados bajo cero, los dos montañeros, un hombre y una mujer que se habían conocido la víspera, se salvaron gracias al calor que irradiaban sus cuerpos abrazados. Cuando días más tarde fueron rescatados, decidieron seguir estando juntos. No podían prescindir de sus abrazos. ANTES DE AHOGARSE E E n el río, antes de dejarse arrastrar por la impetuosa corriente, el suicida tuvo una visión, la de su futuro. Y fue entonces cuando luchó con todas sus fuerzas para emerger a la superficie y llegar hasta ellas, hasta sus hijas que todavía no lo eran, pero que lo serían… Y lo fueron. 16 EL NÚMERO 2 E E ra el número 2 y no aspiraba a ser el número 1; era el mejor número 2 que jamás se había conocido. Nunca fue número 1. Cuando le llegó la hora de la retirada, el número uno, tras hacerle una reverencia, le dedicó una frase de cuatro palabras: —Eres mejor que yo. EL APRENDIZ GRANDIOSO S S e cayó de la bicicleta una vez más, y, antes de levantarse, aprendió una lección inolvidable. No era torpe por haberse caído. Simplemente, se había tropezado; él no era la bicicleta, tampoco era meramente su cuerpo: él era mucho más. Él era él. Fue el día en el que se convirtió en el aprendiz de los aprendices. MONUMENTO A LA AUSENCIA E E rigió un monumento en honor del ausente, un monumento que veneraba a diario entretanto crecía simultáneamente su nostalgia y su admiración. Un día, él volvió; en las semanas ulteriores, la nostalgia y la admiración paulatinamente se trocaron en cansancio y rutina; añoraba el tiempo en que lo añoraba, cuando había un monumento y una veneración. 17 LA FELICIDAD EN EL TREN A A puraba en el tren los últimos instantes de la felicidad que le quedaba por vivir antes de empezar a vivirla, en la estación, cuando ya no sería igual que la felicidad que imaginaba sentado en el vagón. TAREA PENDIENTE E E se día afrontó de una vez por todas la tarea que tenía pendiente desde que nació: la de triunfar. Los años se le acababan. LA MEDIDA DE LOS SUEÑOS C C uando cumplió su gran sueño, se percató de que en realidad era un sueño diminuto. Desde entonces, sólo tiene sueñecitos. UNA RAZÓN PARA VIVIR —Si no hay alguien en algún sitio que te quiera, ¿para qué vivir? —Para que haya alguien que te quiera en algún sitio. 18 HÉROE AL MORIR E E l joven se convirtió en héroe en el Mundo de Allá. Antes que matar a un ser inocente, prefirió morir en el Mundo de Acá. Matar es morir en vida; morir por no matar es vivir en la muerte. LOS OJOS DE LA HIJA —¿Por qué me miras así, mamá? —Porque sólo en tus ojos veo lo mejor de mí misma, hija mía. —Mírame así, mamá. PUNTO FINAL Y Y el río se convirtió en cemento. Aquel día el gallo no cantó. EL PRECIO DE UN ALCALDE E E l alcalde tenía fama de no dejarse comprar. Por eso costaba tan caro. LENGUAJE UNIVERSAL C C omo hablaban idiomas diferentes y no había manera de que se entendieran, él y ella, ella y él, decidieron besarse en la boca. Y, entonces, al unir sus lenguas, entendieron todo lo que se habían dicho... y se dirían. 19 BEATA CONFUNDIDA L L a beata está hecho un lío. Aunque la mujer del maestro del pueblo no ha sido bautizada ni profesa ninguna religión, en su vida cotidiana se comporta como un modelo de virtud. EL MEJOR MOMENTO L L lueve con intensidad. Las gotas se estrellan contra la ventana empujadas por un viento racheado. Él y ella, abrazados, entornan los ojos y, como guiados por la misma voluntad, exhortan a la memoria a que guarde este momento en el santuario de los recuerdos, a salvo del olvido. La memoria, rebelde casi siempre, esta vez no rechista. Sabe que los dos enamorados no vivirán un momento mejor que éste: el momento de la felicidad. EL DÍA DE LA NOCHE E E l día para el viudo era una noche larga, y la noche, a veces, un día radiante. Había noches en que soñaba con que su esposa, muerta hacía semanas, todavía estaba viva, junto a él, en el lecho matrimonial, y, entonces, sólo entonces, amanecía en la noche. 20 MÚSICA SILENCIOSA —¿Bailas? —¿Aquí, en la calle, a medianoche? —Aquí y ahora. —¿Con qué música? —Con la tuya... Escucha. —Con la tuya, con la mía. Y el hombre y la mujer bailaron enlazados en la solitaria calle, en el silencio de la noche, amenizados por la música que sólo ellos escuchaban. EL CLUB DE LOS SEIS A A l principio, sólo le leían su mujer, sus padres, su hermana y su mejor amigo, a los que él llamaba con afecto el club de los seis. Después, cuando, sorprendentemente, la novela que narraba la historia de amor entre dos hombres ancianos que descubren su homosexualidad en el ocaso de sus vidas, publicada por una editorial modesta, se encaramó a los primeros puestos de las listas de libros más vendidos del país, y sus lectores fueron multitud, el escritor se percató entonces de que en realidad, aunque sus decenas de miles de lectores le habían catapultado a la fama, él seguía escribiendo para “El Club de los Seis”. Eran los seis lectores que más le importaban porque eran las seis personas más importantes de su vida. 21 A UN METRO DE LA FRONTERA E E l hombre, acuciado por las dudas, se quedó petrificado frente al paso fronterizo. Se encontraba a unos metros de cruzar al otro lado, ¿por qué precisamente ahora le costaba tanto dar un paso? Quizá porque él, un nacionalista de pura cepa, temía que, al cruzar la frontera que separaba su país del otro, del extranjero, se percatara de que el otro era él, y él era el otro. EL MONITOR DEL ALMA —¿Por qué me miras tan fijamente a los ojos? —Me adentro en tus adentros. —¿Y qué ves: mi alma? —Quizá. —¿Quizá? ¿Qué has visto? —No sé si decírtelo. —¡Dímelo! ¿Qué has visto? —La pantalla de un teléfono móvil. ALLÍ, CON ELLA E E lla no estaba aquí; era él quien estaba allí, con ella. Al cabo de un rato, él volvía a este lado, vacío, triste y solitario, para, al sumergirse en la pena durante unos minutos, coger impulso y volver allí, a ella, al otro lado, al paraíso de la alegría. 22 TIGRE MIEDOSO E E l penúltimo tigre vivo se estremeció al oír el crujido de una rama. Alguien se acercaba sigilosamente. Acurrucado, atisbó entre la maleza y, en cuanto vio lo que vio, se puso a temblar estremecido por el miedo: “Que los Felinos se apiaden de mí, se acerca un hombre”. LA BÚSQUEDA DEL PARAÍSO E E l hombre introspectivo estaba inmerso en un dilema: ¿el paraíso se encuentra en el pasado o en el futuro? Cuando, en sus incontables horas de reflexión, se inclinaba por el pasado, le invadía una oleada de nostalgia; cuando optaba por el futuro, se percataba de que se había dejado llevar por la ilusión que genera la expectativa. Así que, inevitablemente, volvía a empantanarse en las entretelas del dilema. Años después, resignado a convivir eternamente con el dilema irresoluble, éste se eclipsó espantado por la fuerza de una voz emergida de las entrañas del hombre introspectivo: “Ahora”. Y buscó el paraíso donde debería haberlo buscado desde el principio. Dicen las buenas lenguas que lo ha encontrado. MEDICINA MILAGROSA C C uando creía morir, renació, y, en su renacimiento, salvó a un moribundo. A veces, cuando un amor se precipita al abismo, en el trayecto, conoce a otro amor derrotado 23 por el desamor, y, entonces, se produce lo inesperado, un milagro para los que creen en los milagros. Los moribundos desenamorados atisban en el otro la posibilidad del amor, y renacen. Viva el amor. EL MOMENTO OPORTUNO G G anó por fuera de combate, contra todo pronóstico, cuando estaba recibiendo una monumental paliza; aprovechó el momento en que su rival se frotó las manos. LIBRO REAL L L a realidad estaba impresa en un libro, y el libro en la realidad. Pero nadie lo leía. EL VIEJO EN LA LUNA E E l viejo muy viejo, a quien la cabeza últimamente le funcionaba a la buena de Dios, se ahogó al querer alcanzar la luna que se reflejaba en la superficie del río. Sus seres queridos desde entonces, cada vez que el satélite brilla en el firmamento, ven al viejo bañarse en el cuerno de la luna. 24 EL MATADOR DE ADJETIVOS E E l matador de adjetivos, armado con un grueso lápiz rojo de punta afilada, liquidó a más de un millar de epítetos de su obra cumbre: su autobiografía; una vez consumada su tarea aniquiladora, el matador se encontró con la verdad de su vida. Entonces, sólo entonces, dejó de matar. TARZÁN DE LA METRÓPOLI C C uando trasladaron a Tarzán a Metrópoli, el hombre mono buscó desesperadamente un árbol al que trepar, pero no lo encontró. Y, entonces, por primera vez en su vida, Tarzán conoció lo que era la melancolía. SER FELIZ —¿Cómo puedo ser feliz, maestro? —Haciendo lo justo. —Vaya respuesta. —Es la respuesta más feliz que tengo. POR LA ESCUADRA C C uando el balón pasó por su lado, la tentación se le hizo tan irresistible, que no pudo evitar asestarle un puntapié. Fue una patada certera que proyectó el balón hacia la escuadra de la portería. Un golazo. 25 —Pero, ¿cómo ha podido hacer algo así? Usted es el árbitro. —Ha sido un impulso irresistible. Siempre quise ser delantero centro. UN HOMBRE BUENO E E l hombre bueno sufrió un infarto y, antes de cruzar el umbral del otro mundo, aunque era muy creyente, no imploró a Dios que le salvara la vida, lo único que le pidió es que le encontrara otro amigo a su mejor amigo. TAN CERCA, TAN LEJOS S S e marchó lejos, lejísimos, y sorprendentemente, en los confines del mundo, se encontró con alguien que vivía cerca, muy cerca, cerquísima. Recordó entonces una lección que le enseñó su abuela años atrás y que él, haciendo alarde de una estupidez colosal, había olvidado por completo: “El viaje más largo y provechoso hacia uno mismo es tomar la dirección del prójimo”. ANTES DE MORIR U U n minuto antes de morir, abrió los ojos y miró a su derredor. No estaba solo. Las personas que más amaba: su mujer y sus tres hijos, rodeaban el lecho mortuorio, y lo contemplaban con ojos amorosos. En ese momento, su memoria 26 le devolvió las palabras que le había susurrado su inolvidable abuela antes de expirar: “Sólo en los minutos que preceden a la muerte sabrás si tu vida ha tenido sentido”. El moribundo esbozó una sonrisa, miró uno por uno a su mujer y a sus tres hijos, y exhaló el último suspiro. UNA LARGA ESPERA A A unque la mujer llegó con más de dos horas de retraso, él todavía la estaba esperando. —¿Cómo es posible que todavía estés aquí? —Tú también estás. —Sí, pero yo, durante ese tiempo, he estado en camino. Tú, en cambio, has permanecido aquí más de dos horas. Te aseguro que yo no hubiera aguardado ni la cuarta parte del tiempo. ¿Por qué has esperado tanto? —Por la fuerza de la costumbre. Desde que nací, te he estado esperando. SOMBRA SIN SOMBRA L L a sombra abandonó al hombre que acababa de matar a sangre fría. “Vuelve”, le dijo éste. La sombra se limitó a hacerle un corte de mangas. Desde entonces, el hombre sin sombra vive como un desal mado. Y es que la sombra no era una sombra; era un alma disfrazada de sombra. 27 SOBRE GUSTOS SÍ HAY ESCRITOS A A unque a primera vista el escritor no le gustó, con el fin de cerciorarse de que su obra tampoco le gustaba, se obligó a sí mismo a comprar los tres libros que el escritor había publicado hasta la fecha. Le gustó su obra, pero él siguió sin gustarle. ASESINO DEL CALENDARIO E E l vengador, con el dedo en el gatillo, se agazapó tras la esquina del futuro. Sabía que pronto pasaría por allí el asesino del pasado. EL PUÑETAZO DE LAS ESTRELLAS A A la postre, el espectacular fuera de combate que sufrió en la pelea por el título mundial constituyó una epifanía que cambió radicalmente su vida. Ese día, vio por primera vez las estrellas. Desde entonces, frecuenta la noche; las estrellas le siguen. INDIFERENCIA C C erraba los ojos muchas veces durante el día, tal vez esa fuese la razón de que por la noche sufriese insomnio. 28 EL RESUMEN DE LA CICATRIZ E E l escritor de la cicatriz firmaba autógrafos en una de las casetas de la feria. —¿Cómo se hizo esa cicatriz? —le preguntó una mujer de mediana edad. —Es una larga historia. —Resúmala. —Celos, egoísmo, vergüenza. —¿Muerte, no? —La muerte vino después. La muerte de los celos, el egoísmo y la vergüenza. —Una nueva vida, entonces. —Gracias a la cicatriz. LAS CIRCUNSTANCIAS L L as circunstancias no tenían la última palabra, no podían tenerla; si la tuvieran, entonces no habría más respuesta que las circunstancias, y la vida entonces sería sólo una de tales circunstancias. EL BORRADOR DE LA MAÑANA S S entado en un banco del parque, corregía los textos que había escrito en casa por la mañana; no necesitaba bolígrafo ni artilugios electrónicos. Le bastaba con mirar en torno a él con los ojos bien abiertos. En los congéneres que veía, distinguía los aciertos y los errores del borrador escrito por la mañana. La vida, en un libro. 29 LAS PREGUNTAS DEL NIÑO L L e pedía explicaciones a menudo, sobre todo en las frías noches de invierno en las que el insomnio se hacía más largo y feroz. No sabía cómo decirle que no había sido capaz de hacerlo mejor, no a ese niño que siempre había creído que, cuando llegase a adulto, brillaría como una estrella del firmamento. EL ABUELO PIENSA ANTES DE DECIDIR —¿Qué decides entonces, abuelo? —Dejadme pensar. Diez segundos… Treinta… Un minuto… Una hora. —¿Por qué necesitas tanto tiempo de reflexión para tomar una decisión? —Porque no sólo pienso en lo que es bueno para mí, sino en lo que es bueno para vosotros. —¿Quiénes forman ese “vosotros”? —Todos. LA EUFORIA DE LO DESCONOCIDO “¿Adónde vas?”, le preguntaron. “Hacia lo desconocido”, respondió, eufórica. “¿Tanta alegría te produce lo desconocido?” “Sí, porque soy la Imaginación”. Y se alejó dando saltos. 30 LO QUE EL PADRE VIO —¿Yqué viste allí, padre? Dímelo. El anciano giró la cabeza hacia su hijo de mediana edad, y pugnó por decir algo, pero de su boca sólo emergieron unos sonidos incomprensibles en tanto sus ojos se humedecían. —¿Qué viste allí, en Birkenau, padre? —insistió el hijo al cabo de unos minutos. —Algo espantoso. Prefiero no intentar describirlo. Su sola mención lo devolvería al aquí y ahora, y entonces, el Infierno ardería en mis entrañas. EQUILIBRIO E E l mar inspiraba a menudo sus escritos. Lógico. El poeta vivía en las montañas profundas y necesitaba imperiosamente sentir vibrar en sus entretelas el sonido de las olas. LA MOTIVACIÓN N N o ha vendido más que unos pocos centenares de ejemplares de sus libros, pero ahí está, un día más, a sus casi noventa años, devanándose los sesos mientras teclea delante de la pantalla del ordenador. —¿Dónde encuentras, abuelo, la motivación para seguir escribiendo? —le pregunta su nieto treintañero. —En múltiples sitios y personas, en ti también; pero sobre todo en la tristeza que me embarga cuando no escribo. 31 El SABER DEL QUE MUCHO SABE D D icen que sabe mucho, probablemente, el que más de todo Metrópoli. El viejo muy viejo, de visita en el lugar, se acerca al erudito esgrimiendo una sonrisa apacible. —Sabe usted muchísimo, ¿no? —Eso dicen —responde el sabihondo. —¿Qué sabe usted hacer con lo mucho que sabe? —Oiga, ¿qué pregunta es esa? —Una pregunta muy sabia —interviene una muchacha que se había aproximado a los dos hombres—, idónea para que sea respondida por el que mucho dice saber. Pero el erudito no supo qué decir. Le faltaba por aprender lo más importante del saber. LA ENCARNACIÓN C C uando la cantautora empezó a cantar a la luna, la luna se encarnó en el cuerpo de una mujer. ALEGRÍA DE LARGO RECORRIDO L L os dos compañeros de trabajo decidieron compartir vivienda, en habitaciones independientes, con objeto de combatir su desoladora soledad. Meses después, ya en invierno, ante el frío imperante en las respectivas camas solitarias, decidieron dormir juntos, cada uno en un extremo, aunque a veces, en sueños, aproximaban sus manos. Al año, en un descuido, acaso en un acto provocado por el subconsciente, 32 él se adentró en ella al mismo tiempo que ella se adentraba en él; a los trece meses, acudieron al juzgado. Querían formalizar su relación. Se habían enamorado. EL TODO Y LAS MINUCIAS L L a abuela, en el lecho mortuorio, aún tuvo fuerzas y tiempo para dar a su nieta la última lección. —¿Qué estás haciendo ahora, hija? —Estar aquí contigo y quererte, abuela. —Aquí, ahora y querer a la persona con quien estés. Eso es todo. —¿Todo? —Todo, hija; lo demás son minucias. SUSURROS H H ablaba muy bajito, lo cual obligaba al interlocutor de turno a concentrarse mucho y, aun así, a veces resultaba muy difícil escuchar lo que decía. —¿Por qué hablas tan bajo? —Para estar cerca del silencio. TENTACIÓN Y Y a no aguantaba más. Tenía que liberarse de la tentación cuanto antes, ya. Se liberó. Hoy, dos días después, está en la cárcel. 33 LA OTRA LUZ E E l otro apagó la luz, su luz. “Qué pena”, dijo ella antes de conferir más intensidad a la luz, la suya, aunque se consumiera antes; debía iluminar el lugar que había quedado oscuro, el lugar que ocupaba el otro. LA TORMENTA DEL PINCEL C C omo hacía más de cuatro semanas que no caía ni una gota en el pueblo del valle, el joven artista se plantó en la Plaza Mayor con sus trebejos de pintura, y varias horas después, en el paisaje del lienzo se desató un temporal de viento y agua que obligó al artista a recoger precipitadamente todos sus utensilios. Los cielos también querían figurar en el cuadro. LA LUZ DE LAS SOMBRAS E E n medio de la oscuridad reinante de su vida, resplandeció una luz. Aunque caminó hacia ella, no logró aproximarse ni siquiera unos centímetros. Por muchos pasos que diese, la luz siempre estaba a la misma distancia. Pero algo en él le impulsaba a seguir la estela luminosa. La alcanzó mucho tiempo después. La luz era su luz. Detrás, quedaba el camino que él había trazado. Pronto, muchas sombras resplandecerían con su luz. 34 LA NIÑA DE LA MANTA T T odas las noches, la niña se cubre la cabeza con la manta. La oscuridad para ella simboliza la luz; la luz, la oscuridad. La lógica del mundo necesita un mundo lógico; cuando lo irracional es lo habitual, la niña se cubre la cabeza con la manta. No quiere cerrar los ojos. Dentro, en la memoria, se halla la luz que estrangula sus recuerdos; la misma luz que, a este otro lado, a menudo ciega sus ojos inmediatamente antes de que la mano que sostiene la linterna retire la manta y grite: “¡Te cogí!” Es entonces cuando la niña empieza a tiritar. LÁGRIMAS BAJO LA LLUVIA A A noche ella se había ido con otro. Las lágrimas del hombre se confundían con la lluvia que mojaba su rostro. Al fondo, el sol amagaba con romper la capa de nubes. Los gorriones se desperezaban en los árboles. Amanecía. TODO A SU TIEMPO L L a madre y el hijo habían plantado tomates en el huerto familiar. Al día siguiente, el niño se quejó a su madre. —No hay ningún tomate en el huerto, mamá. —Los hay, pero aún no se pueden ver. —¿Dónde están? —En un lugar parecido al que tú guardas tu grandeza: en el corazón. —¿Cuándo veré los tomates? 35 —Cuando la semilla se convierta en fruto. Paciencia, hijo. —¿Y la grandeza mía? —Ésta, además de paciencia, también necesita esfuerzo y amor. Ven a mis brazos, hijo mío. Y el niño se arrojó en los brazos de su madre. Desde la ventana de la vivienda, la abuela sonreía mientras se recreaba en el espectáculo protagonizado por el amor, la paciencia y el esfuerzo. EL AMOR, EN LA ETERNIDAD E E n el más allá no se enamoró de su marido sino del hermano de éste. Fue entonces cuando supo que el otro mundo era el otro mundo. A RAS DE SUELO T T odos los personajes que dibujaba la niña de seis años tenían la capacidad de volar. —Debes dibujar personas con los pies en el suelo —le amonestó la maestra. —¿Por qué? —Porque nosotros no volamos. —Lo sé. Si no lo supiera, mis figuras no volarían. 36 AMANECERES E E l viejo muy viejo, viejísimo, al amanecer, subió la persiana de la estancia. Al mediodía, la bajó hasta la mitad; al atardecer, la bajó otro poquito. Por la noche, cuando la oscuridad se cernió sobre la habitación, la echó del todo. “Ahí queda eso”, se dijo el viejo muy viejo. “Toda una gran vida”, añadió alguien cuando volvió a amanecer. CUENTO VERDADERO —¿Este cuento es verdad, abuela? —Pues claro que sí, hija; es un cuento de verdad. LOS FRUTOS DE SOLEDAD T T odos los días Adrián se sienta en el banco de la vereda, con vistas a poniente, a contemplar el crepúsculo del atardecer. En el fondo del horizonte, siempre vislumbra los rasgos faciales de ella, Soledad, el sol de mujer que la vida le regaló. Ni un solo día puede reprimir las lágrimas. Adrián no llora por la ausencia irrevocable de Soledad, es la gratitud la que se derrama por sus ojos. Qué suerte la suya. De entre todos los hombres, Soledad lo escogió a él. Ella le dijo que vio reflejados en los ojos de Adrián lo que no había visto en nadie: la Soledad dichosa. El sol se ha puesto. El hombre se encamina a su casa. Allí le esperan los frutos de Soledad: Juan y Amparo. 37 ERES E E res tú y el otro, el ayer y el hoy, el amor y el desamor, el bien y el mal, las letras y el bolígrafo, el ejemplo y el imitador, el amigo y el enemigo, la voz y el silencio, el fracaso y el éxito, el hijo y el padre y la madre. Eres… el universo entero. QUIZÁ M M e mira, la miro, nos miramos, nos sonreímos… No nos conocíamos, pero nos conoceremos, quizá hasta el final de nuestros días. LO QUE HA PERDIDO H H a perdido algo, no sabe qué; todo el día anda dándole vueltas al asunto, hasta que, al anochecer, delante del espejo, en casa, se percata de lo que es. Sus ojos carecen del fulgor habitual. Ha perdido la esperanza. Pero mañana espera recuperarla. EL PRODIGIO C C uando se contempló en el espejo, el joven enamorado vio el arcoíris. 38 DOS LUNES P P epito Pérez tiene un buen empleo, con un sueldo digno —alejado de esas paupérrimas cifras que conforman el salario mínimo interprofesional—, y siente que ha pillado el síndrome errante al que llaman ‘estrés postvacacional’. Pobre. Se desahoga con Sebastián, el viejo muy viejo, durante unos minutos. Luego, éste, esbozando una sonrisa, le señala la rama del árbol sobre la cual se ha posado un pájaro. —Ese zorcal canta todos los días, también los lunes. —¿Y? —pregunta Pepito Pérez. —Y Perico de los Palotes, mi vecino, está eufórico. Mañana comienza a trabajar… después de cinco años desempleado. Se aleja cabizbajo Pepito Pérez. El síndrome postvacacional lastra sus pies. En la rama, el pájaro gorjea un bello canto. Perico de los Palotes, en la otra acera, sonriente, saluda con la mano a Sebastián. Éste, tras devolverle el saludo, se dirige a los columpios infantiles a darse un baño de vida. LA OTRA ABUNDANCIA A A unque en su humilde casa sólo había cuatro novelas y un ejemplar de la Biblia, la muchacha de la familia más pobre del pueblo era la que más libros poseía. Todos los días, a la salida de la escuela, se encaminaba a la Biblioteca; allí, durante las siguientes dos horas, combatía la abrumadora desigualdad con lo mejor que tenía: el esfuerzo. 39 UNAS CUANTAS VECES A A yer, la joven escuchó al escritor apelar a la compasión y la empatía. “Lo más probable es que quienquiera que sea la persona a la que miramos a los ojos, ésta haya pasado por el infierno unas cuantas veces en su vida”. Reflexionó durante horas sobre la frase del literato. Hoy por la tarde ha visitado a su abuela, y ha mencionado las palabras escuchadas ayer en la conferencia. La anciana ha asentido varias veces con la cabeza. —¿Cuántas veces has visitado tú el infierno a lo largo de tu vida, abuela? —Confío, Laura, en que unas cuantas más que tú. —Cuando se murió el abuelo y… —El abuelo murió cuando le correspondía. El hombre sufría lo indecible. Esa muerte fue una liberación para él. El infierno lo visité antes, mucho antes, cuando el abuelo y yo perdimos a nuestro primer hijo al poco de nacer, también cuando él sufrió su primer infarto… La nieta entonces supo lo que nadie hasta ese momento le había revelado. —¿Y sabes por qué conocemos el infierno en la tierra, Laura? —¿Porque somos pecadores? —apuntó la joven. La anciana hizo un gesto de desdén con la mano. —¿Quién te ha metido en la cabeza esas memeces? Conocemos el infierno porque amamos. El dolor del ser amado es el infierno para los que amamos. Por lo tanto, el infierno constituye la prueba de que en la tierra existe el paraíso. Ama, hija mía, merece la pena vivir un tiempo en el paraíso aun a riesgo de conocer el infierno. 40 ENTRE LAS LETRAS VENCIDAS N N o logró terminar la novela en la que llevaba ocupado varios años, no como él quería; pero lo curioso es que, al contemplar las letras vencidas, distinguió en ellas la figura inconfundible de un hombre admirable: él; y era el que siempre quiso ser. Una persona muchísimo mejor del que, años atrás, se había propuesto escribir la novela. LA FELICIDAD DIFERIDA T T enía 18 años y era feliz, aunque aún no lo sabía. Tendrían que transcurrir treinta años para que lo supiera. GABRIEL Y JUANA —Me llamo Gabriel. —¿En serio? —Por supuesto. ¿De qué te extrañas? —Porque yo me hubiese llamado Gabriel de ser hombre. —¿Y cómo te llamas? —Juana. —¡Increíble! Yo me hubiese llamado Juana de ser mujer. —Qué coincidencia. —Un buen augurio, ¿no? —Tal vez. ¿Nos vemos mañana? —A la misma hora. Cinco años después… 41 Juana y Gabriel caminan por la calle cogidos de la mano. Ella está a punto de dar a luz. Si es chico, se llamará Juan Gabriel; si es chica, Juana Gabriela. LAS ALAS DE LA IMAGINACIÓN V V uela con las alas de la humildad hacia el reino del otro. Imagina que es él, que siente y piensa como él. Lo comprende, lo cual no significa que suscriba su comportamiento. Regresa a sí mismo lleno de él. Abre los ojos a la vida. A los demás tal vez les parezca que es el mismo de siempre, pero él sabe que es el de siempre… y mucho más. La imaginación lo ha hecho posible. LÁGRIMAS DE VERDAD —¿Estás llorando? ¡Se trata de una novela, y los personajes son de mentira! —Lo sé, pero mis sentimientos son de verdad. EL NIÑO MAESTRO A A hí va, con los sentidos abiertos en canal, deseoso de apropiarse del mundo. Ha visto un pájaro, y es un pájaro. Ha visto una flor, y es una flor. Ha visto un coche, y es un coche. Ha visto un perro, y es un perro. Ha visto a un anciano, y es un anciano. Ha visto una nube, y es una nube. Ha visto a un niño, él, reflejado en la cristalera de un comercio, y es él y 42 al mismo tiempo otro; lleva un nuevo trozo de mundo consigo. Es un niño admirable, el hijo de la Empatía. LA DIRECCIÓN L L a madre se despidió de su hijo, que partía a la ciudad a cursar estudios de bachillerato, con estas palabras: —Si alguna vez te pierdes, y nosotros ya no estamos aquí, toma la dirección que te conduzca a una biblioteca. EL ORIGEN DEL SECRETO D D icen que se trata de un hombre distinto a los demás, con un inigualable sello personal. ¿Su secreto? No se preocupa por ser original. Simplemente es quien es. LA CUERDA DE LA VIDA E E l abuelo nonagenario da cuerda a su reloj de bolsillo. —Tienes que cambiar de reloj, abuelo. Eso es una antigualla —bromea su biznieto adolescente. —Este reloj siempre me ha recordado lo esencial de la vida. —El reloj digital también te lo recuerda. Te refieres al tiempo, ¿no? —Este reloj, el mío, necesita cuerda todos los días. Si no se la das, se para; es una metáfora de la vida. —¿Y cómo se le da cuerda a la vida, bisabuelo? —Con el aprendizaje. Hay que aprender todos los días, todos, también cuando tengas noventa años. 43 EL VALOR DE LA TRISTEZA H H a sido un día infinitamente triste. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, los recuerdos más tristes de su vida se han congregado en la punta de su memoria. No ha luchado contra ellos, los ha acogido con afabilidad, incluso, al atardecer, durante la siesta, los ha acunado. Antes de la medianoche, se han marchado al otro lado, no demasiado lejos, dejando tras de sí un reguero de guirnaldas en señal de agradecimiento: “Este hijo mío sabe lo que la vale la tristeza”, ha dicho el recuerdo más triste de todos, el de su madre fallecida. ALICIA —Puedes concebir otro hijo; todavía no has cumplido los treinta y seis años —dijo el hombre tratando de consolar a la madre desamparada. —Jamás concebiré a otra Alicia; yo añoro a Alicia, no a un hijo —replicó la mujer. Y el hombre guardó silencio, impotente para matizar unas palabras tan tristemente sabias. UN CUENTO CON GANAS —Cuéntame el cuento de ayer, el de la tortuga voladora; pero de otra forma, mamá. —¿De qué forma, hija? —Con más ganas. La madre dirigió a su hija una mirada tierna y agradecida. 44 Qué hija su hija. Luego, tras convocar en la punta de la consciencia a todas sus neuronas imaginativas, le narró el cuento de la tortuga voladora con más ganas que nunca. Ese día era muchísimo mejor madre que la víspera. Su hija le había regalado una soberana lección. LAS ESCALERAS DEL MAÑANA E E l abuelo, para complacer a su nieta, visitaba con ésta el centro comercial que había sido inaugurado recientemente en la ciudad. —Subamos a la planta segunda, abuelo. —Subamos. —Pero, ¿a dónde vas, abuelo? Las escaleras mecánicas están aquí mismo. —Espérame arriba. Yo subiré por las escaleras de mármol. —Están en el otro extremo. Por las mecánicas llegaremos antes. —A veces, hija, llegar antes hoy equivale a llegar tarde mañana. —No te entiendo. ¿Qué quieres decir, abuelo? —Lo que quiero decirte, hija, es que, para poder subir las escaleras mañana, antes he de subirlas hoy. —Espérame, voy contigo. EL CAMINO DE LA HUMILDAD C C ada vez que se caía, se levantaba más rápido y mejor. La humildad le mostraba el camino del aprendizaje. Por eso se caía cada vez menos. Por eso sabía cada vez más. 45 ¿Y QUÉ HICISTE TÚ, PAPÁ? —¿Yqué hiciste tú, papá? —¿Sobre qué? —Sobre lo que nos ha traído hasta aquí. —¿Y qué nos ha traído hasta aquí, hijo? No sé a qué te refieres. Yo miraba al otro lado. POETA S S e traía del sueño los aromas del otro mundo. LIGERO DE EQUIPAJE E E l ricachón, en un ataque de lucidez, presintiendo en sus entrañas la presencia de un huésped inesperado, guardó todas sus riquezas en una furgoneta y se dirigió al barrio de los pobres más pobres. Regresó al anochecer, ligero de equipaje. No vivió muchos días más, pero vivió a lo grande esos días. Todos los demás pobres de entre los pobres lo recibieron entre vítores en el Paraíso del Bienestar. SILBAR POR SILBAR E E l viejo silba una melodía clásica en un banco del parque de Los Atardeceres, en Metrópoli. —¿Está contento, abuelo? —le pregunta el joven que acaba de sentarse junto a él. —No especialmente. 46 —Entonces, ¿por qué silba? —Porque sí. —Silbar por silbar. Como los pájaros. —En efecto. Y el joven toma aire y silba con el viejo los acordes del ‘Himno a la alegría’. EN HONOR DEL VIEJO MUY VIEJO T T odas las mañanas, camina por la orilla de la playa. Tarda casi cinco minutos en recorrer cien metros, pero no le importa. No tiene prisa; mientras camina, observa, oye, huele, llena de vida sus viejos pulmones. Cuando el sol alcanza su cénit, se dirige, pasito a paso, a la arena seca, y, ayudado por la mano de un prójimo samaritano, se deja caer en una silla de lona. Durante la hora siguiente, bajo una sombrilla, con los ojos entornados, el viejo muy viejo llena el pasado del presente, el presente del pasado, e incluso sueña con un futuro, mañana, en el que, si el tiempo meteorológico y la salud lo permiten, regresará a la playa, a caminar por la orilla, a triunfar a su manera sobre la decrepitud. El escritor, a unos metros, inclina el tronco, con el cuaderno sobre las rodillas, aferra el bolígrafo y escribe un texto en honor del viejo muy viejo. SOLOS EN COMPAÑÍA E E l perro sin dueño vaga por un sendero del parque de Los Atardeceres, en Metrópoli, y, a ráfagas, emite un gemido desgarrador. El viejo muy viejo se acerca al animal y, tras un 47 esfuerzo sobrehumano, inclina el tronco lo suficiente para poder dispensarle unas caricias en el lomo. —Te han dejado solo, ¿verdad? Guau. —Como a mí. Vamos, Amigo. Y Amigo y el viejo muy viejo se alejan por la vereda de los Tilos. Amigo agita el rabo; el viejo muy viejo camina con el cuello erguido. El horizonte les guía. REVOLUCIONARIAS L L a madre, maestra de profesión, y la hija, aprendiz, provistas de sendos libros, cuadernos y bolígrafos, han salido de casa a primeras horas de la mañana. Van a cambiar el mundo. EL AMANECER DEL VIEJO ESCRITOR L L a luz de la aurora baña la habitación en la que el viejo acaba de abrir los ojos. Los huesos le crujen, la tos seca le raspa el pecho, el corazón late a trompicones, le duele hasta el alma; sin embargo, la ilusión del anciano se niega a sucumbir, no aún. Tras inspirar y espirar hondo un par de veces, sorprendentemente se incorpora en un periquete. Veinte minutos después, desoyendo los lamentos de sus artríticos dedos, el hombre, delante de un vetusto ordenador, escribe y escribe y escribe, como ayer, tal vez como mañana. Los huesos, mientras tanto, se calman, la tos calla, el corazón palpita y el cerebro baila con todas sus letras. El viejo, ahora, asiste a una fiesta. La fiesta de las palabras. 48 UN PAYASO PARA MARISOL H H oy, 24 de diciembre, Marisol se siente más sola que nunca. Viuda desde hace once meses, sin hijos, se resigna a vivir tan significativa fecha embargada por la nostalgia. Sin embargo, justo cuando deposita en la mesa de la cocina la frugal ensalada que se ha preparado como plato estelar de la cena, suena el timbre de la puerta. Son las diez de la noche. Marisol se queda paralizada por la sorpresa. Al segundo timbrazo, reacciona y abre con cierta prevención. Sus temores se confirman al ver en el rellano de la escalera a un payaso. —¿Quién es usted? —pregunta Marisol. —Su compañía. —¿Bromea? —Bromearé luego si la ocasión lo merece; ahora hablo muy en serio. —¿Cómo se ha enterado de que estoy sola? —Me lo dijo él. —¿A qué él se refiere? —Sólo hay un ‘él’ al que pueda referirme en una fecha como la de hoy. —¿Mi marido? —En efecto. —Pero él está muerto. —“La próxima Navidad yo ya me habré ido, y mi mujer se sentirá terriblemente sola. Ve a mi casa en Nochebuena”, me pidió poco después de que yo actuara para los pacientes del hospital en el que él convalecía. Usted nunca está sola. ¿No lo nota? —¿Qué debo notar? —Su presencia, la de él. Escuche… 49 Marisol aguza el oído, tal y como le pide el payaso y, en efecto, le parece sentir un silencio inconfundible, el que él guardaba cada vez que ella le hablaba: un silencio embelesado. —Adelante, amigo, no se quede ahí en el rellano de la escalera. Pase, hombre… Por cierto, ¿cómo se llama? —Gabriel. La mujer lo mira de hito en hito. —¿Ha dicho usted Gabriel? Mi marido se llamaba Gabriel. —Lo sé. Mi mujer también se llamaba Marisol. EL GUITARRISTA DE LA CATEDRAL E E s una de las decenas de miles de personas, la mayoría hombres, que viven en las calles de Metrópoli; se les llama los sin techo. Éste, Miguel Arriaza, que, acompañado por la guitarra, canta villancicos frente a la catedral, fue un personaje relativamente famoso hace dos lustros, incluso le pedían autógrafos por la calle. A la sazón, era un cantante cuyos discos —grabó tres— cosecharon un notable éxito. Más tarde, formó parte de un partido político. Cuando aspiró a la alcaldía de la ciudad, se vio involucrado en un grave escándalo de corrupción. Era inocente como, años después, quedó demostrado. ¡Años después! Demasiado tarde. La gente, la suya, le había dado la espalda. Su vida se había ido por el sumidero. Luego vino el alcohol y la depresión, o la depresión y el alcohol, porque él no sabe determinar qué empezó primero. A diario, hay transeúntes que pasan por delante de él y le dirigen una mirada de soslayo, sin disimular el rechazo que les suscita su figura andrajosa. Sin embargo, Miguel Arriaza 50 no se siente concernido por ninguna mirada, ni piadosa ni inmisericorde. Un día, hace unos cuantos años, fue un cantante de éxito y también un político honrado que estuvo a punto de ser elegido alcalde. Nunca ha robado a nadie, tampoco ha hecho daño deliberado a ningún semejante. Es un hombre honrado. Uno de los centenares (o miles) de sin techo que pululan por las calles de Metrópoli. Carecen de techo que les cobije. Carecen de familia. Pero a algunos, como el guitarrista que casi fue alcalde, les sobra dignidad. Feliz Navidad, Miguel. EL OCTAVO DÍA DE LA CREACIÓN C C uentan que, poco antes de crear al Hombre, Dios se imaginó a sí mismo en la eternidad futura. Le preocupó lo que visualizaba, ya que, pese a su omnipotencia, temió no ser capaz de combatir el aburrimiento; la eternidad es demasiado larga, incluso para el Señor. Por eso, al octavo día, creó a los escritores. El pasatiempo favorito de Dios consiste en leer historias. ESPEJO DE LETRAS A A lumbró con su peculiar linterna los rincones más oscuros de sus entretelas, y encontró una mezcolanza de conocimientos y vivencias que nunca había recordado. Les dio forma en el papel; más tarde, leyó y releyó lo que había escrito, y fue entonces cuando se percató de algo increíblemente maravilloso: la escritura le había escrito a él. 51 MERECERSE EL NOMBRE A A costumbraba a escrutar las entrañas de las palabras, por eso descubría tantas enseñanzas imperceptibles para el común de los mortales. Desde muy niña se había propuesto merecerse el ilustrísimo nombre con que la habían bautizado. Señoras, señores, les presento a Leonor, una monumental lectora. EL COMIENZO DE TODO E E ra un niño y aquel rostro, blanco o negro, ateo o creyente, nacionalista o internacionalista, le sonreía. Por lo tanto, le devolvió la sonrisa... Dicen que así fue como nació la compasión. EN LA GLORIA L L a abrazaba con ternura, y la mujer, al sentir el recio brazo envolver su talle con tal delicadeza, abstrayéndose de todo, concentró sus sentidos en la piel que acariciaba al ser acariciada, la piel del hombre amado. Si la muerte viniese ahora, la encontraría en la gloria. “Ven”, vociferó en silencio la moribunda. Y vino. La muerte, a veces, es misericordiosa. UN MICRORRELATO SÚBITO S S u corazón palpitaba. La señal. Raudo, empuñó el bolígrafo y se puso a escribir. En efecto, la creatividad, aferrando las 52 manos del corazón y el cerebro, tenía algo que decirle. Algo que, una vez trasladado al papel, tituló Un microrrelato súbito. Narra la historia de un escritor que, en cuanto le palpitaba el corazón, se ponía a escribir; a veces, el capítulo de una novela; otras, como en ésta: Un microrrelato súbito. LO QUE FUE EL DOMINGO E E l domingo no fue ni mucho menos como había previsto, incluso se podría decir que resultó desagradable, pero ella, la mujer, no emite ni una queja. El domingo, ese domingo, le ha permitido engrandecer el recuerdo del sábado. LIMPIEZA INTERIOR S S u conciencia brillaba como los chorros del oro. Jamás la sacaba a pasear. Tenía miedo de que se manchara. TAREA PENDIENTE —¿Sabes navegar por Internet? —preguntó el nieto a su abuela nonagenaria. —Todavía no —respondió la anciana. 53 EL FONDO DE LAS ALTURAS T T odos sus parientes se habían ahogado en el naufragio de la patera, y el muchacho, desamparado, se sumergió en las profundidades del océano para reunirse con los suyos; pero, en el fondo del fondo, no vio a nadie, sólo peces y algas marinas; así que, impelido por una desconocida y arrolladora fuerza que emergía de su interior, subió a la superficie y nadó y nadó y nadó hasta alcanzar la orilla. Dos gaviotas que picoteaban en la arena lo miraron fijamente; el joven les devolvió la mirada. Las aves, cuando se sintieron miradas, remontaron el vuelo. El muchacho supo entonces lo que debía hacer para reunirse con los suyos: volar lo más alto que pudiera. LAS TECLAS DEL CAMINO D D esde hacía un lustro, su corazón latía en el pecho de la heroína que protagonizaba la novela ganadora del Premio Nacional de Literatura. Durante los cinco años siguientes, sus dedos sólo tuvieron que teclear el camino que palpitaba en su corazón: el de las letras. REALISMO MÁGICO C C uando, al amanecer, el mendigo se aprestó a marcharse de la casa que lo había acogido durante la cena de Navidad, antes de abrir la puerta de la calle, en la consola del vestíbulo, dejó una tarjeta manuscrita: “El Cielo os lo agradecerá. Firmado: el arcángel San Gabriel”. 54 UN MICRORRELATO SENCILLO E E l vendedor de cuentos, un minuto antes de cerrar su despacho, recibió la visita del último cliente del día: una anciana de aspecto humilde. —Buenas tardes, señor. ¿Escribe usted los relatos que vende, o se limita a vender los relatos que otros han escrito? —Yo sólo ofrezco mis cuentos: los que tengo ya escritos y, si estoy inspirado, los que escribo sobre la marcha. —¿Está inspirado ahora? El escritor escrutó los ojos de la mujer, de mirada limpia, y, en el fondo, vislumbró un mar de letras. —Lo estoy. —Tenga —la mujer tendió al escritor una moneda de euro—, escríbame un cuento pobre. Es lo único que me queda. —¿Solo un euro? —Sí, es muy poco, pero para mí es un capital, ya que hoy es todo lo que tengo; tal vez mañana pueda pagarle otro euro, acaso dos. Depende de lo que recaude vendiendo recuerdos en la Plaza Mayor. El cuentista, durante los siguientes minutos, no más de diez, escribió un microrrelato de 243 palabras, incluido el título. —Tenga, mujer. Es una de las historias más cortas que he escrito jamás, y probablemente la más bella. La protagoniza una mujer sencilla y admirable que ama tanto los cuentos, que está dispuesta a dar todo lo que tiene para que le escriban uno. Un texto tan valioso que carece de precio. Un microrrelato sencillo; suyo es. —Y grandioso —agregó la anciana estrechando el papel contra el pecho, cerca del corazón. 55 LA NIÑA DE LAS NUBES L L a madre juega en la piscina con su hija pequeña; la coge en brazos y la lanza hacia arriba, un poquito más alto cada vez. La niña se ríe a carcajadas conforme va ascendiendo más y más… Una de las veces, la chiquilla nota un cosquilleo en la coronilla. Es una nube de algodón, se aferra a ella mientras aguza el oído; la madre, abajo, en el agua, se asusta. “¿Dónde está mi Lucía?” Justo cuando la mujer va a tomar impulso para elevarse a los cielos, la niña cae entre sus brazos, sonriente, con una nube de algodón entre las manos. —Para ti, mamá. La madre se emociona hasta las lágrimas. Son las primeras palabras que su hija ha pronunciado en la vida. Lucía dice que las ha aprendido en el cielo. LA PERSONA MÁS ADMIRADA E E ra la persona que más admiraba de todas las que había admirado en su longeva existencia. En su compañía había vivido enriquecedoras y memorables experiencias; la quería, pese a que sólo la había besado en la mejilla, en las manos y una vez en la boca, el día en que él se percató de que ella fue, era y sería su mejor amiga. LA LÓGICA DEL AZAR S S on las once de la mañana y la mujer todavía no ha conseguido vender ni un solo décimo de lotería; pero, lejos de arredrarse, 56 la vendedora sigue recorriendo bajo un sol de justicia las calles del pueblo cantando los números que lleva colgados del pecho… Lógicamente, pronto venderá el premio gordo. TODO LO QUE ES E E s el que fue y el que era y el que es y el que no fue y el que no quiso ser y el que no es. Todo eso es lo que es. CORAZÓN ESFORZADO T T enía que esforzarse para amarle. Esa fue la señal para que dejara de esforzarse. Los actos rutinarios, supuestamente amorosos, la convencieron de que no lo amaba. Un error de bulto, ya que, pronto, su corazón se debilitó por la falta de esfuerzos. No tuvo más remedio que volver a esforzarse, no porque su amor exigiese esfuerzo, sino porque, en determinadas circunstancias, el esfuerzo es lo que permite al corazón amar. ANA SE EQUIVOCA A A na se conocía lo suficiente para saber que si seguía con Adrián el hombre al que amaba de verdad, más temprano que tarde le haría mucho daño. Siempre terminaba cansándose de los hombres a los que amaba. Así que, como quería mucho a Adrián, decidió romper con él antes de que el hombre sufriese una terrible decepción. Pero estaba equivocada. Paralelamente, desde la lejanía, en el mirador del calendario, la otra Ana, la mujer madura, se tiraba de los pelos por el 57 tremendo error que estaba cometiendo la Ana treintañera. A Adrián no le dañaría, Adrián… Adrián era el amor de su vida, AMOR DE OTOÑO S S e propusieron escribir un microrrelato a dos manos; pero lo curioso es que mientras lo escribían en el parque, sobre un suelo alfombrado de hojas, sus manos respondían a una voluntad, no a dos voluntades en una, sino a una misma voluntad escindida en dos. En la cuarta línea, al mirarse, se percataron de que sus letras se habían enamorado, y fue entonces cuando el hombre y la mujer, tras besarse suavemente en los labios, escribieron el título del texto: Amor de otoño, seis palabras antes del punto final. SIN ÉL A A las pocas horas de declarar que no le amaba, se cercioró del error colosal que había cometido. Al tercer día sin verle, la nostalgia le resultó insufrible. Sólo había necesitado tres días para percatarse de que su falta de amor era mera palabrería. Al tener seguro el amor de él, la mujer no había experimentado lo que suponía su carencia. Y su carencia era todo, era el amor… Y corrió a buscarle. ¿Dónde estaría? 58 ESCRIBIR LA VIDA T T enía un don. Lo que escribía adquiría vida. Por unos instantes, estuvo tentado de dejar de escribir, pero al final optó por vivir lo escrito. Así se convirtió en una leyenda. Nadie supo determinar si vivía lo que había escrito o escribía lo que había vivido. LA VICTORIA FINAL P P erdió a su marido, perdió su casa, perdió casi todos sus dientes y, también, perdió parte de su movilidad. Pero lo que no perdió fueron las historias que llevaba impresas en sus entretelas, las leídas y las vividas; de entre todas ellas, seleccionó unas cuantas con las que forjó su antología literaria; con ella, con la antología, se enfrentó a la muerte… Y venció. TODO HA CAMBIADO E E l hombre, un intelectual que siempre ha defendido que sólo la vida digna merece la pena vivirse, es ahora padre de un hijo con parálisis cerebral; él, que también ha suscrito manifiestos a favor de la eutanasia; él, que ha militado durante decenios en el bando hedonista; él, ahora, cree sobre todo en el amor. El amor absoluto que siente por su hijo con parálisis cerebral. 59 MUCHO MÁS ALLÁ E E sforzándose en ser como ella lo veía, logró lo imposible: llegó hasta más allá de sus propios límites, muy cerca del infinito. LA ABUELA DE TODOS L L as seis plañideras se concentraron en torno al lecho en el que agonizaba la que todos llamaban ‘la abuela de todos’: la mujer más generosa que había nacido en Luz del Alba, el pueblo de las montañas. Aunque eran plañideras de profesión, nadie las había contratado para aquella función. Gemían, entre lágrimas, con sonidos desgarradores. Querían a ‘a la abuela de todos’, por eso la lloraban incluso antes de que la moribunda exhalase el último aliento. La anciana partió al otro mundo sabiendo que, en Luz del Alba, hasta las lloronas de profesión la lloraban por vocación. SILENCIO ATRONADOR L L a tierra se ha abierto en canal. Voces desgarradas claman al cielo, y nadie responde. ESCRITOR REBAJADO E E l novelista entró sonriente en una librería en la que, en el escaparate, lucía un cartel anunciando que se vendían “centenares de gangas literarias”. El escritor salió cinco 60 minutos después con el rostro descompuesto; en el mostrador, entre las gangas, a un euro, le saludó lacónicamente la novela que había publicado el año anterior. EL GIGANTE ESCONDIDO D D esde lo más recóndito de sus entretelas emergió lo mejor de sí mismo. No era un don nadie; era alguien, acaso un ilustrísimo señor. Ella le había dado esperanzas (“Sí, tal vez algún día llegue a quererte”) unos segundos antes de que el enamorado, ahora un gigante, besara las estrellas. LA LLAMA L L a llama de su vida se apagaba, pero aún había tiempo; empuñó la vela y fue encendiendo otras velas, todas las que encontró apagadas a lo largo de su camino. Luego, mientras la cera se le consumía entre las manos, se dirigió hacia su destino. Antes de que la llama emitiese su último parpadeo, giró el cuello y miró hacia atrás, hacia las velas que resplandecían en la oscuridad; las velas que él había encendido. LA OTRA VENTANA T T oda su vida era oscuridad. “¿Y si…?”, le insinuó una voz desde el fondo del patio el día en que la oscuridad alcanzó el abismo de la negritud. “¿Por qué no?”, se dijo mientras arrimaba una silla al hueco de la ventana. Justo cuando iba 61 a dejarse caer, la ventana de enfrente se iluminó con unos ojos refulgentes. “¿Qué vas a hacer?”, le preguntaron los ojos “Me dispongo a bajar por este atajo”, y el hombre señaló el vacío. “La oscuridad me mata”. —Te mataba. La mujer del otro lado encendió la luz, su luz, y todo se iluminó. LECTORA ETERNA L L a mujer, de apenas cuarenta años pese a su pelo encanecido, tras aguardar durante casi media hora a que le llegase su turno, entregó el libro al escritor famoso. —¿Me lo firma? Era usted el novelista preferido de mi única hija. —¿Era? —Murió hace dos meses y tres días, en un accidente de tráfico. Pasado mañana, hubiese cumplido los veinticuatro años. El conductor del otro coche, un todoterreno que parecía un tanque, perdió el control e invadió el carril contrario; mi hija no pudo evitar la colisión. Dicen que el hombre superaba en más del triple la tasa de alcohol permitida. —Lo siento mucho, señora. ¿A qué nombre le pongo la dedicatoria? —Al de Anabel Pascual, el nombre de mi hija. A ella le hará mucha ilusión… ¿Y si fuera verdad que hay otra vida al otro lado de ésta? El autor escribió en la primera página del libro: “A Anabel Pascual, por leerme también en la eternidad”. 62 BILLETES EN LA TIERRA C C ándido Arroyo, recién instalado en Valle Profundo, arrojaba cada mañana en el huerto varias monedas de cinco céntimos. —¿Por qué haces eso, Cándido? —Para que se transformen en billetes. —¿Billetes? Madre del amor hermoso. Los lugareños estaban convencidos de que al municipio había llegado un botarate, y así lo trataron en los siguientes días. Sin embargo, a la semana, en un día memorable para el pueblo, Cándido Arroyo cosechó cincuenta euros. La noche anterior, amparada en la oscuridad, Amanda, la maestra de Valle Profundo, había esparcido en el huerto una decena de billetes de cinco euros; la mujer no podía soportar que la gente se mofara de un hombre que estaba convencido de que la tierra es el mejor banco. LA CALLE DE LA METÁFORA L L os viejos más viejos de Villahermosa del Amanecer, Cristina Frutos y Sebastián Ponce, residían en un edificio antiguo de la calle de La Metáfora desde hacía casi tres cuartos de siglo, al año justo de ser presentados por un conocido de ambos. Mañana, tarde y noche, Cristina y Sebastián, transitaban por tan singular calle, de doble dirección según ellos, si bien los coches sólo podían circular por una. —¿Radica el secreto de su longevidad en el deambular infatigable por su calle, de nombre tan literario? —les 63 preguntó Alejo Santullana, el periodista que los entrevistaba en el domicilio de la pareja, dando muestras de su ignorancia en los asuntos capitales de la existencia a pesar de ser una firma consagrada en escribir sobre temas humanitarios, los que paradójicamente estaba persuadido de que pronto le conducirían a la gloria de su profesión. —Esta calle, sí —respondió Sebastián—, la misma en la que nació nuestro hijo, que en paz descanse. El pobre falleció, en vísperas de cumplir los setenta, en una playa mediterránea. Una muerte gloriosa. Después de salvar de morir ahogado a un niño pequeño, una vez depositada la criatura en los brazos de su madre, nuestro Rafael cayó fulminado en la arena. Había exigido demasiado a su corazón pachucho —Cristina, quien contemplaba los ojos vidriosos de su marido con un fulgor insólito, como si viviese la primavera de su existencia, se llevó la mano al corazón al par que hincaba la barbilla en el pecho—. Como le decía, paseamos por la calle de la Belleza y el Amor, mañana, tarde y noche. Cristina toma la dirección de la izquierda; yo, la de la derecha. Cuando llegamos a ambos extremos, desandamos el trecho recorrido caminando el uno hacia el otro, mirándonos desde la lejanía, hasta que nos juntamos en la cercanía, en la belleza del amor, y me importa un bledo parecer sensiblero. —Pero esta calle se llama de La Metáfora —objetó el periodista, quien se había pellizcado ya una decena de veces para convencerse de que tenía ante él a una pareja de nonagenarios, y no a un hombre y una mujer de sesenta y tantos años como mucho. Sus contactos le habían advertido de que se sorprendería al ver a los viejos… ¿Sorprendido? Estaba perplejo. Una perplejidad creciente. 64 —Calle de La Metáfora, calle de La Belleza o El Amor, da igual —repuso Sebastián. —¿Da igual amor que metáfora? Acláreme este extremo, por favor. —Tenga paciencia, se lo aclararemos en los próximos minutos. Hace cinco lustros, cuando cumplí los setenta y dos, o los setenta y tres —dijo Sebastián—, me hubiese dado mucho reparo contestar a su pregunta con las palabras que lo voy a hacer ahora, unas palabras que, a causa de la charlatanería vana que se vierte a troche y moche en la opinión pública desde periódicos, libros, tribunas y púlpitos, han sido desposeídas de su sentido fundacional. Pero ahora, con la sabiduría que dispensa el tiempo y la experiencia, me he liberado de los reparos, de estos reparos, sí —el viejo hizo una pausa para tomar un sorbo del extraño brebaje de color rojizo que había colocado delante de él Cristina, una anciana menuda e increíblemente ágil para la edad que se le atribuía: noventa y cuatro años. —¿Qué palabras? —inquirió el periodista, mirando con aprensión la esfera del reloj. Dentro de dos horas salía su vuelo a la capital, y el aeropuerto estaba en las afueras de Villahermosa del Amanecer. Como el viejo no se centrara en la médula de la historia, difícilmente podría confeccionar el reportaje que se merecían sus decenas de miles de lectores. —¿Le apetece tomar un zumo de granada y grosellas? —preguntó Cristina, retirando por unos instantes los ojos de los ojos de Sebastián. —No, gracias. —¿Y de naranja? —¿Tiene una Coca-Cola? —¿Coca-Cola? En este hogar no se practican esas cosas 65 —dijo la mujer haciendo un ademán con el brazo, como si el reportero hubiese proferido una blasfemia—. Somos muy antiguos —agregó para suavizar su comentario irónico. —Entonces, si no le importa, beberé agua. —¿Con unas galletas artesanales? El periodista denegó con la cabeza. —¿Y unas almendras? —Agua sola —respondió Alejo, en un tono en el que traslució su impaciencia. Cristina se dirigió a la cocina con un sincronizado y desenvuelto caminar; se notaba a la legua que el discurrir continuo por la calle de doble dirección había tenido efectos milagrosos en sus articulaciones y músculos. —¿Qué palabras? —insistió Santullana, al borde de la irritación, dirigiendo una mirada ansiosa al viejo. —Cristina se las dirá. Ella, cuando se trata de nuestro tema estelar, el que ha caracterizado nuestra larga y fructífera convivencia, habla con mucho más sentimiento que yo. Un minuto después, la anciana regresó al salón con una bandeja en la que campeaban una jarra de agua y un vaso. —¿A qué palabras se refiere su esposo? —preguntó Alejo. Cristina, en cuanto miró de reojo a Sebastián, supo lo que tenía que decir. —La calle en la que hemos vivido Sebastián y yo en los últimos setenta y tantos años, de nombre La Metáfora, es para nosotros la calle del Amor con mayúscula. Das el amor que recibes, y recibes el que das. Una verdad de los tiempos de Maricastaña que nosotros hemos actualizado cada día. Ida y vuelta, una doble dirección, para mirarnos a los ojos. Por ahí hemos caminado a diario, sin doblegarnos ante los incesantes contratiempos de la vida. 66 —De ahí la longevidad suya y la de su marido —susurró el periodista. —Y la belleza —agregó Cristina mirando con ternura a Sebastián—. Qué bello es mi marido, ¿verdad? El periodista asintió con desgana. —Qué bellísima es mi mujer —añadió Sebastián. Alejo jamás había visto hasta entonces destellar una luz tan brillante en los ojos de un congénere; ni la vio ni probablemente la volvería a ver, aunque viviese tanto o más que la pareja nonagenaria. En la mirada de Cristina relumbraba la vida entera, la que discurría mañana, tarde y noche, por la calle de La Metáfora. Una vida memorable. UN VIEJO Y UN PÁJARO E E n cuanto el viejo muy viejo se sentaba en el banco del parque situado bajo el tilo que sombreaba el estanque, el zorzal se posaba a su lado y, al instante, pájaro y hombre comenzaban a parlotear en sus respectivos idiomas; ni uno ni otro sabían lo que decía el otro, pero se lo pasaban de maravilla juntos. LA MISMA RECETA E E n cuanto le embargaba la pena, hacía lo mismo que cuando se sentía alegre: escribía un cuento. Así toda su vida era un cuento. 67 MAQUILLAJE PARA UNOS OJOS A A penas salía a la calle y rara vez recibía visitas; pero todos los días se maquillaba con esmero. A veces, cuando menos lo esperaba le sorprendían unos ojos mirándola fijamente desde el espejo. Unos ojos que al instante le sonreían. Les gustaba lo que veían. ¿QUÉ SUCEDE? P P or la mañana le entraban ganas de cantar; al atardecer, su rostro se humedecía por las lágrimas; al anochecer, confusa, se preguntaba: “¿Qué me pasa?” Y, así, día tras día. OLOR ENTRE RAMAS E E l niño trepa por las ramas del roble hasta alcanzar la cumbre. En la copa del árbol, inspira profundamente y llena sus pulmones de la savia de la naturaleza. El niño huele a roble; el roble huele a niño. POESÍA DE REBAJAS E E l poeta adolescente vende sus poesías a buen precio: veinte céntimos de euro y la voluntad. Está de rebajas, pero ni aun así. A la gente le gustan más las limosnas que la poesía, por lo que al joven poeta no le queda más remedio que hacerse mendigo. 68 LOS ECOS DEL FONDO D D esde que ella se sumergió en las aguas, en un desesperado intento por rescatar al hijo que se ahogaba, el hombre, todos los días, al amanecer y al atardecer, cruza el espigón y, desde las rocas, contempla largamente el fondo marino. Dicen que, por la mañana, escucha la risa contagiosa de un chiquillo, y que, por la tarde, le llegan los ecos de una dulce voz que entona los acordes de una nana. Al principio, el hombre tuvo la tentación de arrojarse a lo más profundo, a reírse con el niño y a hacer los coros de la nana; pero, justo cuando empezaba a descalzarse, las voces entreveradas de un crío y una mujer le cantaron el “Himno de la alegría”. El hombre entendió el mensaje. La vida de los de abajo estaba arriba, entre las rocas, contemplando las aguas y aguzando el oído, y también tierra adentro, recordando la alegría compartida por una madre y un hijo antes de que la fatalidad los envolviese con su manto líquido. BÚSQUEDA SILENCIOSA B B uscaba el silencio incansablemente, de la mañana a la noche, desde tiempos inmemoriales, sin resultado alguno. Su abuela nonagenaria, antes de morir, le dijo que no cejase en la búsqueda porque, aunque no lo sintiera en ningún sitio, el silencio genuino existía; ella incluso lo había cultivado durante años antes de que el silencio, perseguido por tierra, mar y aire, se escondiese en un lugar recóndito. —¿A qué lugar te refieres? —le preguntó el nieto, ya adulto. —Al corazón. —Entonces, ¿qué sentido tiene buscarlo? 69 —Todo es uno. Uno es todo —dijo enigmáticamente la abuela antes de fundirse en el silencio. LA MISIÓN DE LA ABUELA D D ías después de que a la anciana le detectaran un cáncer incurable, a su nieta pequeña le diagnosticaron una leucemia de tenebroso pronóstico. La abuela, fiel a su proverbial forma de proceder: lo prioritario no es lo secundario, se puso manos a la obra; la niña, Paula, de tres años, hija de madre soltera, necesitaba imperiosamente su ayuda. Estuvo con la criatura, en el hospital, cada vez que le hicieron una transfusión, y en las innumerables pruebas que le realizaron; después, cuando el estado de la pequeña se agravó, la abuela se instaló en una habitación de la Sexta Planta. Mañana, tarde y noche, durante las casi doscientos días siguientes, la anciana permaneció junto a la pequeña, insuflándole energías, transmitiéndole su inagotable cariño. A los seis meses, después de un exitoso trasplante de médula, Paula estaba prácticamente restablecida. Fue entonces cuando a la abuela alguien dentro de ella le recordó que padecía un cáncer incurable. “Ahora, sí”, se dijo la mujer. No opuso demasiada resistencia, ya que apenas le quedaban fuerzas; todas se las había llevado la leucemia de Paula. Además, estaba mayor, muy mayor. Ese mismo día la anciana se introdujo en la cama y ya no volvió a incorporarse. Tampoco lo intentó. Era la hora. Detrás de ella dejaba su mejor legado: la Vida. 70 BELLEZA EN EL AULA L L a maestra mandaba sus neuronas a faenar por esos mundos de la memoria; a su regreso, las ataviaba con sus mejores galas y, seguidamente, las hacía desfilar por el aula. En el aprendizaje, la sencillez es la belleza. LA INCÓGNITA E E n medio de la sala atestada de gente, él sólo vio a ella, ella sólo vio a él. “¿Será el amor?”, se preguntaron el hombre y la mujer al unísono en tanto se abrían paso a empujones el uno hacia el otro. Tenían una incógnita que despejar. EL VUELO DE LA IMAGINACIÓN U U n accidente de tráfico lo había recluido a perpetuidad entre los límites de su propio cuerpo, pero su imaginación, acostumbrada desde la infancia a volar, con la luz del alba, extendía sus alas y volaba y volaba y volaba, hasta caer exhausta, ya entrada la noche. Entonces, con los retazos de vida que había recogido en su vuelo imaginario, tejía la tela del sueño. LA CERCANÍA S S e sentaron el uno frente al otro, apagaron sus teléfonos móviles silenciando así la virtual intrusión de la distancia, 71 y se dedicaron durante los siguientes minutos a cultivar la cercanía. Ese día se enamoraron. ERNESTO Y LAURA E E rnesto había cometido un terrible error. Lo supo a las pocas semanas de abandonar a su mujer, Laura, cuando él se encontraba en el otro extremo del país, a casi novecientos kilómetros de distancia del hogar. Lo que consideraba un desenamoramiento en toda regla, probablemente debido a que los caracteres de él y de ella habían discurrido por derroteros vitales diferentes, se trataba en realidad de una pequeña crisis matrimonial, nada más; la doble distancia, temporal y geográfica, con su creciente añoranza, se lo demostraba desde entonces a diario, en cuanto se recreaba en los memorables momentos compartidos con Laura, y se recreaba mañana, tarde y noche, un día sí y otro también. Los amores de verdad también sufren altibajos, y contrariamente a lo que considera la opinión pública, el remedio más eficaz contra las fluctuaciones sentimentales radica en la paciencia, no en la terapia de choque; en casos excepcionales, la separación provisional también surte efecto. El problema de Ernesto radicó en su inveterada soberbia. La distancia habría curado el enfriamiento amoroso si hubiese tenido la suficiente humildad para reconocer su equivocación y obrar a lo grande: pedir perdón y emprender el camino de vuelta. Como no lo hizo, las secuelas de su error se multiplicaron por todos los días, más de mil, en que no fue capaz de hacer lo correcto. Ernesto tenía una forma muy particular de demostrar el coraje, tan particular que lo que él denominaba abnegación: 72 asumir las consecuencias de la decisión adoptada, por muy dolorosas que fuesen (o sea, dar por perdida a Laura), en realidad constituía una monumental demostración de vanidosa estupidez. Tuvieron que pasar tres años para que Ernesto del Álamo decidiese por fin regresar a casa, y lo hizo obligado por unas apremiantes circunstancias, no fruto de una reflexión largamente madurada. Un pariente le informó de que Laura, convaleciente de un tumor en el estómago con varias metástasis, el mismo tumor genético que había fulminado a su padre al poco de nacer la hija, se consumía en la casa de su progenitora, adonde ésta la había llevado en cuanto la medicina reconoció su impotencia. Ernesto, acarreando una gigantesca maleta, pulsó el timbre de la vivienda de su suegra, Mercedes, al día siguiente de enterarse de la demoledora noticia. La anciana, bajo el dintel de la puerta, le lanzó una perspicaz mirada, y, al cabo de unos segundos, al ver lo que vio en los abismos de los ojos de Ernesto, se echó a un lado al mismo tiempo que, con un ademán, señalaba el interior de la casa. —Adelante, hijo. Lleva tres años llorando tu ausencia, tantos como los que ha esperado tu regreso. Ernesto sufrió una conmoción al ver a Laura; consumida por la enfermedad, a sus cuarenta años, parecía la madre avejentada de su anciana madre, a quien no le faltaba mucho para cumplir los setenta y cinco. Sólo sus ojos verdosos, bordeados de un cerco morado, conservaban una chispa de vida; el resto del cuerpo se reducía a huesos y pellejo, como si la muerte, antes de llevársela prematuramente consigo, se hubiese propuesto desposeerla de los restantes atributos que decenios atrás la convirtieron en el objeto de deseo de muchos pretendientes, si 73 bien ella, paradójicamente, sólo había amado al hombre que, como un niño caprichoso, años después, pondría tierra de por medio al grito silencioso de “ya no te quiero”. Durante las cuatro semanas en las que Laura resistió los embates de la enfermedad, Ernesto la veló, la alimentó, la lavó, la acarició, la confortó, le leyó poemas, cuentos y novelas, le cantó, la acunó, la besó, la besó, la besó… Mientras tanto, desde el pozo sin fondo del dolor, la mujer, incapaz ya de articular ni una frase, hacía ímprobos esfuerzos para conferir a sus ojos el fulgor del agradecimiento. Increíblemente, lo consiguió incontables veces durante aquellas horas sin final. Cuando al vigésimo séptimo día, al ponerse el sol, Laura empezó a agonizar, Ernesto, raudo, se desvistió, se introdujo en la cama y envolvió con sus brazos el cuerpo escuchimizado de la moribunda mientras le cantaba entre susurros, en un inglés macarrónico, el estribillo de la balada que él y ella bailaron muy juntos, entre beso y beso, en el ágape de su boda: “If you leave me now”, del grupo Chicago, a la sazón, el tema predilecto de la radiante novia. A la mañana siguiente, el vigésimo octavo día de la vuelta de Ernesto, con la luz del alba, Mercedes, fue recibida en la habitación mortuoria por unos ojos bañados en lágrimas. Unos ojos, los de su yerno, en los que la anciana distinguió el reflejo de la felicidad eterna de Laura. —La muerte también puede ser hermosa. Gracias, Ernesto —dijo Mercedes aprestándose a amortajar el cadáver de su hija. 74 CON VISTAS AL CIELO A A codado en el marco de la ventana del salón de su humilde morada, contemplando el fondo del horizonte, el anciano suspiró. “La misma puesta de sol se ve desde un chamizo que desde el mirador de un palacio”, se dijo.Reconfortado por esta reflexión digna de un hombre mucho más sabio que él, con un libro entre las manos, se tumbó en la hamaca que había desplegado junto a la ventana en cuyo antepecho lucían espléndidos los geranios de una maceta. Leyó hasta que se adormiló. Siempre le entraba el sueño al oscurecer. Cuando se despertara, tal vez la luna lo contemplaría desde el cielo. ÉL Y ELLA E E n medio de la transitada calle, él la miró un segundo antes de que la mujer le mirara a él. Fue ella la que dio el primer paso, pero fue él quien empezó a alargar la zancada. Se fundieron en un intenso abrazo debajo de la luz de una farola.—Me llamo Juan —dijo él. —Y yo Claudia —dijo ella. —Ha sido un impulso —dijo Juan. —Ha sido una corazonada —dijo Claudia. Luego se besaron mientras la gente los miraba. CONTRA VIENTO Y MAREA E E n la tómbola genética, le habían tocado muy malas cartas, de las peores; incluso hubo momentos, en su adolescencia 75 sobre todo, en los cuales estuvo en un tris de abandonar la partida; pero, apelando al ejemplo de coraje y dignidad que habían depositado en él sus admirados progenitores, prematuramente fallecidos en un terrible accidente, decidió continuar y jugar lo mejor que podía y sabía. Qué manera de jugar. Qué manera de aprender. Decenios después, en su lecho de muerte, en los albores de la ancianidad, se sintió orgulloso de su actuación. Había sido un enano que, en ocasiones, alcanzó la luna. SOL Y NUBES A A unque unos densos nubarrones cubrieron súbitamente el sol, el viejo muy viejo, en un banco del parque, continuó a lo suyo, a recrearse en el espectáculo de la vida mientras tarareaba una canción de los tiempos de Maricastaña; el estribillo hablaba de un rayo de sol que a las nubes espantó. EN HONOR DEL AMOR L L a mujer siempre pedía el mismo libro en la Biblioteca: “Las flores de las letras”. Lo había escrito su primer amor y, al leerlo, honraba al amor, el primero, el último. 76 EL VISITANTE “Vuelve mañana”, le ordenó al personaje la víspera de escribir su gran novela. Luego, se durmió. A las siete de la mañana, sonó el timbre de la puerta. ENTRE LAS LETRAS D D elante de la pantalla del ordenador portátil, buceando en su memoria, se imaginó lo peor del prójimo y, al imaginarlo, se vio a sí mismo representando el papel actual que le había reservado al otro; y, entonces, descubrió una parte de él que había permanecido oculta dentro de sus adentros. Al buscar al otro entre las letras, se había encontrado a sí mismo. Apagó el ordenador, y se aprestó a iluminar lo que había permanecido en la sombra. CINCUENTA AÑOS DE BELLEZA C C uanto más miraba, más y más veía. Había contemplado ese rostro toda su vida, y, ahora, cincuenta años después, sabía que ya no podría verlo más y mejor. Había visto crecer la belleza hasta el infinito, hasta hoy, el día en que la belleza expiró. Descansa, madre. 77 AMOR SIN AMOR A A horraba amor en previsión de que lo necesitara años más tarde, cuando eventualmente se quedase solo. Y solo se quedó, con todo el amor. “¿Qué hago ahora con tanto amor?”, se preguntó mirándose en el espejo. “Dámelo”, le dijo el hombre del otro lado del cristal. Y se lo dio todo al otro. Aquella noche se acostó arruinado; no le quedaba ni un beso para regalar. LA VOZ DE ELLA G G iró la rueda del dial hasta que sintonizó una emisora en la que sonaba una canción de sus tiempos dorados. Era su voz. Decenios atrás ella había sido una cantante que grabó una canción. Una canción que alcanzó la cumbre del éxito. Aquella noche la mujer no lloró. LA ALEGRÍA DEL GOLEADOR E E l delantero centro había celebrado con alborozo el gol del triunfo que marcó en el último minuto del partido. —Estás muy contento por la victoria, ¿verdad? —le preguntó un periodista tirando de muletilla. —Sí, por mis compañeros y por los aficionados y por los directivos del club. —¿Por ti, no? —Bueno, también por mí —respondió el delantero, conocido como el goleador bondadoso. 78 EL GRAN REGALO L L e regaló su soledad. La amaba. EL DESTINO —¿Tú crees en el destino? —Sí, pero lo llamo libre albedrío. EL HOMBRE DE COLORES A A cariciaba a su perro, jugueteaba luego en el jardín con su hijo pequeño, conversaba a continuación con su madre anciana, fregaba los platos después del almuerzo, se desplazaba por la tarde con su cónyuge al pueblo de su infancia a hacer las compras, Al anochecer, se mecía en la butaca, en el porche de la casa de campo, mirando las estrellas; al amanecer, leía con la luz del alba mientras la brisa susurraba en las hojas de los árboles… Qué vacaciones la del hombre de colores. DOBLEMENTE IMPOSIBLE —Pero tú no me amabas. —Lo imposible a veces sucede. —Es verdad, sucede. Y el hombre y la mujer se alejaron en direcciones que curiosamente desembocaban en el mismo destino: lo imposible. 79 DOS EN RELATIVO C C omo Juan le era indiferente, los minutos a su lado se le hacían eternos; Pablo, en cambio, le importaba y mucho, y las horas junto a él se reducían a minutos: Juan no dejó ninguna huella en su memoria pese a la eternidad de los minutos compartidos con él; Pablo ocupaba una y otra vez sus recuerdos a despecho de que las horas, junto a él, transcurriesen a la velocidad de la luz. Pablo y Juan: los relativos de su vida. EL LUGAR DE LOS LÍMITES L L e dijeron dónde estaban sus límites. Pidió que se los mostraran de nuevo para aprehenderlos con nitidez. Desde ese día frecuentó el lugar en el cual sus límites se encontraban para jugar un poco con ellos; después, los sedujo con el fin de que se fueran con él, sólo un poquito más allá. Accedieron. Así, un día y otro y otro durante mucho tiempo. Sus límites, ahora, no tienen lugar fijo. ¿Para qué? Saben que mañana se hallarán un pelín más lejos del lugar que ocupan hoy. EL PREMIO L L e dieron el premio al mejor fracasador literario. Su falta de premios le hizo acreedor al premio. 80 EL BESO DEL NUNCA JAMÁS T T odas las noches, antes de apagar la luz, besaba a su hijo como nunca hasta esa noche lo había besado. Cada día era una vida en miniatura, y quizás alguna mañana no hubiese un despertar. EN EL ÚLTIMO MOMENTO D D e bebé se parecía a su abuelo; de niño, a su madre; de púber, a su padrino; de adolescente, a su hermano mayor; de adulto, a su padre; contra todo pronóstico, cuando todo parecía perdido, en el corazón de la vejez, un día antes de morir, al mirarse en el espejo, el moribundo, satisfecho, comprobó que por fin se parecía sí mismo. Punto final. TRES SEGUNDOS D D ámaso Arroyo regresaba a casa en automóvil, a últimas horas de la noche, después de asistir a la fiesta de despedida de soltero de su mejor amigo, la cual se había celebrado en un conocido restaurante ubicado en un pueblo costero, a unos cincuenta kilómetros de su domicilio, en el centro de Metrópoli. El trayecto, corto, se le estaba haciendo interminable. El tiempo cronológico es una cosa, y el tiempo de las vivencias, otra muy diferente. La eternidad existe, por supuesto que existe, aquí y ahora. ¿Cuánto dura un minuto, en la carretera, 81 al volante de un coche, cuando a uno se le cierran los ojos a causa del sueño? A veces, más de una vida. Había sido un día intenso, con jornada laboral incluida, y Dámaso, exhausto, pugnaba por mantenerse despierto. Tras estar a punto de perder el control del vehículo en una curva cerrada, decidió hacer una parada en la siguiente área de servicio, la cual, según indicaba la señal que había dejado atrás, se encontraba a dos kilómetros. Dos kilómetros que no se acababan nunca. Apretó el pedal del acelerador en una vertiginosa carrera contra la somnolencia… Cien por hora… Aceleró todavía más mientras hacía denodados esfuerzos para evitar que los párpados se le cerrasen del todo. El velocímetro señalaba los ciento veinte kilómetros… Milagrosamente, llegó sano y salvo al área de servicio. Estacionó en batería, apagó el motor y se tumbó en la parte trasera del automóvil. Por fin podía echar una cabezada. Sin embargo, ahora que le abría las puertas de par en par al sueño, éste se negaba a entrar. Se rindió a la evidencia al cabo de unos pocos minutos. Su sueño no se dormía en cualquier sitio, exigía una cama mullida y con presencia femenina, su cama. Luego de pasear un par de minutos alrededor del coche para espabilarse y desentumecer los músculos, Dámaso volvió a coger el volante. Con una pizca de suerte, en poco más de media hora, estaría en su casa, durmiendo a pierna suelta. Había recorrido otros doce kilómetros, cuando se vio obligado a dar un frenazo brusco con el fin de evitar estrellarse contra el tronco de un árbol; los ojos se le habían cerrado fugazmente sin percatarse de ello. Tal vez no estuviese a merced del sueño, sino de una maldición del destino. Se detuvo en el arcén, activó las luces de emergencia 82 y salió del coche con la botella de agua que siempre llevaba en la guantera; después de remojarse la cara y la nuca y realizar unos cuantos ejercicios de estiramiento, reanudó la marcha. Apenas le quedaban quince kilómetros para llegar a su destino. A los doce minutos, al adentrarse en la Avenida de la Paz, ya en el casco urbano de la Villa, los ojos de Dámaso se cerraron durante unos pocos segundos, tres como mucho, suficientes para no apercibirse del hombre que cruzaba la calzada arrastrando los pies, con andar cansino. Cuando sintió el impacto, abrió los ojos al mismo tiempo que presionaba instintivamente el pedal del freno. Demasiado tarde. Ya se había llevado por delante al peatón… en un paso de cebra. Hecho un manojo de nervios, con el corazón propinándose cabezazos contra las paredes del pecho, arrimó el automóvil a un lado de la calle, junto al bordillo de la acera, y miró por el espejo retrovisor. La víctima, que parecía un anciano, estaba inmóvil en medio de la calzada solitaria. El impacto había sido brutal. Ya nada podía hacer por él. Como un autómata, aceleró. No había vuelta atrás. Acababa de matar a una persona y huía como un vil cobarde. Unos centenares de metros más adelante, acuciado por las imprecaciones de su voz interior, paró junto a un semáforo. Un acto de cobardía había puesto su vida patas arriba, al borde del abismo, pero quizás aún estuviera a tiempo de no precipitarse al vacío. Quizás. Durante unos minutos, cinco o seis, permaneció con las manos aferradas al volante, magnetizado por los avatares del duelo dialéctico que se desarrollaba en su cabeza. Una voz serena, con variopintos y certeros argumentos, le recomendaba entregarse a la Policía; otra, imperativa, le instaba a que se fuera a casa de una santa vez. “Lo has matado. Nadie te ha 83 visto, huye”, le apremió ésta. “Te ha visto alguien del que jamás podrás huir, aunque te escondas en el quinto infierno”, razonó aquella. Una ambulancia pasó a toda velocidad en dirección contraria entretanto Dámaso continuaba con la mirada perdida en el vacío, agarrado al volante, como una estatua de sal. Después, un después que para su víctima se hizo eterno, reaccionó. Había tomado una decisión. A unas decenas de metros de la Comisaría Central de Policía, sonó la música discotequera de su teléfono móvil, la cual, en esos momentos, se le antojó una marcha fúnebre. Era Lola, su esposa, quien, con la voz entrecortada por la angustia, le exhortaba a que fuera urgentemente al domicilio de sus padres. —Ha ocurrido una tragedia. —¿A qué te refieres, Lola? —Tu padre, incapaz de conciliar el sueño, ha salido a estirar las piernas por el barrio a las tantas de la noche… y… y, en un paso de peatones, ha sido arrollado por un vehículo. El conductor, un mal nacido, se ha dado a la fuga. —¿Está… muerto? —preguntó Dámaso con un hilo de voz. Por toda respuesta, oyó un sollozo al otro lado. Tres segundos, sólo tres segundos. PERICO Y PEPICO P P erico y Pepico, como era natural, nacieron desnudos. Sólo se distinguían porque Perico tenía más pelo y sus ojos eran más grandes que los de Pepico. A los pocos días, a Pepico lo llevaron a un palacete con jardines y servidumbre; a Perico, por su parte, lo condujeron a una casita de los 84 arrabales de Metrópoli. Volvieron a verse, tal y como habían venido al mundo, en la playa, dos años después; A Perico lo había llevado su madre empujando una silla de bebé durante dos kilómetros; el ‘Mercedes’ conducido por el criado había trasladado al arenal a Pepico y su progenitora. Cuando, poco tiempo después, comenzaron su trayectoria como aprendices escolares, Perico emprendió la carrera varios palmos por detrás de Pepico. Tal vez algún día, a base de esfuerzo incansable y muchísima suerte, neutralizaría la desventaja. Tal vez. EL DÍA DE LA SOMBRA A A quel día aceptó la derrota, y ese día, el de la mayoría de edad, supo que la luz a veces es velada por la sombra. LA LUZ INEXTINGUIBLE C C ada vez que ella se marchaba, sus ojos se apagaban como un vitral en la noche; cuando ella regresaba, sus ojos resplandecían como el sol de otoño. Un día, ella no volvió. No podía hacerlo. Fue entonces cuando él descubrió en el fondo del fondo la luz inextinguible: el recuerdo imperecedero de su madre. ESE ES ÉL L L o miró con aires de superioridad, quizá de lástima. Qué iluso. El hombre que yacía agarrotado en la cama era el bailarín que a diario representaba El lago de los cisnes en el 85 Teatro de los Sueños, y el que disputaba un partido de fútbol en San Mamés y el que surcaba los aires con Saint-Exupéry y el que luchaba contra los molinos de viento en un lugar de La Mancha… Sí, era él, el que asimismo escribía historias a diario de hombres que terminan en una silla de ruedas y paralíticos que trepan hasta la cima del Everest. Le gustaría correr con sus propias piernas, pero se sentía orgulloso de que sus neuronas corrieran tanto. POR DENTRO —Le veo como siempre —le dijo el joven veinteañero, ex discípulo suyo, al encontrarse con él en la vía pública. Y el alma del hombre sonrió en silencio. Qué poco sabía el muchacho sobre lo mucho que había crecido el maestro durante todo este tiempo. LA DIVISIÓN INFINITA P P rimero se separó Arriba; para no ser menos, después lo hizo Abajo; más tarde, Izquierda; luego, Derecha; después de después, el Sureste y el Noreste y el Noroeste y el Suroeste. Ocho nuevos países donde antes sólo había uno. Ahí no acabó la cosa, ya que, al cabo de unos pocos calendarios, en Arriba se independizaron los Otros, y en Abajo, Aquellos, y en la Izquierda, la Derecha, y en la Derecha, la Izquierda… Porque si unos invocaban derechos ancestrales, todos podían invocarlos, ¿o no? Así comenzó la División Infinita. 86 EN EL MONTE —Ayer fui al monte. —¿Y qué te dijo? —¿Quién? —El monte. —¿Y qué me iba a decir el monte? Pues nada. —Entonces fuiste al monte, pero no estuviste en el monte. EL CUENTO LARGO DE TARZÁN —Cuéntame, mamá, el cuento de Tarzán y el cocodrilo Glotón. —Pero, Adrián, si te lo conté ayer. —No importa. —Y es muy largo. —Por eso quiero que me lo cuentes hoy otra vez. “Para que esté a tu lado más tiempo”, susurró la madre mientras el niño cogía la mano de la mujer y se la llevaba al pecho, cerca del corazón de Tarzán. LA MERCANCÍA N N o contemplaba las puestas de sol para recrearse en ellas, sino para convertir el espectáculo en una mercancía. Era un escritor mercenario. 87 ALARDEADOR Q Q uería destacar y no sabía cómo. Pero le sobraba el dinero, así que empezó a comprarse ropas de marca. LO MEJOR DEL MUNDO “¿Cómo se las arreglará el mundo para vivir sin mi madre?”, se preguntó la niña mientras besaba por última vez la frente de la mujer que le dio la vida. LOS LIBROS OLVIDADOS A A ntes de dormirse, se adentraba imaginariamente en la Biblioteca de los Libros Olvidados. Cada noche hojeaba y ojeaba al menos una decena. Al día siguiente, hablaba en clase de los libros que había visto en su incursión fantástica. Era la manera que el profesor de Literatura tenía de contribuir a que las letras olvidadas fueran recordadas al otro lado del ensueño. EL PELIGRO DE MIRAR A LOS OJOS —No mires fijamente a los ojos, nunca, si no, te arrepentirás —le dijo la dama encargada de vestir santos. Hoy, de manera fortuita, ha mirado fijamente a los ojos de un hombre. Se ha enamorado. Y no se ha arrepentido. 88 UNA PALABRA SOLA L L a palabra “sola” en medio de una novela de cien mil palabras, se sintió una insignificancia. “No soy nada”, se dijo en su soledad. El autor la oyó. —Sin ti, no llegaría a las cien mil palabras. —Una palabra, nada más. —Que completa toda una obra. —Bah. —Si te suprimo, la protagonista no se quedaría sola, y ya nada sería lo mismo. Sería una obra incompleta. Y “sola” se sintió en la gloria de las cien mil palabras. LA GUITARRA DE LA BELLEZA S S e afanaba en tensar correctamente las cuerdas de la guitarra; de su excelso trabajo dependía la calidad de la música que interpretara el guitarrista; de la música del guitarrista dependía el arte; del arte dependía la belleza…, la belleza que confería grandiosidad al arte del amor: lo mejor de la vida. EL CALLEJÓN DEL DESTINO A A l día siguiente de perder todo, después de prorrumpir en mil sollozos y diez mil lamentos, se lanzó a la calle sin rumbo fijo, sólo por comprobar si existía el destino o en realidad se trataba de una milonga, una más. Al octavo día de errar por los cuatro puntos cardinales de la capital, desembocó en un callejón sombrío. Un perro 89 labrador le salió al encuentro agitando la cola. —¿Tú también has perdido el rumbo, criatura? —preguntó al chucho mientras acariciaba su hocico. —No —respondió a su espalda una voz femenina—; Sansón no ha perdido ningún rumbo; está donde debe estar; usted, en cambio, sí lo ha perdido. ¿Me equivoco? —Acierta. He perdido todo, absolutamente todo. —Casi todo. ¿Viene? —¿A dónde? —Por aquí. Éste no es un callejón sin salida. NADIE NECESITA A UN EBANISTA L L o suyo siempre había sido trabajar con las manos. Era ebanista, y muy bueno. Sin embargo, su empresa de toda la vida había cerrado, y él, a sus cincuenta años, estaba en el paro. La prestación por desempleo le daba para comer, nada más. Recorrió infructuosamente todas las fábricas de muebles de la provincia ofreciendo sus servicios. Nadie necesitaba un ebanista, y menos de cincuenta años. Estaba perdido... O no. De joven había pertenecido a un grupo de música que estuvo a punto de alcanzar la fama. Así que sacó la guitarra del baúl de los recuerdos, y se puso a tocar en la puerta de una iglesia; junto al sombrero de paja que usaba para ir a la playa, colocó un letrero con la siguiente leyenda: “Soy un ebanista desempleado y sé tocar la guitarra. Nadie necesita a un ebanista… ¿A un guitarrista tampoco? Tú dirás”... Se cuenta que un niño de once años, al oír su música, depositó en el sombrero del hombre los dos euros de su paga semanal. 90 LOS BURROS DEL PARAÍSO E E l burro era el animal favorito de su cónyuge. La viuda, desde que él falleció seis meses atrás, a pesar de vivir en una gran ciudad, ve burros por todas partes, animados e inanimados. Pasa por delante de una tienda de regalos, y, en el escaparate, un burrito de porcelana la mira con ternura. Enciende el televisor, y en el noticiario informan que la reina ha visitado el centro de protección de burros. Anteayer, la mujer fue al cine por primera vez desde que murió su marido, y, claro, a los pocos minutos, el falso culpable huía de la policía a lomos de un burro. Anoche, la viuda soñó con que su hombre, desde el otro mundo, le hacía una visita relámpago y le revelaba un sensacional secreto: “En el paraíso hay más burros que humanos”. “Tú estás allí entonces, ¿no?”, le preguntó la mujer en el sueño. “¿Dónde?” “Con los burros”. Y en ese momento, un rebuzno truncó el sueño de la mujer. Abrió los ojos… y… ¡El paraíso! EL MOMENTO DEL DESTINO D D e camino hacia su destino —paso a paso, letra a letra—, el hombre se detuvo junto a una fuente a descansar. Fue entonces cuando, flotando en el agua, vio la luz, su luz. No había más destino que el aquí y ahora, el momento en el cual se descubre la eternidad. Minutos después de muchos momentos, el hombre reanudó la marcha; el destino seguía sus pasos. 91 INSPIRA, PIENSA S S e sienta en la ribera del río, bajo un sauce llorón, apaga el teléfono móvil, acaricia la hierba, inspira, espira, entorna los párpados, se recrea en el paisaje interior… El dinosaurio le mira embelesado. LLUVIA DE PALABRAS H H acía más de un año que no caía una gota en Recóndito, el pueblo de las montañas, y los lugareños miraban con nostalgia y pesar el cielo, contumaz en su nitidez azul. “Ay, la lluvia”, se lamentaban un día y otro los viejos del lugar entretanto los niños, ajenos a la sequía, levantaban una nube de polvo propinando patadas al balón en una calle aledaña. El escritor errante y solidario, informado de lo que acontecía en el pueblo montañero, se desplazó a la localidad con un equipaje ligero: un zurrón, un cuaderno y un par de bolígrafos. Sentado en un banco de la Plaza Mayor, rodeado de lugareños, tras fijar la vista en el cielo, empezó a juntar palabras en el papel. Se trataba de un microrrelato ambientado en un municipio de interior en el que hacía más de un año que no caía una gota de lluvia. Una tarde, entretanto el escritor escribía sentado en un banco de la Plaza Mayor, repentinamente, unos nubarrones de letras encapotaron el cielo, y, a los pocos minutos, un impresionante chaparrón mojó y remojó las calles de Recóndito, el pueblo de las montañas. El microrrelato del escritor errante llevaba por título “Lluvia de palabras en el pueblo de las montañas”. 92 EL PARAÍSO DEL CORAZÓN S S ólo pedía una señal para mantener la esperanza. Se conformaba con muy poco, le bastaba con ver fugazmente el lugar en el cual se encontraba su hijo de seis años, recientemente fallecido. Sólo eso. Y es que la mujer albergaba el temor de que el niño, sin bautizar, hubiese sido recluido lejos del paraíso. Fue tanta la perseverancia de la mujer, que el mismo día en el cual se cumplía el primer aniversario del fallecimiento del chiquillo, un par de minutos antes de la medianoche, un vozarrón atronó la habitación en la que la madre luchaba a brazo partido con el sueño. “¡Mira, mujer!” Abrió los ojos en medio de la oscuridad, y vio lo que anhelaba ver. Su hijo se mecía en un columpio, al ritmo del palpitar de unos poderosos músculos, mientras tarareaba una canción, la canción que le cantaba su madre cada noche. A partir de ese día, la mujer durmió como una bendita hasta el final de sus tiempos, con el paraíso dentro de ella, en su corazón. EL FRUTO VESPERTINO L L as frases se le resistían esa mañana a pesar de sus continuos esfuerzos. Por la tarde, sin embargo, la prosa surgió fluida de entre sus dedos: la prosa que el esfuerzo aparentemente improductivo de la mañana había propiciado. EL UNO DEL OTRO P P rimero emergió Uno, el actor, un hombre con una planta envidiable. 93 “¡Maravilloso!”, exclamaron los espectadores que llenaban el teatro. Después surgió el Otro, el dramaturgo, alguien de aspecto sencillo. “¿No decís nada?, se encaró Uno con el público. “Él me engendró. ¡Lo sencillo es maravilloso!”, gritó Uno ante la mirada tierna del Otro. Y el público prorrumpió en una estruendosa y prolongada ovación. EL VISITANTE TEMPRANERO E E l timbre de la puerta de la imaginación del autor sonó a hora temprana: era un personaje. —Pasa, amigo, estás en tu casa. EL ABUELO MELCHOR H H acía ya dos años que conocía el secreto sin secreto de los Reyes Magos. Entonces, ¿cómo era posible que, al abrir los ojos después del sueño, se encontrase con el Rey Melchor plantado junto a su cama y, además, luciendo los rasgos faciales de su abuelo difunto? —¿Eres tú, abuelo, o estoy soñando? —Pues claro que soy yo, Gabriel. Hoy, hago del Rey Melchor. Tú verás si sueñas o estás despierto. El niño se frotó los ojos una, dos, tres veces, y volvió a ver lo que había visto. —No puede ser… Tú, tú… 94 El abuelo, a la sazón el Rey Melchor, posó suavemente el índice artrítico en los labios del chiquillo. —Puede ser porque ves lo que de corazón quieres ver. No es la primera vez que vengo a verte, y espero que no sea la última. El otro día estuve en el parque, muy cerca de ti. —¡Eras tú! Por eso pensé en ti cuando el viejo muy viejo pasó por delante de mí con un libro en la mano. —Te equivocas, Gabriel. El viejo muy viejo pasó por delante de ti porque tú pensaste en mí. CHOPIN EN EL MATADERO E E l hombre de frente prominente, enfundado en una bata blanca, desde la cumbre de sus ojos azules metálicos, dirigió una mirada despectiva al torso del muchacho que formaba parte del grupo variopinto de viajeros que acababa de descender del tren de mercancías, y, al instante, señaló con un brusco ademán de la barbilla la dirección de la izquierda. Ni siquiera hizo mención de utilizar el estetoscopio que colgaba de su pecho. ¿Para qué? El adolescente, de dieciséis años recién cumplidos, supo al instante lo que el gesto del hombretón significaba. Aunque había procurado ahogar la tos que pugnaba por emerger de la caverna de sus pulmones durante los breves segundos que el ángel de la muerte lo escrutó, la enfermedad que padecía resultaba imposible de disimular. Se la oía, se la veía, se la palpaba… No había duda: la dirección de la izquierda conducía a las bóvedas que albergaban esas cámaras de gas de las que tanto había oído hablar durante el infernal viaje de tres días por ferrocarril, el destino que los dirigentes nazis reservaban 95 a los reclusos cuyas condiciones físicas les impedían trabajar como animales de carga más allá de unos pocos días, acaso unas horas, quizás unos minutos; y de allí, según se rumoreaba, sólo se salía convertido en humo, cenizas o pastillas de jabón. Dos centenares de metros separaban a la columna de los condenados de la siniestra construcción en la que la muerte afilaba malévolamente su guadaña. El día había amanecido con un espléndido sol que invitaba a disfrutar de la fiesta de la vida, y, en efecto, algunos disfrutaban (y mucho) recreándose en el espectáculo del martirio ajeno. En aquel tugurio diabólico, además de la humanidad, se había pervertido hasta la mismísima muerte. Ésta no se limitaba a matar; se solazaba matando, mataba solazándose. El joven tuberculoso, mientras andaba al paso que marcaban los desdichados que lo precedían en la hilera, una pareja de ancianos encorvados que de vez en cuando juntaban sus manos temblorosas, observaba a hurtadillas a los hombres uniformados que, provistos de porra y látigo, caminaban como autómatas en los flancos, cual si fueran marionetas accionadas por una misma voluntad. Conforme el joven arrastraba los pies hacia la cámara mortuoria, increíblemente la esperanza, a la desesperada, fue proyectando un haz de luz en la oscuridad que envolvía su alma como un sudario. A pesar de las abrumadoras evidencias, se negó a creer que sólo le quedasen unos pocos minutos de vida. ¿Y si, al contrario de lo que rumoreaban incluso las buenas lenguas, el camino de la izquierda conducía a la salvación y el de la derecha a la extinción? La respuesta a su ingenua pregunta la tenía delante de sus narices, a medio metro, encarnada en el viejo rengo que a duras penas mantenía la verticalidad. A un anciano así, sin fuerzas ni para sostener un trapo para limpiar 96 el polvo, el hombre de la bata blanca no lo habría salvado del exterminio. Pero el muchacho, en su delirio esperanzador, aferrado a una vida bisoña ahíta de futuro, no veía a un viejo laboralmente inútil, sino a un veterano científico, flamante Premio Nobel de Física, al que los nazis pretendían extraer hasta la última neurona de su privilegiada sesera con objeto de que diseñara el arma secreta que les proporcionase “in extremis” la victoria en una contienda que parecía abocada a una inapelable y humillante derrota. Aunque el muchacho era consciente de que los esputos de sangre que escupía a menudo contra la palma de la mano eran el síntoma inequívoco de la tuberculosis que consumía sus pulmones, una enfermedad que, incluso en unas condiciones sanitarias óptimas, apenas le concedería unas remotas probabilidades de alcanzar la frontera de la vejez, estaba convencido de que la imponente figura del estetoscopio no lo había oído toser ni una sola vez. Y si lo hubiera hecho, ¿qué importancia tendría? Él no era un pobre desgraciado incapaz de ofrecer al mundo algo más que su buena voluntad; él era un artista de portentoso talento, un cultivador de bellezas sublimes, como así lo había calificado un sector de la crítica, un músico que había empezado a labrarse un nombre entre los melómanos del país. La tuberculosis le conduciría prematuramente a los brazos de la muerte, sí, pero, antes, seguro que le permitía vivir unos cuantos años, y unos años, en un artista de extraordinario talento, equivalen a la eternidad. Además, sus potenciales verdugos estaban al corriente de que era un prestigioso pianista que, a sus dieciséis años recién cumplidos, había ganado el concurso nacional de jóvenes intérpretes de Renania, él mismo se lo había comunicado a los hombres de la gabardina negra que lo habían detenido en el 97 conservatorio y también a los soldados que, a las pocas horas, lo habían metido a empellones en el vagón, si bien sus palabras, al ser pronunciadas sin solicitar permiso, le costaron unos cuantos porrazos y puntapiés. Los nazis no tendrían ningún escrúpulo en deshacerse de un adolescente tuberculoso que no sirve para trabajar como esclavo, pero jamás eliminarían a un genio capaz de arrancar a las teclas del piano la música de los dioses. Eran nazis, sí, pero también alemanes. Y los alemanes aman las bellas artes en general y la música en particular. El tanatorio en forma de bóveda se encontraba a medio centenar de metros de la columna de cadáveres ambulantes. Detrás del muchacho, una madre, entre beso y beso, le cantaba una nana al crío que sostenía contra su seno. “¡Qué voz más dulce!”, exclamó para sus adentros el joven músico mientras acompañaba mentalmente el canto de la mujer con la música que tocaba en su piano imaginario. “Una madre no le cantaría una nana a su niño si supiera que lo conduce a las entrañas de la muerte”, se arengó en medio del delirio desoyendo la severa voz interna que pugnaba por enfrentarlo con la cruda realidad: “O precisamente la mujer le canta una nana a la criatura para que los sueños de la vida y la muerte se fundan en uno… Reza, es lo mejor que puedes hacer”. El músico, sin embargo, con la cabeza erguida, no percibía la tenebrosa mole abovedada, sino que sus ojos, elevándose por encima de las alambradas electrificadas que circundaban el campo de exterminio, ascendían hasta la cumbre más alta de la cordillera que se perfilaba en lontananza, allí donde, contra el azul del cielo, aguardaba el futuro que había imaginado desde que tenía uso de razón, tal vez antes. Se vislumbraba en medio del escenario del teatro de su localidad natal interpretando su tema predilecto, La polonesa heroica, 98 de Chopin, con sus padres, sus hermanos y su mejor amiga, a la vuelta de unos pocos calendarios su prometida, entre el público que abarrotaba la sala, embelesados todos ellos con las notas musicales que desgranaban sus portentosas manos… Un golpetazo seco en la espalda interrumpió abruptamente el recital del pianista. —¡Adentro, perro judío! Les habían obligado a entrar desnudos en una estancia iluminada sólo por la luz balbuceante de una bombilla adherida al techo alrededor de la cual se distinguían varios cabezales de duchas. ¡Duchas! Sí, eso es lo que era: una sala de duchas, fría y aséptica, pero nada más que una sala de duchas. Dentro de unos segundos, saldría a borbotones el agua que disolvería todos los miedos que poblaban de espectros la estancia. Ya. La bombilla parpadeó unos segundos antes de apagarse… Hombres, mujeres y niños empezaron a proferir unos gritos desgarradores mientras algunos de ellos aporreaban las paredes y la puerta. Otros, resignados a la fatalidad, se ovillaron en un rincón. Ante aquella muerte, era inútil luchar; sólo cabía rezar. El músico, mientras tanto, recostado contra la pared, abrió la boca en busca de aire; se ahogaba sin remisión. Luego, enseguida, ya, reinó un envenenado silencio en la cámara. Era el final, o, tal vez, no. “¿Y si el final fuera el principio?”, se preguntó el pianista entretanto, rodeado de cuerpos agonizantes, movía los dedos de sus manos en el aire, hechizado por la música de su dios particular, Chopin, quien, desde el otro mundo, acunaba el sueño eterno de su joven admirador con la pieza favorita de éste: La polonesa heroica. 99 LA FAMA —Tienes dotes para ser un gran escritor —le dijo el profesor del Taller Literario. —¿Y seré famoso? —Es posible. A lo mejor había hallado por fin su camino. Él pretendía alcanzar la fama como fuese, y si un experto en Literatura le aseguraba que podía convertirse en un gran escritor, seguro que lo sería. Pero no lo fue. La fama en el arte no se busca, se encuentra con esfuerzo y paciencia, mucha paciencia. Algo que el hombre con dotes artísticas no estaba dispuesto a aportar. Buscó la fama por otros derroteros, y se topó con la popularidad. PUENTE EN LA PLAYA C C uando el joven suicida se disponía a arrojarse al vacío desde el puente romano, sonó el teléfono móvil del escritor. ¡Era ella! Y le decía que le quería. “¡Me ama!”, exclamó eufórico el escritor volviendo raudo a sentarse delante de la pantalla. El suicida le miraba desde las letras, como esperando la orden de su creador. Pero éste, embargado por la sensación más hermosa de la vida, borró la palabra “puente” y la sustituyó por “playa”, y el suicida, claro, se convirtió en un socorrista. 100 EL ÚLTIMO BESO E E l primer beso de él fue el último que ella recibió, pero en ese beso cupo toda una vida. La joven judía murió en la cámara de gas con el amor entre los labios. VIAJE A LA ETERNIDAD C C orrió en pos del horizonte que, a lo lejos, se recortaba contra el cielo. Cuando alcanzó la lejanía, sin aliento, comprobó que el horizonte se había evaporado. ¿Dónde se habría metido? Miró hacia atrás, y lo vio justo detrás de él. El futuro era ahora su pasado, ¿o sería el pasado su futuro? Fue entonces cuando decidió volver sobre sus pasos, pero sin perder de vista aquello de lo que se alejaba. Y el futuro y el pasado se fundieron en un presente eterno. EL CONSEJO DEL ESCRITOR —¿Cuál es el mejor consejo que puede darme para ser escritor? —preguntó una voz de entre el público al Premio Nobel de Literatura, cuando éste terminó la conferencia que pronunció en la Biblioteca Nacional de Metrópoli. —Escribe. —¿Eso es todo? —Casi todo. Escribe y tacha. —Pues vaya. —Si lo hubieras escrito, tendrías que tacharlo. 101 LA CUMBRE DE ABEL E E l mismo día en que Adrián se negó a ponerse pantalón corto, su padre, ex pívot de baloncesto, le instó a que escalara hasta la cumbre de la montaña. —Es la hora, hijo. —¿A qué montaña te refieres, papá? —A la mía, sube por mi cuerpo y trata de coronar la cima. —Eres muy alto y podría caerme. —Puede que sí, puede que no. Sólo tienes una manera de averiguarlo: intentarlo. Abel, que admiraba a su progenitor tanto como lo amaba, no se hizo de rogar. Tomó carrerilla para coger impulso, brincó y, aferrado a la hebilla del cinto que sujetaba los pantalones del hombre, se propulsó hasta las solapas del cuello de la camisa; respiró hondo, soltó una mano, balanceó el brazo y, zas, ya había aferrado el hombro derecho; volvió a tomar aire antes de probar con la otra mano. ¡Sí! La cumbre estaba ahí, a un salto; osciló las piernas a izquierda y derecha, una, dos tres, veces, y arriba; ya estaba en la cima. Qué éxtasis. Pero el éxtasis suele durar muy poco, a veces ni siquiera unos segundos. Al mirar en torno a él, le entró vértigo. Alzó la vista; el cielo estaba próximo, casi podía tocarlo con las yemas de los dedos. En las bajuras, la espesa niebla que envolvía los pies de la montaña le impedía distinguir con nitidez el suelo. Además, la cumbre empezaba a moverse, como agitada por un huracán. —¡Cuidado, papá! —exclamó. Demasiado tarde. El estornudo del gigante le había hecho perder el equilibrio y, justo cuando el niño, convencido de que se precipitaba al vacío, iba a proferir un grito de terror, unas alas surgieron de sus hombros. La niebla se había disipado y 102 lucía un sol radiante; abajo, en el jardín de casa, su padre le lanzó un beso. LA NOCHE DEL AMOR L L a luz se fue de repente convirtiendo la noche en tinieblas; pero ni a él ni a ella les importó. En lo más oscuro de la noche, el amor es amor, y, a veces, incluso es Amor. A PRECIO DE ORO V V endió sus recuerdos a precio de oro, y, luego, con el oro, no pudo comprar ningún recuerdo. AMOR EN LA LUNA —¿Te casarás conmigo? —le preguntó por enésima vez el joven de pelo rizado a la muchacha de ojos verdes. La muchacha, que empezaba a estar cansada de la insistencia del joven, le dio una respuesta inapelable, si bien la endulzó con una metáfora poética para no herir la sensibilidad de su enamorado. —El día en que toques la luna con la yema de los dedos, me casaré contigo. Una semana después, el joven de pelo rizado se presentó ante la muchacha con una sonrisa de oreja a oreja. —¡Te casarás conmigo! —anunció, eufórico. —¿Qué te ocurre? ¿Has tomado algún brebaje? 103 Los ojos del muchacho parecían más grandes que de costumbre, y muchísimo más hermosos. Brillaban como dos luceros. —He tocado la luna con la yema de los dedos. —¿Ah, sí? ¿Cuándo? —Esta noche, en el sueño. EL VIAJE DE UNA PALABRA L L a palabra, surgida espontáneamente de la memoria, en el momento de aparecer en la pantalla del portátil, ignoraba el grandioso destino que le aguardaba. Dentro de unos meses, brincaría alborozada en el corazón de una persona que, en los momentos en que ella fue escrita en el ordenador, se encontraba a dos mil kilómetros de distancia. Una persona que, a falta de nombre propio, llamaremos lector. EL ENCANTO DE UN MAESTRO L L e encantaba enseñar. Por eso se afanaba tanto en aprender, para que el encanto no degenerara en rutina. Enseñar también lo que aprendía, no sólo lo que en su día aprendió. Ahí radicaba el encanto del maestro. EL AMOR DE LOS DEFECTOS E E lla tenía tantos defectos o más que él. Quizá por eso, por sus defectos, ella y él se unieron primero y se amaron 104 después. Quizá. Lo único seguro es que, al unirse y amarse, o al amarse y unirse, descubrieron, atónitos, que cuantas veces se miraban, veían reflejados en los ojos del otro la perfección de los defectos. UNA FORMA DE VIVIR U U tilizaba los platos de barro como si fueran de plata; se dirigía al estúpido como si fuera inteligente; vivía cada día como si fuera el último. A veces, las convicciones de otros le hacían variar las suyas. Carecía de estudios oficiales, sólo contaba con la experiencia que había adquirido en el quehacer cotidiano. Qué mujer, la abuela. LA NOCHE MADURA E E ra el episodio de su juventud que más y mejor recuerda, quizá porque marcó un antes y un después en su vida: el día de su decimosexto aniversario. Incluso, hace unos meses, en su faceta de escritor, plasmó las vivencias de ese inolvidable recuerdo en un cuento en el que él desempeñaba el papel de protagonista. La realidad inspirando la ficción, la ficción alumbrando la realidad. Para siempre. LA NOCHE MADURA M M aría José Fuentes, con el cabello prematuramente encanecido y el rostro surcado por profundas arrugas, a sus cuarenta años, yacía en la cama aquejada de un cáncer 105 de páncreas mortal de necesidad. La mujer, sin padres, viuda, con su única hermana emigrada a un país extranjero, sólo tenía a su unigénito: Lorenzo. Lorenzo Pacheco Fuentes, por su parte, además del cariño infinito de su progenitora moribunda, no tenía a nadie, sólo a él. Ese era el panorama familiar que se le presentaba a Lorenzo el primer día de las vacaciones de verano, pocas horas antes de cumplir los dieciséis años. —Me voy a dormir, mamá. Buenas noches. —Espera un momento, hijo. El muchacho se aproximó a la cabecera de la cama. —Dime, mamá. —Este verano, como habrás adivinado, tampoco iremos al pueblo… Apenas puedo levantarme de la cama. La evolución de la enfermedad va mucho más deprisa de lo que incluso los médicos más agoreros habían previsto. Pero no te preocupes, Lorenzo, he arreglado todo con mi hermana Ángela, la que vive en Alemania. Cuando yo… En fin, hijo, ella se ha ofrecido a… a… —la emoción truncó el discurso de la mujer. —Tranquila, mamá. Además, me viene muy bien quedarme en la ciudad este verano. Tengo muchas cosas que hacer. María José ladeó el cuello y ahogó un sollozo contra la almohada. Con la puerta de su habitación entreabierta por si acaso su madre lo llamaba, Lorenzo, antes de meterse en la cama, guardó en una caja de cartón todos los tebeos que poseía, y los libros de Roald Dahl, Michael Ende y Tolkien, sus tres autores preferidos, y las colecciones de cromos de Fauna Salvaje y Banderas del Mundo, que le legó su padre, y del Campeonato Mundial de fútbol, y las seis películas de animación y la trilogía de Regreso al futuro, y los muñecos de Superman, Batman y el 106 Hobbit, y el bote de canicas de colores. Luego, ató la caja con una cuerda y la depositó en el fondo del ropero. Lorenzo apenas durmió, casi seguro que no soñó. Esa noche, la noche que precedió a su decimosexto cumpleaños, puso el reloj de su vida en hora. Llevaba dos años de retraso. Por la mañana, muy temprano, emergió de la habitación enfundado en un traje de su padre difunto. Ya era mayor de edad. María José, con el rostro incluso más demacrado que la víspera, estaba con los ojos abiertos de par en par, como la encontraba su hijo cada mañana, por mucho que éste madrugase. El dolor convertía los minutos de sueño de la mujer en una empresa de titanes. —Feliz cumpleaños, Lorenzo. Qué guapo estás. Abrázame, corazón. Más o menos, a estas horas, hace dieciséis años, viniste al mundo. Cuando te tuve contra mi pecho, sentí algo inefable, algo... algo… Fue el día más feliz de mi vida. El muchacho se sentó en la cama, y se dejó acariciar por las manos trémulas de su progenitora. Ésta, tras sembrar el rostro de su hijo de ardorosos besos, trató de incorporarse. —¿Qué haces, mamá? —Pretendía darte tu regalo, pero creo que las fuerzas me han abandonado definitivamente. ¿Te importaría coger el bulto que hay debajo de la cama? Lorenzo se agachó y extrajo un paquete envuelto en un papel azul celeste adornado con motivos deportivos. —Es tu regalo de cumpleaños, hijo mío. El muchacho rasgó el papel que cubría una caja rectangular. Dentro se encontró con el uniforme oficial del equipo de fútbol de la ciudad. 107 —Muchas gracias, mamá —Lorenzo se inclinó hacia delante y depositó un largo beso en la frente de María José. —Le pedí hace unos días a nuestra vecina, Engracia, que te comprara la camiseta. Ella, tan servicial como siempre, accedió encantada, y no sólo eso, también puso el dinero que faltaba para completar el equipaje. Dale las gracias cuando puedas. Qué sería de nosotros sin una mujer como ella al otro lado de nuestra puerta… Si el regalo te disgusta, yo soy la responsable del desaguisado. Engracia se limitó a completar generosamente mi encargo. —¿Cómo va a disgustarme, mamá? Es justo lo que quería. —Pero, ¿qué llevas puesto, Lorenzo? Pareces todo un hombre. —Lo soy, mamá, he de serlo. —Por supuesto que sí. Tienes ya dieciséis años. —Hasta luego. Es probable que no vuelva hasta bien entrada la tarde. He cogido unas monedas de la hucha para comprarme un bocadillo y un zumo. —¿A dónde vas? —En busca del porvenir, el nuestro, mamá. —Ten cuidado, hijo mío. Lo tuve, madre. Jamás he olvidado el día en el que prematuramente me hice hombre, el día de… “La noche madura”. LA MUERTE EN BRAZOS L L levó en brazos a su propia muerte hasta el lecho mortuorio. Fue así como la muerte también formó parte de su vida. 108 EL VAGÓN DE LOS CONDENADOS E E l último día de mayo había amanecido en Metrópoli transformado en una cruda mañana de invierno. El cielo, cubierto de negros nubarrones, amenazaba lluvia, tal vez nieve, y soplaba un viento gélido que cortaba el aliento. Bajo tierra, el día era incluso más desapacible que en la superficie, sobre todo en el último vagón de la L-1 del metro, en el cual yacían hacinados, entre gemidos y quebrantos, los varios centenares de cuentos que estaban a punto de ser conducidos al patíbulo. Se trataba de textos que habían participado en el prestigioso certamen literario organizado por la Concejalía de Transportes de la localidad; no estaban todos los relatos concursantes, pero sí la mayoría de ellos. Como los juntaletras saben muy bien, en los dominios de la Literatura las obras que son leídas una sola vez por cada persona, aunque sean miles los ojos que recorran sus letras, tienen un mérito relativo, más bien escaso. El mérito se incrementa exponencialmente con el número de veces que son visitados por un mismo lector. Cuando el cuento alcanza las cinco relecturas, ya empieza a oler a clásico. Pues bien, en el último vagón del metro de la L-1, habían sido metidos a plumazo limpio los cuentos que no habían sido releídos ni una sola vez en la página ‘web’ donde se exponían los textos participantes en el reputado concurso literario. Aunque algunos de ellos habían sido leídos, a fondo o superficialmente, por cientos de usuarios, ninguno de éstos le había honrado con una segunda lectura. A los cuentos, que habían sido condenados a morir en la guillotina de una imprenta de las afueras de Capital, antes de la ejecución masiva, se les concedió un último deseo, el cual, 109 tras una breve deliberación entre los desgraciados, consistió en viajar todos juntos hacia el punto final en el mismo medio de transporte que había inspirado su concepción. De camino al patíbulo, sin embargo, aconteció un hecho que, incluso en un ámbito donde los milagros están a la orden del día (¿o acaso no es un milagro crear un mundo propio de la nada de un folio en blanco?), fue calificado de prodigioso. Sabedores de que vivían los postreros instantes de su malograda existencia, los cuentos, entretanto rumiaban sus cuitas con las letras caídas, al sentir el contacto literario de otros congéneres, paulatinamente se animaron a airear sus penas. Era la última oportunidad que se les presentaba de dejar constancia de su paso por la literatura, ¿por qué no morir entonces con las letras bien puestas? Todo comenzó inmediatamente después de que el tren echase a andar. En el fondo del vagón, recostado contra la puerta, un cuento lastrado por un final cruel y amargo, se animó a ceder una parte de sí mismo al colega que se apretujaba contra él, un texto de un final empalagosamente feliz; éste, a su vez, agradecido por la crudeza de unas palabras que conferían algo de realismo a un texto tan cursi como el suyo, correspondió al detalle regalando a su benefactor unas frases almibaradas que, de inmediato, colocadas estratégicamente en un par de párrafos, suavizaron la cruel amargura de éste. Estimulados por el ejemplo de los dos cuentos solidarios, otros condenados se animaron a dar una porción de sus entretelas, y otros y otros. Y como el que da, casi siempre recibe, ninguno de los ocupantes del vagón se quedó sin recibir, ya que todos ellos dieron algo de sí mismos. En los siguientes minutos, en el último vagón del metro de la L-1 se produjo un memorable intercambio que, a falta 110 de otro calificativo más certero, alguien, en un ramalazo de retórica, denominó ficcional; así, las carencias de uno eran compensadas con las redundancias de otro; el texto que iba recargado de calificativos, volcaba parte de ellos sobre un colega que andaba escaso de ellos; el cuento en el que proliferaban las metáforas, traspasaba unas cuantas al que se caracterizaba por su estilo hiperrealista y aséptico; el que abundaba en diálogos, cedía unos cuantos al que era meramente descriptivo… El último vagón del metro se había convertido en un hospital de campaña en cuyos quirófanos cientos de relatos eran sujetos agentes y pacientes de una gigantesca operación de cirugía narrativa. Cuando el tren suburbano llegó a su destino, cuarenta minutos más tarde, todos los cuentos condenados, ahora bendecidos por la gracia de varios congéneres, habían sido leídos y releídos, y, por lo tanto, estaban listos para concursar en otro premio literario, quizá en la siguiente edición del certamen de Capital. Habían compartido todas sus letras, y así no hay cuento que sea malo. Y lo que no es malo, siempre es releído. Les doy mi palabra. Por eso todos ellos, colmados de vida, emprendieron el viaje de vuelta a la estación de origen. El final era el principio. Habían sido indultados por la Literatura. EL DILEMA DEL PILOTO E E l avión de pasajeros, con el motor envuelto en llamas, estaba a punto de estrellarse contra la ciudad costera. Sólo el comandante del aparato podía impedir la tragedia. Para ello, debería dirigir la aeronave hacia el mar; morirían 111 irremisiblemente los cien pasajeros y los seis miembros de la tripulación; pero si no lo hacía, el aparato, al colisionar con la tierra, mataría a cientos de ciudadanos, tal vez a miles. A los cinco segundos de reflexión, el piloto se dirigió a los pasajeros: —Señores viajeros, les habla el comandante de la nave. Les ruego que se pongan el chaleco salvavidas que tienen delante de ustedes. Si alguno no sabe nadar que se aproxime a esta cabina. Dicho lo cual, el piloto dirigió el avión contra el mar. Abajo, no se distinguía ningún tiburón, sólo varios delfines haciendo cabriolas. Una buena señal. A SALVO DE INDISCRECIONES E E n cuanto tomó asiento en el vagón, se ajustó los auriculares y puso la pantalla del chisme electrónico delante de sus ojos. Una manera elocuente de expresar su deseo de que nadie le molestara con preguntas indiscretas o comentarios banales. Tenía por delante cinco horas de viaje. En la capital le aguardaba el cuarto de hora de gloria que tanto anhelaba. El hombre, otrora actor de postín, estaba invitado al programa de telerrealidad en el que relataría las desavenencias que mantenía con sus hermanos por el reparto de la herencia de sus progenitores. CIMA ABISMAL C C orrían malos tiempos para él. Pese a vivir en las alturas, se sentía un desgraciado. Excepcionalmente, la cima 112 constituye un abismo. Veía a todos desde las alturas, pero nadie lo veía a él. Sin los ojos de un lector, ¿qué sentido tiene la vida de un libro? EL OLOR DE LA SABIDURÍA E E l viejo lector visitaba una vez por semana la librería ubicada en el corazón del Barrio del Oeste, uno de los pocos comercios de la capital que aún conservaban el aroma a alcanfor. Aunque siempre adquiría alguno de los títulos que amablemente le recomendaba el librero, un sujeto con quevedos que parecía salido de las entrañas de una novela de Charles Dickens, el objetivo del viejo no radicaba en la compra, sino en percatarse de todo lo que le faltaba por leer. Y como le faltaba casi todo, cada semana su inteligencia se fortalecía con la verificación de su ignorancia. EL PRESENTE, SIEMPRE J J unto a ella, el presente siempre era presente. Por eso, cuando la mujer falleció, en la vida del hombre, la muerte se hizo eternamente presente. LOS OJOS LE GUÍAN L L as olas han volcado la barcaza, el niño bracea con desesperación; en medio de la oscuridad, unos ojos le muestran el camino que conduce a la salvación. Los ojos, tras 113 hacer lo que debían hacer, se adentran en las profundidades marinas; allí les aguarda el cuerpo sin vida de la mujer que no sabía nadar. El niño jamás olvidará esos ojos; forman parte de su ser. Los ojos de la madre. UNA VIDA CON SENTIDO —¿Cuál es el sentido de la vida, abuela? —Ser recordados con amor. —¿Por quién? —Por nuestros seres queridos. En mi caso, tú, por ejemplo. —Entonces, si tú me recuerdas con amor, mi vida, tendrá sentido. —Yo no te recordaré. No podré, pero confío en servir de estímulo a tus recuerdos. UNA MUERTE L L a Muerte le visitó por sorpresa en la flor de la vida. —¿Por qué? Yo todavía soy joven. —Porque a ti te ha tocado la muerte traicionera. Lo siento. —Entonces, la Muerte no es una sino varias. —¿Varias? Somos tantas como vidas hay. LA BÚSQUEDA P P oco antes de morir en la flor de la vida, la mujer pidió a su marido que, dentro de un tiempo, cuando los rasgos faciales 114 de ella estuvieran a punto de difuminarse en la memoria de él, saliera a buscarla por los lugares de la ciudad donde se habían conocido y se habían amado. Allí volvería a encontrarla. El hombre hizo lo que su esposa le pidió. A los diez años, cuando ya sólo podía recordar nítidamente su rostro ojeando el álbum de fotografías, la buscó por todas las calle de la ciudad. La encontró un año después de iniciar la búsqueda, en el vagón de un tren de cercanías. Estaba muy cambiada, pero era ella, aunque la mujer no lo sabía. EL NIÑO DE LA LLUVIA M M aría Consuelo no sabía qué hacer con Benjamín, su nieto de nueve años. Su hija le había pedido que cuidara de él las dos primeras semanas de julio, y la anciana, entusiasmada con la idea, se ofreció a quedarse con el niño, en la casa del pueblo de la costa, incluso durante todo el mes. Sin embargo, le habían bastado unos pocos días para percatarse del tremendo error que había cometido. Benjamín, exceptuando las horas de sueño y los minutos del aseo y las tres comidas, se dedicaba exclusivamente a jugar con la videoconsola. La madre del chiquillo no pareció preocuparse demasiado cuando la anciana le expuso el problema por teléfono. —¿Que está sentado muchas horas delante de la pantalla? Mejor para ti, mamá. Así te dejará tranquila. No le des importancia. Durante el curso, con las clases particulares y los deberes escolares, apenas ha jugado con la videoconsola. Tiene mono de pantalla. Déjalo que se desahogue. Está de vacaciones y ha sacado muy buenas notas. 115 Pero la anciana sí que le dio importancia, ella sí. Al octavo día, colmada su paciencia, no pudo contenerse más. —Estás en un pueblo precioso y hace un tiempo magnífico, Benjamín. ¿Qué haces todo el día metido en casa pasmado frente a una pantalla? Sal a la calle a hacer de niño. Al otro lado de la calzada, tienes un parque con columpios, pista de baloncesto y una amplia extensión de césped donde los niños juegan al fútbol. ¿No te gusta el fútbol? Benjamín, transformado en un héroe que debía recuperar con urgencia los planos de un arma secreta cuyo extravío podía poner al planeta al borde del apocalipsis, ni siquiera dirigió una mirada a la mujer. —¿No puedes dejar la videoconsola aunque sólo sea un minuto? —¿Hablas conmigo, abuela? —el niño pulsó la tecla de pausa del mando a distancia. —¿Con quién voy a hablar? Sólo estamos tú y yo en la vivienda. —¿Sucede algo? —preguntó Benjamín, volviendo a reanudar el juego. —¡Benjamín! —bramó la anciana, sorprendiéndose a sí misma por el voluminoso estruendo de su voz. De la impresión, al niño se le cayó el mando al suelo. —Menudo susto que me has dado, abuela. ¿Qué te pasa? —A mí no me pasa nada, es a ti a quien le pasa. Escucha —dijo la anciana, en un susurro, extendiendo el índice hacia la ventana entreabierta. —¿Qué he de escuchar? —Shhh… El sonido de la vida en la calle. Alguien acaba de marcar un gol… —¿Y? 116 —Y los pájaros trinan en los árboles, y una niña tararea una canción mientras salta a la comba… ¿Los oyes? Benjamín aguzó el oído. —Los oigo —dijo al cabo de unos segundos—. ¿Quieres decirme algo más, abuela? —Estoy esperando a que tú me digas algo a mí. Mejor dicho, a que lo hagas. —Ni sé qué decirte ni lo que deseas que haga. Dímelo luego y seguro que lo hago y lo digo, pero ahora déjame que siga buscando los planos de la fórmula secreta. El mundo corre un grave peligro. —Los planos te estarán esperando cuando vuelvas de la calle. —Y dale con la calle, abuela. Aquí estoy bien. —Al aire libre estarás mejor. Además, puedes contarles a los niños de la urbanización qué estratagemas estás empleando para encontrar los planos secretos cuyo robo ha puesto al mundo al borde del abismo; quizás alguno pueda ayudarte a recuperarlos. —Si me ayudara alguien, entonces no sería yo el que los recuperase. —¿Cómo que no? —No. Sería yo con otro. La anciana giró sobre sus talones y se dirigió a la cocina. Esperaría dos días más y si su nieto, pasado ese tiempo, seguía sin reaccionar, tomaría medidas drásticas. Las cosas continuaron igual durante las siguientes cuarenta y ocho horas. En cuanto desayunaba y almorzaba y merendaba y cenaba, Benjamín, erre que erre, se plantaba delante de la pantalla del monitor a buscar fórmulas secretas y a combatir la maldad de los innumerables malvados que 117 poblaban el atormentado mundo que reflejaba la pantalla. A media mañana del décimo día de la llegada del niño al pueblo, la anciana, rebosada su paciencia, desenchufó el aparato. —A la calle. Puedes jugar un rato con la videoconsola después de comer, y también los días de lluvia. —Quiero jugar ahora. — Ahora, no. ¡Fuera! —¿Y qué hago en la calle, abuela? —Esa es una de las preguntas más tristes que me han formulado en toda mi vida, Benjamín. —Dímelo. ¿Qué hago? —Cruza la calzada y dirígete al parque. En el vestíbulo, junto al paragüero, te he dejado un balón. Utilízalo para jugar al fútbol. —No me gusta el fútbol. Ya te lo he dicho. —Pues juega al baloncesto. —Meter la pelota en una canasta… Qué cosa más tonta. —En cuanto encestes varias veces, adiós tontuna. Empieza a practicar. —¡Quiero jugar con la videoconsola! La mujer, adoptando el gesto más severo de su repertorio, señaló con el índice el pasillo que conducía al vestíbulo. —Creo que está lloviendo, abuela. —Está nublado, pero no cae ni una gota. ¿A qué esperas? Arrastrando los pies y lloriqueando, Benjamín abrió la puerta de la calle y se sentó en el soportal de la casa. A los cinco minutos, la abuela, a través de la ventana entreabierta del salón, oyó una voz aguda muy familiar que cantaba una cantilena del año de Maricastaña. “Que llueva, que llueva, 118 la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, las nubes se levantan. Que sí, que no que caiga un chaparrón con azúcar y turrón…” LA FE EN EL AMOR —¿Te quieres casar conmigo? —preguntó la mujer. —No —respondió el hombre. —¿Y dentro de un año? —No lo creo. La mujer compuso un gesto de consternación. —Pero, como sabes, soy un incrédulo —añadió él. —Y yo tengo mucha fe. LA ÚLTIMA DESPEDIDA S S e despidió de ella en la habitación y en el pasillo del vestíbulo y bajo el dintel de la puerta y en el rellano de la escalera. —¿Por qué te despides tantas veces? —Quiero darte tiempo para que evites que me despida para siempre… Adiós. Ahora es la definitiva. “Si se hubiera despedido también en el portal, no lo habría perdido para siempre”, se lamentaba la mujer meses después, sumida en la nostalgia más amarga, la que no admite el consuelo. 119 ALUMBRAMIENTO A A guzó el oído interno y escuchó lo que le decía su memoria… A los dos minutos, pulsaba con energía las teclas del ordenador portátil. Su pensamiento acogía múltiples voces que alumbraban otras tantas perspectivas, pasadas, actuales y futuras. Estaba embarazado de una historia. PESCADOR GLOBALIZADO T T enía una barca de pesca con la que conseguía lo necesario para vivir. Pero un día llegaron de Europa unos barcos enormes que esquilmaron los peces de la zona. Desesperado, vendió su barca para poder pagarse el visado que le permitiría emigrar al extranjero. Volvió un año después, como miembro de la tripulación de un arrastrero gigantesco que faenaba a cincuenta millas de la costa de su pueblo natal. EL PÁLPITO DE LA SOLEDAD U U n infarto de miocardio fulminante lo mató a traición. Se fue sin que ella le pudiera decir lo mucho que lo amaba. Pensaba decírselo, pero fue retrasándolo y retrasándolo, hasta que ya fue demasiado tarde. Y ahora el lugar de él ha sido ocupado por el vacío de la soledad. La soledad absoluta, la que nunca encontrará la compañía deseada. 120 No obstante, por si acaso, mirando al vacío, la mujer pronunció las palabras que tenía que haber dicho días o semanas atrás: “Te amo, Rafael”. Sorprendentemente, el corazón de la mujer, al pronunciar estas palabras, dio un brinco. No estaba sola, nunca lo estaría. EL LUGAR DE SIEMPRE E E l hombre deambula por las calles de la capital, desde que termina su jornada laboral, a primeras horas de la tarde, hasta el anochecer. —Si me buscas, yo te encontraré —le dijo ella, hace casi un año, en la estación, cuando se despidieron con premura, después de compartir varias horas de viaje en un tren de largo recorrido. —¿Dónde? —preguntó él, ansioso. —Tú sabrás. Camina. Desde entonces, el hombre camina todos los días, a la buena de Dios, siempre con los ojos fijos en los ojos que le miran. Sus pasos, hoy, guiados por una corazonada, le conducen al andén número uno de la estación de ferrocarril. Una mujer, con una maleta entre los pies, le sonríe abiertamente. —Te he encontrado yo —exclama él. —¿Estás seguro? Yo no te he buscado. Me he limitado a esperarte en el lugar de siempre. 121 CONSUELO PARA LOS ARTISTAS A A brió una consulta para consolar a los autores no leídos. Tuvo un éxito fulminante. La mayoría de sus clientes eran autores que encabezaban la lista de best-sellers. EMPEZAR DE CERO E E l empresario se quedó de una pieza cuando vio entrar a la mujer en su despacho. Indudablemente, no era la persona que esperaba. Una simple aspirante a secretaria no podía poseer semejante belleza. Imposible. —¿Es usted Rebeca Canales? —Sí, señor. ¿Le sorprende? —Le seré franco. Me sorprende y mucho. —Quizá le sorprenda todavía más saber que hasta la semana pasada fui prostituta, no de las que hacen la calle, pero prostituta al fin y al cabo. Aunque tengo estudios, las circunstancias me abocaron a ejercer el oficio más antiguo del mundo, tal y como proclama el tópico. Ahora, deseo empezar de cero. —De cero no empezará, pero empezará, se lo aseguro —le dijo el empresario con los ojos encendidos. Y allí mismo la mujer hizo su primera labor de secretaria. LAS ALTURAS D D esde el pasado, el joven vino a él, detuvo su recuerdo frente a sus ojos, y le hizo una reverencia antes de regresar a sus 122 raíces. El viejo, entonces, con los ojos convertidos en espejos, cogió impulso y, de un impresionante salto, se posó en su cima palpitante. LA FORMACIÓN DE UN ECOLOGISTA C C uando mordió el bocadillo, el muchacho, contemplando el pan que sostenía entre las manos, en una súbita inspiración, hizo un descubrimiento que marcó un antes y un después en su vida: sin el panadero que había elaborado el pan —reflexionó—, él no tendría el bocadillo entre sus manos, y el panadero, por su parte, no hubiese podido hacer su trabajo sin disponer de la harina que le había proporcionado el molinero, quien había realizado su producto con el trigo que había comprado al campesino… Y no hubiese habido ni trigo ni harina ni pan ni bocadillo sin la lluvia que moja la tierra y la luz del sol que insufla vida a la naturaleza. Cuando propinó el último mordisco al bocadillo, el muchacho se había convertido en todo un ecologista. LA PRUEBA Y LA EVIDENCIA —¡Eres bella! —dijo la mujer a su amiga. —Y tú, buena. —Tú tienes ventaja. —¿Por qué? —Porque yo tendré que demostrar mi bondad; tú, en cambio, sólo necesitarás que vean la evidencia. 123 LA CREACIÓN C C on los ojos fijos en la pantalla en la que parpadeaba la página de un periódico digital de economía, la mano izquierda ajustó el pendrive en el ordenador mientras que la derecha pulsaba el botón de encendido del escáner… Máquinas y más máquinas, un día sí y otro también, mañana, tarde y noche. “¿Esto es vida?”, se preguntó el ingeniero informático mirando lánguidamente a su derredor. “¡No!”, bramó una voz desgarrada salida de lo más profundo de sus esencias, tal vez de los sueños de su infancia. No fue un “no” cualquiera, fue el “no” que propició un “sí” de efectos balsámicos en la vida del hombre. Desconectó todos los aparatos, extrajo un cuaderno y una pluma del cajón del escritorio y, en los siguientes minutos, escribió lo que alguien dentro de él le dictaba. “La creación” fue su primer microrrelato. LA ABUELA DE LAS ESTRELLAS L L a abuela Adela, viuda desde hacía dos lustros, en el límite de la pobreza, se las arreglaba cada día para transformar su humilde morada en el hotel de las incontables estrellas. La paciencia y el ingenio convertían los limones en una dulce limonada, los trozos de pan duro en torrijas y sopas gatas, el cocido sobrante del almuerzo en el frito de la cena… La escasez, aliñada con amor, sabe incluso más sabrosa que la de cinco tenedores. Ésta compra con dinero lo que aquélla logra con ingenio y esfuerzo. Y no es lo mismo. Una deja a 124 su paso un placer menguante, la otra, la de las estrellas, una dicha inconmensurable. En vísperas de Navidad, la vieja mesa de madera que campeaba en el centro del salón de la humilde vivienda era transmutada por la abuela Pepa en una réplica del portal de Belén; con el papel azul metamorfoseado en los meandros de un río, el de estraza en tierra de labranza y el de plata en estrella brillante, unos trozos de cartón convenientemente adheridos hacían de cueva y unos pedazos de plastilina se transfiguraban en José, María, el Niño Jesús, la mula, el buey y los pastorcillos. En la fiesta de los Reyes Magos, la imposibilidad material de adquirir libros y juguetes para los dos nietos huérfanos, de cinco y nueve años respectivamente, que vivían bajo su techo, la anciana la suplía con los cuentos y las leyendas que inventaba o rememoraba y con las figuras de cartulina y trapo que creaban sus portentosas manos, unas modestas obras de arte que hacían las delicias de los pequeños. La casa, transformada en una fuente inagotable de amor, milagros culinarios y múltiples hazañas artesanales, pronto se convirtió en un centro de peregrinación para los vecinos más curiosos del lugar. Nadie necesitaba llamar a la puerta, ya que ésta se abría con el silencio. Y, aunque parezca mentira, a la abuela Adela sólo la Literatura le ha erigido un monumento: éste que ha llegado a su punto final. MATICES DEL AMOR É É l y ella, sentados en la orilla de la playa, se miraban intensamente a los ojos: estaban enamorados; un minuto 125 después, acariciados por la brisa marina, él y ella miraban hacia el mismo punto del horizonte: se amaban. CUANDO ELLA QUERÍA L L a veía. Estaba muerto, pero la veía. Sólo a veces, y cuando ella quería. Todos a quienes se lo contaba lo miraban con condescendencia, como si se dijeran: “Pobre hombre, es tanta la añoranza que siente por su mujer ausente, que hasta sufre alucinaciones”. No comprendían nada, ojalá que nunca tuvieran que comprenderlo. Sólo la veía cuando ella quería… ¿Querría también mañana? LO INMEJORABLE R R epasó el texto horas y horas, durante días, semanas y meses. Al año, tras releer el cuento por enésima vez, el escritor se dio por satisfecho. Ya no podía mejorarlo más; había alcanzado la belleza de la sencillez. LOS MISMOS PERSONAJES E E l dramaturgo escribió dos obras con idénticos personajes. La primera fue una comedia; la segunda, una tragedia. Aquélla terminó con la boda de la pareja protagonista; ésta, una tragedia, comenzó justo donde había terminado la comedia. 126 EQUÍVOCOS E E lla le suplicó que no le enviase ningún texto más. “¿Por qué?”, le preguntó lacónicamente él en un correo electrónico. “Porque no puedo dormir”, respondió ella. “¿Acaso te producen pesadillas mis relatos?”, inquirió él. “Tonto. No me dejan dormir porque leo y releo y releo.” UNA PALABRA A A unque era una de las palabras más débiles del diccionario, en la voz de aquella mujer sonó como un ciclón. —Mi debilidad es mi fuerza. UNA LÁGRIMA L L a tormenta trajo la lluvia que remojó su alma reseca. Fue entonces, con el libro abierto entre las manos, el libro escrito por su mujer difunta, cuando por fin pudo derramar una lágrima. Cayó justo en la primera línea. Empezaba una nueva vida. SUEÑOS UNIVERSALES C C ada medianoche, miles de criaturas saltaban de las estanterías, abrían la puerta de la librería Universal y se dirigían hacia los sueños de quienes los habían ojeado y hojeado durante el día. 127 LA LUCHA DE DOS LECTORES C C uando se hacía de noche en la Biblioteca Universal, Anna Frank se dirigía a los estantes en los que estaban colocados los libros de ensayo, y extraía uno de los dos ejemplares del volumen titulado “Mi lucha”, de Adolf Hitler, y reanudaba su lectura. Adolf Hitler jamás se movía de su sitio. A él sólo le interesaba un libro: el mismo que leía Anna Frank. LA FIESTA S S u memoria se había convertido en un coladero por el que se escurrían casi todos sus recuerdos; se había olvidado de vivir y de lo que había vivido; pero se acordaba de algo, de la fiesta de su sexto aniversario, una fiesta con globos de colores, serpentinas tartas y velas. Y ahí se quedó, hasta el final, en la alegría de la inocencia. LA AUSENCIA HERMOSA C C uando le llegó la hora de la ausencia, todo se hizo hermoso en el recuerdo. La ausente había dejado una honda huella en sus seres queridos. Y como es sabido, la huella honda en la memoria es conocida, en el otro mundo, como la belleza indeleble. 128 MIENTRAS DURE EL DESEO E E speraba su llamada mañana, tarde y noche, todos los días de las últimas semanas. Él dijo que llamaría cuando estuviera dispuesto a volver. Ella esperará esa llamada mientras desee que vuelva. EL ABRAZO DE UNA AMIGA L L a amiga, de mediana edad, trataba de insuflar ánimo al viejo escritor, achacoso y enfermo. —Ha llegado usted a ser elegido académico de la lengua, un honor al que muy pocos llegan. Es para sentirse orgulloso. —A este viejo escritor le enorgullecería más ser abrazado por una amiga. La amiga abrazó al académico. Un abrazo preñado de sentimiento. Y el viejo, entonces sí, se sintió orgulloso de hacerse merecedor de semejante abrazo. LO PRIMERO DE TODO C C omo la pobreza se había abatido sobre ellos, no les quedó más remedio que plantar un huerto con sus propias manos. Después, con perseverancia y esfuerzo, vino todo lo demás: la adquisición de nuevas tierras, los peones, los tractores, el invernadero, el chalé con piscina, los coches deportivos, los pisos en Madrid, París y Londres, la barca de recreo, los viajes a países exóticos… Cosas sin importancia. Lo mejor quedó atrás, plantado en el primer huerto: la ilusión. 129 LA LIBERACIÓN E E l cuerpo de la mujer estaba inmóvil, pero su alma se había marchado. “¿Dónde se encontraría?”, se preguntó el anciano. Una noche ella lo miró fijamente, no era la mirada extraviada de otros días, ésta despedía un fulgor extraño y a la vez familiar. El hombre se puso las gafas para ver de cerca, y entonces la vio con nitidez. Estaba ahí, dentro, tal vez en lo más hondo, atrapada, esperando pacientemente el día en que por fin pudiera volver a ser quien era. El día en que la noche oscura la librara de la prisión de su cuerpo marchito. EL TRAJE DE ALGUIEN E E n lo más profundo de su ser anhelaba convertirse en alguien, pero como era consciente de ser un don nadie, se vestía de acuerdo a lo que creía que era. Esa mañana, como tantos otros días, se puso la timidez de chaqueta y la modestia de pantalón, y salió al encuentro del mundo. Cuando cruzaba la Plaza Mayor del pueblo, un par de transeúntes le hicieron sendas reverencias. “Qué sensación más placentera”, se dijo el hombre mientras se abotonaba la chaqueta de la timidez y se embutía las manos en los bolsillos del pantalón de la modestia. EL ESCUCHADOR MISTERIOSO G G uardaba silencio porque no tenía nada que decir. Lo curioso era que los demás le hablaban continuamente. Pronto le colgaron la etiqueta de gran escuchador; incluso ante su pertinaz silencio, fueron muchos los que se acercaron 130 a él deseosos de escuchar sus palabras. Así fue como el hombre silencioso empezó a hablar, pese a que no tenía nada interesante que decir. Desde entonces, no calla. PRESENCIA AUSENTE C C uando ella desapareció engullida por la multitud, su imagen, con una fuerza incontenible, emergió en su pensamiento y en su corazón y en todas las células de su ser. Cuando estaba presente, él se encontraba ausente, abstraído en sus asuntos laborales y de faldas; pero, ahora, con ella desaparecida, tal vez de manera definitiva, el hombre se percataba de que el recuerdo de su mujer siempre estaría presente en su vida, a todas horas, todos sus días, para martirizarle por sus constantes ausencias. EL ELEFANTE DE MADERA —Mañana, probablemente me moriré. Ya va siendo hora —dijo el abuelo a su nieto predilecto, un muchacho de dieciocho años. El joven hizo un ademán con el brazo, como diciendo: “Qué cosas dices, abuelo”. El viejo entregó al joven un elefante de madera. —Lo tallé hace años. Es mi animal preferido. Tuyo es. —Gracias, abuelo, pero… —Mañana, en cuanto esté muerto, no vayas a visitarme al cementerio. Allí sólo habrá huesos. Si te apetece decirme algo o echarme un ojo, habla o mira al elefante. Lo hice con mis propias manos. Ahí estaré yo. —En tu obra, abuelo. 131 LA INVOCACIÓN DE LA MEMORIA C C uando sintió la cercanía de la muerte, pugnó por aferrarse a la vida, al menos unas semanas más. Guiado por este propósito, se dispuso a pedir a sus tres hijas que no le olvidasen nunca; pero, en el último momento, se mordió la lengua. Inopinadamente, la memoria que pretendía invocar le invocó a él: “Recuérdalas tú a ellas; ahí palpita la vida que anhelas”. Y, en sus últimos días, hojeando el álbum de fotos, se dedicó a recordar mañana, tarde y noche. Todas sus mejores vivencias recordó. Y la vida sólo necesitó unos pocos días para hacerse grandiosa, inolvidable, eterna. EL MOMENTO DEL CUENTISTA E E l germen de un cuento brotó de repente en su sesera. Lo anotó de prisa y corriendo en un trozo de papel. Ya le daría forma más adelante, ahora no estaba en su momento álgido. El más adelante se presentó al día siguiente. Demasiado tarde. El momento de ese cuento había pasado. Lo que escribió no se parecía en nada a lo que podría haber sido el cuento de haberse escrito cuando lo pospuso para más adelante. Y entonces escribió en su cuaderno de anotaciones: “Ahora es el momento. Una reflexión que, más tarde, le permitió escribir otros cuentos que alguien calificó de sublimes. 132 DOS MUERTOS —¿Estás muerto? —Sí. —¿Cómo puedes estar muerto si has respondido a mi pregunta? —Es verdad. Tal vez no esté muerto o… —¿O qué? —O quizá tú no estés vivo. —Si fuera así, si los muertos pudiesen hablar, entonces la muerte no existiría. Además, si yo te he matado a ti, ¿quién me ha matado a mí? —Yo… antes de morir Y se oyó un disparo. POMELO Y MANDARINA A A quella noche, al entrar dentro de ella, no la llamó Mandarina como otras veces; aquella noche, en silencio, la llamó Pomelo. El amor se había convertido en rutina. EL ÚLTIMO ACTO E E n el lecho mortuorio, el anciano compuso una mirada de piedad, acaso de perdón. Una mirada que encontró eco en los ojos del otro. El padre era el hijo, y el hijo, el padre. El tiempo cronológico había abdicado de sus dominios; en la estancia sólo prevalecía el tiempo de los sentimientos. Los dos hombres se redimieron al unísono. Era posible el perdón, era 133 posible el amor. Y la muerte lo entendió, por eso abandonó sigilosamente la sala en la que el padre y el hijo se fundían en uno. Ya volvería más tarde, cuando la memorable función hubiese terminado. EL AMOR, EL MILAGRO C C uando la mujer se disponía a marcharse para siempre, lejos, muy lejos, le dio la bienvenida al amor, otra vez. Fue una especie de epifanía en la que el tiempo puso patas arriba sus recuerdos presentes y virtuales. Vio el futuro, sin él, y entonces, el presente, con él, se convirtió en el futuro. Al oír por el megáfono la voz que anunciaba la inmediata salida del tren, bajó precipitadamente la escalerilla del vagón y se arrojó en los brazos del cónyuge. El hombre, con la vista fija en el tren que se alejaba, mientras sentía el brazo de ella ceñir su cintura, se sintió embargado por una sensación que, traducida en palabras, a él, el otro él, le hubiera parecido una cursilería, y que ahora, que volvía a sentir la indescriptible sensación de ser amado por la mujer a la que amaba, a la que hace un minuto creía haber perdido para siempre, esa certeza se le antojó la verdad de las verdades. El milagro es el amor, el amor es el milagro. LA TERCERA PATA C C omo tenía salud y amor, se dedicó con toda su alma a hacerse de dinero, la tercera pata del banco de su felicidad. Así fue como, en los siguientes años, en su porfía por acumular 134 un capital, perdió el amor y la salud. Los millones atesorados le permitieron luego rodearse de mujeres, que no de amor, y de médicos, que no de salud. LA OTRA PANTALLA N N o tenía televisor; prefería entretenerse mirando por la ventana que daba a los columpios del parque: el mejor programa. LA RESPUESTA DEL GORRIÓN P P oseía un palacete de gran valor arquitectónico y un Porsche deportivo y la mayor parte de las acciones de la empresa familiar; y, lo más importante de todo, la escultural modelo que nadaba en la piscina le decía un ciento de veces cada día que estaba enamoradísima de él; además, en el último año, había adelgazado los diez kilos que su cuerpo demandaba para exhibir la musculatura de un atleta… Y, sin embargo, no era feliz. ¿Por qué? ¿Por qué? El eco de la trascendental pregunta le llegó al gorrión que sesteaba en una de las ramas del sauce llorón que sombreaba parte del césped que delimitaba la piscina; el pájaro, espabilado por el segundo por qué, respondió con un hermoso trino. El hombre oyó el canto del gorrión, pero no lo escuchó; la espectacular mujer que emergía de la piscina reclamaba toda su atención. 135 EL CUIDADO DEL MUNDO —Cuida de mis tiestos —le pidió la madre moribunda a su hija. —¿Te refieres a las plantas que adornan el balcón, mamá? —Sí, plantas parecidas a esas las heredé de mi madre, tu abuela… ¿Lo harás? —Pues… —la hija parecía dudar antes de comprometerse. —El cuidado del mundo es un hábito que se hereda —añadió la madre entre jadeos. —Lo haré. El mundo, por el momento, seguía teniendo a alguien que lo cuidara. UNO Y LOS OTROS A A l relacionarse con los otros, se descubrió a sí mismo. Ahora, cada vez que se sumerge en sus adentros, conoce a quienes le permitieron conocerse a sí mismo: los otros. LA ESENCIA DE UNOS OJOS S S intió unas ganas irrefrenables de inmortalizar en una imagen el momento en que ella le miró con aquellos ojos, de aquella forma. Después, contemplando la fotografía, supo el porqué. El esplendor de los ojos de la mujer provenía de su olor a esencia profunda. 136 VACACIONES DE FONDO L L as vacaciones, demasiado cortas, llegaban a su fin. Los quince días, como siempre, habían transcurrido demasiado pronto. La última noche, en la estantería del salón del apartamento que había alquilado su familia, el muchacho se topó con un libro cuyo título llamó poderosamente su atención: “Correr”, de Jean Echenoz. A él no le gustaba mucho leer, pero sí correr. Leyó la primera página. Zatopek, el nombre le sonaba. Sí, era un atleta de la primera mitad del siglo XX. Se acomodó en el sofá con el libro entre las manos. Lo cerró ya de madrugada. Había recorrido la vida entera de Zatopek, probablemente el atleta de fondo más legendario de todos los tiempos, en menos de tres horas de lectura, en la última noche de sus vacaciones de verano. Esa noche, aprendió algo muy importante que enriquecería los siguientes decenios de su vida: que las vacaciones, por muy cortas que sean, se alargan hasta el infinito si, a ratos, uno se sumerge en un libro. EL VUELO DIARIO E E l muchacho, con las piernas inertes, como cada mañana, arrimó su silla de ruedas a la ventana de la habitación, en su casa de planta baja, cerró los ojos y, tras hacer acopio de energías, se visualizó a sí mismo poniéndose en pie, cogiendo impulso y… Un día más se dio un morrocotudo trompazo imaginario. Mañana, a primera hora, volvería a intentarlo. Mientras no se sintiera derrotado, las circunstancias no le habrían vencido. 137 LA ALTURA DE PABLO —¿Cuántas veces he de decirte que no te subas al árbol, Pablo? —No lo sé, mamá. —¿Por qué lo haces? —Porque así estoy más cerca del cielo. —Ten cuidado, hijo mío. MUECA HERMOSA I I nsiste en que no es tan hermosa como él la ve. —Mis ojos no mienten —repite el hombre. La mujer arruga el entrecejo y reproduce una mueca. —¿Qué ven ahora tus ojos? —A la hermosura haciendo una mueca con el ceño fruncido. LA LUZ S S e ha quedado solo en la cabaña durante un tiempo, el suficiente para escuchar el silencio y ahondar en sus adentros. ¿Le dirá algo el silencio? ¿Verá algo nuevo en sus entretelas? El silencio calla, el interior habla; el silencio habla, el interior calla. Así, paulatinamente, el silencio ha ido poblándose de sonidos que surgen de un interior luminoso. En el silencio estaba la luz, su luz. 138 LA LEGALIDAD DEL AMOR —No tengo trabajo ni perspectivas de tenerlo —confesó el inmigrante del otro lado del Mediterráneo a la mujer peninsular que decía estar enamorada de él. —No me importa, Omar. Yo te quiero. —Dicen que soy ilegal, María. —Careces de unos documentos, nada más. Ya los tendrás. Lo importante es el amor que siento por ti. —¿Hablas en serio, María? —Mírame a los ojos, Omar, para que escuches bien lo que te voy a decir: eres el amor de mi vida. Y Omar, sin papeles, sin trabajo, sintió que no se había equivocado de destino: estaba en el paraíso. EL SEGUNDO PRIMER BESO C C uando se dieron el segundo primer beso, se convencieron de que el primero era peor que el segundo, o dicho con más propiedad, menos sabroso que el segundo. Y entonces, claro, continuaron con el tercero y el cuarto y… Hoy se besan de vez en cuando y, en ocasiones, el primer beso resurge del fondo sin fondo de sus caricias, y, arrebatados por la pasión recuperada, vuelven a besarse como la segunda primera vez, la mejor de todas. LA RAZÓN MARAVILLOSA —Eres maravilloso. Por eso te amo. —Si tú supieras… 139 —Si yo supiera, ¿qué? —Que soy maravilloso desde que me amas. UN LASTRE LIGERO E E l bote se hundía por el excesivo peso; había que arrojar lastre. El náufrago se quedó con unos paquetes de galletas y unas botellas de agua, y lanzó por encima de la borda casi todo lo demás: los zapatos, el cinturón, la mochila, los cigarrillos, el mechero, el licor, los libros… Sólo se quedó con una novela: “Robinson Crusoe”. GRANDES E E ran pequeños y hermosos y fuertes también… cuando se juntaron. ESPEJOS A A l mirarse en el espejo, la vio a ella; mientras tanto, ella le miraba a él al mirarse en otro espejo. EL BESO PATRIOTA H H ablaba una lengua extraña y su piel era cobriza, pero sus besos tenían el sabor de la patria, la de ella y la de él, también la de todos. 140 EL OTRO DEL AUTOR E E l personaje iba desarrollándose a golpe de experiencias en lo que podía considerarse una novela de formación. Lo curioso es que cuando el autor concluyó la obra y se miró casualmente en el espejo, no se reconoció. Era otro… mucho mejor. EL COLOR DE LA BRISA I I ntentaba una y otra vez, sin éxito, colorear la brisa del mar… Queriendo ser un pintor, se había convertido en un poeta. UN BURRO DE LEYENDA A A l ver al burro, ese burro, el autor pagó por él mil euros, una medalla de oro y un reloj de plata. Luego, inspirado por el animal, escribió su mejor novela: “El otro Platero y yo”. ELLA, POR FIN HALLADA B B uscaba el amor sin saber que ya lo había encontrado. El día que cumplió los cincuenta años, tras cinco lustros de búsqueda, por fin reparó en ello. Ese día, su razón se enteró de las razones de su corazón. Estaba enamorado de su condiscípula de colegio, quien también fue su amiga de instituto y universidad y su vecina en los últimos treinta años. Sólo necesitó que ella se alejase por la acera cogida de la 141 mano de otro hombre para darse cuenta de que había estado buscando lo que nunca había perdido. —¡Lucía! —exclamó desde el dintel de la puerta de su casa. Y Lucía giró la cabeza y le sonrió al mismo tiempo que soltaba la mano que la enlazaba. ELLA, EN EL ESPEJO C C ada vez que ella se despedía de él, el hombre corría al espejo a admirar la belleza que el amor había dejado en los ojos que lo habían visto. LOS OJOS DE ASÍS L L a joven lectora, que había alzado unos segundos los ojos para masticar el párrafo que acababa de leer, creyó sufrir una alucinación. El hombre que había entrado en el vagón del tren era idéntico al que se había forjado en su imaginación mientras leía el último relato del libro de narrativa que sostenía entre sus manos. Lo observó fijamente: mediana edad, cabello castaño ondulado, manos de pianista, mirada nostálgica… Acuciada por la curiosidad, se dirigió al asiento que estaba libre junto al personaje. —Discúlpeme, señor, le voy a hacer una pregunta que probablemente le sorprenderá, pero le aseguro que no es mi intención tomarle el pelo. —Entonces, no me lo tomarás. Pregunta lo que quieras. Ojalá pueda responderte. 142 —¿Es usted Asís, el protagonista del relato “Los ojos de Asís”? —Ese soy yo —dijo el hombre inclinando levemente la ca beza. —Mi nombre es María… ¿Qué hace usted en la vida real? —¿Vida real? Estoy donde siempre he estado, María. Eres tú quien está en mi relato. —Entonces, punto final. LLUVIA DE PALABRAS E E n cuanto la mujer del tercero se asomó a la ventana, le cayó encima una lluvia de palabras. El vecino del cuarto, poeta, había sacudido la alfombra. ESPECTÁCULO FELINO C C uando llegaba la noche, el gato se agazapaba en un rincón de la cuna para observar lo que concebía como el mejor espectáculo del mundo: el discurrir silencioso del bebé por entre las nubes algodonosas del sueño. DEMASIADO L L os dos hijos del banquero, aún niños, tenían una habitación tan grande y con tantos juguetes, que cuando jugaban al escondite, jamás se encontraban. 143 LAS DUDAS DEL ESCRITOR —Este libro es el mejor que ha escrito —sentenció el crítico literario. —¿Qué quiere decir? ¿Que los anteriores no eran buenos? —preguntó el escritor engreído. ALUCINADO S S oñó con una mina rebosante de abundantes tesoros. Cuando despertó y abrió los ojos a la realidad, sólo vio cosas vulgares, así que se imaginó que su casa era una mina. Ahora lo llaman el Alucinado. Pero tiene una mina llena de tesoros. AL GALOPE E E l niño de piel tostada con quien nadie quiere jugar se monta en el caballo verde del tiovivo, aferra las riendas y apremia al cuadrúpedo a que galope más rápido. El paraíso de su tierra natal les espera. UN TELÉFONO PARA EL DIFUNTO A A ntes de que el difunto fuese enterrado, la mujer introdujo en el bolsillo del hombre un papelito con su número de teléfono. Por la mañana temprano, una melodía despertó a la mujer. Sonaba el teléfono. 144 ANTES DE LA PSICOLOGÍA E E l niño, invocando al sueño, sintió lo que años más tarde reformularía con estas palabras: “No valía lo suficiente para persuadir a mi madre de que pasara más tiempo conmigo”. Dicen que con ese niño nació lo que la Psicología, siglos más tarde, retrospectivamente llamaría Autoestima. VIDA EN RENGLONES C C erca del final, se compró un libro blanco para anotar todo lo que recordase de la que había vivido. Los garabatos sólo llenaron una página. “¿Tan poco he vivido?”, se preguntó apesadumbrada. No encontró respuesta hasta días más tarde, cuando alguien, cuya voz le recordó a su madre en un momento y a su padre en otro le dijo: “En la página escrita del libro blanco resaltan los recuerdos más hermosos; los otros, los que confieren ejemplaridad a éstos están hechos de sudor y esfuerzo”. EL PRIMER SUEÑO “¿Por qué no abrirá los ojos mi padre? ¿Seguirá arras trando sueño después de dos días seguidos durmiendo?”… “No se despierta hoy tampoco… ¿Existirá entonces el sueño eterno?”. Dicen que estos fueron los pensamientos del primer hombre que vio a un congénere muerto. 145 CONCIENCIA DEL DOLOR E E laboró su dolor y lo convirtió en un pensamiento enunciado y, entonces, tuvo conciencia del dolor. Y se rebeló, para que otros no sintieran un dolor tan fuerte como el suyo: el dolor de la injusticia permanente. UN HUÉRFANO ESPECIAL C C uando, a base esfuerzo y coraje, se hizo famoso, conoció a los que decían que eran sangre de su sangre, o sea: al padre biológico, a los tíos, a los primos… A la madre, no; a la madre la conoció cuando él nació y ella murió. AMANECER NOCTURNO N N o temía la noche oscura. Hacía unas horas, había contemplado la aurora, y llevaba el amanecer consigo. EL CHÓFER DE BALTASAR E E l camello se desplomó a un kilómetro de su destino; había cumplido su ancestral deseo: morir con la joroba puesta. Baltasar, tras abrazar al animal, se transformó en un autoestopista; pronto sería medianoche, y debía visitar infinitos hogares. —¿Le dejo en algún sitio? —le preguntó un conductor. —En todos. 146 —Suba. —Llevo prisa, así que vaya despacio —pidió al automovilista. —¿Bromea? —Lo importante es llegar. —¿Aunque sea tarde? —Conduzca, que de la hora me encargo yo. —No entiendo nada. —A los Reyes Magos no hay que entenderlos, hay que creer en ellos. Y el chófer redujo la marcha. UN SUPERVIVIENTE Ú Ú ltimamente, nadie lo contemplaba, ni siquiera le dirigían una mirada fugaz; no obstante, se sentía orgulloso de ser quien era: un superviviente de innumerables purgas. Cada vez que entraba un nuevo inquilino en la casa, otro salía; y él llevaba más de veinte años viviendo bajo el mismo techo. ¿Se decidiría alguien a cogerlo entre sus manos para volver a sentir la inefable sensación de sentirse útil? Alguien que le concediera la oportunidad de lucir sus galas, las que engalanan el interior, no exclusivamente la fachada. Alguien, un lector. LA CULTURA E E scuchando la canción del verano, recordó una frase atribuida a Sócrates. Entonces, supo que la cultura que le habían enseñado, él la había hecho suya. 147 LOS MÉRITOS DEL JUEGO E E ra el más enclenque y el más bajito y el más pobre, y, sin embargo, cada tarde, en la Campa de los Ingleses, se convertía en el más poderoso. El enclenque y el bajito y el pobre era un genio jugando al fútbol. EL EXCESO DE VELOCIDAD DE PAPÁ NOEL P P apá Noel, en su trineo motorizado, tomó la curva a excesiva velocidad y arrolló a un motociclista, quien quedó tendido en la calzada. El personaje mitológico se vio inmerso en un dilema moral de proporciones colosales, algo a lo que jamás se había enfrentado. Él se dedicaba a repartir alegría, no pena. ¿Qué hacer? Pronto sería medianoche, y si atendía al herido, no podría hacer su prodigioso trabajo. El motociclista gimió. “A freír gárgaras la Navidad”. Papá Noel, haciendo uso de sus excelsos poderes, se quitó la pelliza roja y se puso la bata de médico. MUERTOS MUY MUERTOS E E n el más allá, hay muertos que siempre están muertos. Son los olvidados. Nadie los recuerda en el más acá. 148 EL INMIGRANTE DEL CIELO E E l agente, con voz entrecortada, se cuadró ante el oficial. —Señor, uno de los sujetos, que acaba de saltar la valla, dice que no podemos devolverlo a su país. —¿No? ¿Por qué? —Porque asegura que es Jesucristo. —El andoba tiene razón. No podemos devolverlo tal cual. Dadle antes una buena soba. —¿Y si en realidad…? El oficial fulminó al subordinado con una mirada incendiaria. —¿Decía algo, agente? —¿Cuánto de soba? —Con un par de hostias tendrá suficiente. EL CAZADOR Y EL CIERVO D D e regreso a casa al término de una frustrante jornada de caza, al final del sendero del bosque, entre unos matorrales, el cazador se encontró con un ciervo que lo miraba fijamente a los ojos. El hombre retrocedió con sigilo unos metros, desenfundó la escopeta que llevaba colgada del hombro y, al apuntar al animal, vio lo que nunca había visto, no en un bosque, no en un rumiante. Se vio a sí mismo escrutando a un bípedo que le apuntaba con un arma de fuego. Entonces, enfundó la escopeta, giró sobre sus patas y se alejó a saltos por entre los matorrales. 149 EL ESPEJO DEL ARTE L L eyendo la poesía de su mejor amiga, al arquitecto se le ocurrió de repente el boceto de un palacio. Fue su mejor obra. Años después, inspirada en la belleza del palacio que había construido su mejor amigo, la poeta escribió su mejor poema. MIRADAS S S e miraban desde lo más profundo del alma, así él y ella se veían en todo su esplendor, pese a su ceguera o quizá precisamente a causa de ella. LOS OTROS P P atricia estaba deseando que oscureciese para huir de los gritos, la violencia, el miedo… Al otro lado, los otros siempre la aguardaban. ¿Por qué? ¿Cómo lo hacían? Los otros se limitaban a decirle que el secreto estaba en los ojos de Patricia. Bastaba con que ella alzase los párpados de golpe, para que ellos desaparecieran. En efecto, el secreto parecía estar en ella. Los otros, las criaturas del sueño, a veces con rabo y tridente, no podían revelarle que la preparaban para su aterrizaje en el otro planeta, el de la adultez, el de la venganza. 150 TRIGO EN LA SOMBRA U U n hombre corpulento y de rostro avinagrado sube al tren de cercanías y se sienta frente a la mujer que lleva a su hijo pequeño en brazos. En el momento en que el tren pasa por un túnel, el hombre mira distraídamente hacia el cristal y ve reflejados en él su rostro, sombrío, y el del crío, sonriente. El hombre gira el cuello lentamente hacia el niño, y sus ojos lánguidos se encuentran con unos inocentes ojos en los que palpita la expectación. El hombre vuelve a mirar por la ventanilla. El tren circula por entre campos de trigo. Un espectáculo maravilloso hasta para un rostro sombrío. EL VALOR C C laudia regresó cabizbaja del colegio, como si hubiese sufrido, con varios años de antelación, su primera decepción amorosa. —¿Qué te ocurre, hija? —le preguntó, solícita, su madre. —En el colegio dicen que no valgo nada. —Qué disparate. Vales muchísimo —le dijo la madre posando las manos en los hombros de la niña y mirándola fijamente a los ojos. —Eso lo dices porque eres mi madre. —En efecto, lo digo porque soy tu madre: la persona que mejor te conoce de todo el mundo. 151 MIS MEJORES CUENTOS L L a hija adolescente le hizo a su padre cincuentón, escritor vocacional, el regalo que éste, decenios después, en el corazón de la vejez, consideraría el mejor que le habían hecho en su vida. La joven le entregó a su progenitor un libro de pastas duras titulado “Mis mejores cuentos”. Cuando el hombre lo abrió, ante su sorpresa, comprobó que el tomo estaba formado por doscientas hojas en blanco. En los años siguientes, a base de observación, imaginación y trabajo, el libro se convirtió en lo que hoy es. —Mis mejores cuentos —me dijo el viejo muy viejo tendiéndome el libro. UN CORAZÓN POR CEREBRO D D ecían sus tres hijos, al unísono, que el cerebro de Madre tenía forma de corazón y, para demostrar el fundamento de esta ilustrísima metáfora, desgranaban algunas de las hazañas amorosas que había protagonizado la gran mujer, a cual más admirable, tal era el nutrido legado de recuerdos que había dejado Madre en la memoria de sus vástagos. Así fue como, sin llegar a conocerla, empecé a admirar a la mujer del cerebro encorazonado, y la admiré tanto que, decenios después, cada vez que escucho la palabra abuela, el cerebro mío empieza a palpitar. 152 EL MOMENTO DE UNA PAREJA E E l psicoterapeuta les pidió que rememoraran el mejor momento de su vida matrimonial. Con el semblante convertido en un jardín de primavera, ella recordó una tarde de junio en Sevilla, en la Torre del Oro, contemplando el río Guadalquivir mientras una agradable brisa le acariciaba la piel. Él se limitó a carraspear. Se había dado cuenta de que no había nada que hacer para salvar el matrimonio. El mejor momento de la mujer, el hombre lo recordaba como un día atroz. Jamás había pasado tanto calor en su vida. PASOS EN LA MEMORIA N N otaba ruidos en su cabeza desde hacía tiempo, como los pasos amortiguados de unos pies desnudos que caminan de puntillas para no despertar al durmiente. Consultó a tres neurólogos y a otros tantos psiquiatras, pero ninguno de ellos le dio una respuesta tan convincente como la que ayer le ofreció el jardinero de su urbanización. —Esos sonidos no son parecidos a los que producen unos pies desnudos. Son precisamente los ruidos de unos pies. —¿Bromea? —Sé de lo que le hablo. Son los pies de los congéneres que han compartido con usted algunos recuerdos dignos de ser recordados. Usted fue el coprotagonista de todos ellos, por eso lo buscan en su memoria. 153 DOS HOMBRES DIVORCIADOS A A unque los dos estaban divorciados y habían sido abandonados por sus respectivas mujeres y tenían menos de cuarenta años, eran diferentes en casi todo, también en la manera de afrontar el divorcio. El primero, profesor universitario, estaba sumido en la depresión; el otro, campesino, aunque se acordaba a menudo de su cónyuge, afrontaba cada amanecer con una enorme ilusión; aquél era erudito, éste era sabio. HAMBRIENTO S S ólo le quedaban en el armario de casa una lata de comida para perros, y el hambre le roía el estómago. Abrió la lata y se comió todo su contenido. Después, se sintió fatal, no a causa del contenido de la lata, sino porque no tenía nada que darle a su perro. EL NIÑO DEL DESARME E E l Palacio Multiusos de Metrópoli acogía la Conferencia Internacional sobre el Desarme. A los pocos minutos de comenzar el evento, un niño de unos ocho años llegó hasta la puerta del edificio, la cual estaba custodiada por varios soldados fuertemente armados. —Tenga, señor —envuelto en un pañuelo de seda, el chiquillo tendió un objeto a uno de los guardias. Era un juguete bélico. 154 —¿Y esto para qué? —Es el último cañón que me queda. LUZ EN LAS SOMBRAS S S e había ido la luz de la vivienda a causa de una avería. La joven universitaria, en medio de la oscuridad reinante, abrió los ojos hacia el único sitio donde podía ver algo: su propio interior. Increíblemente, en las siguientes horas, vio lo que nunca antes había visto, las luces y las sombras de su vida. Antes de que se restableciese el fluido eléctrico, tuvo tiempo de prometerse a sí misma que, a partir del día siguiente a la avería, en sus sombras también habría luz. LOS BESOS DE JUAN J J acinta, la vecina escritora, en una de las pocas veces en que llamó a la puerta de Juan, un hombre famoso en la comunidad por su contumaz laconismo, le dijo que hay silencios muy elocuentes y que algunos, los mejores, incluso besan. Unas palabras a las que Juan apenas prestó atención. “Otra metáfora almibarada de la buena de Jacinta”, se dijo para sus adentros. Pero una mañana, meses después, en una biblioteca pública, se percató retrospectivamente de que las palabras de Jacinta no articulaban una metáfora más o menos lúcida, proclamaban una de las grandes verdades de la vida. En una antología de narrativa, Juan leyó el cuento “El beso”, de Anton Chejov, y, nada más terminarlo, notó que su corazón se esponjaba ebrio de dicha; el silencio elocuente de 155 Chejov, había penetrado en sus entretelas. Desde ese día, Juan se convirtió en un prójimo afectuoso que repartía besos aquí y allá, a éste, a ése y aquél… Besos de palabra. LO QUE SABÍA EL PERRO C C uando él le dijo a ella que la abandonaba, el perro de la pareja le propinó un mordisco en la pierna. —El chucho, para ti. No lo quiero —vociferó el hombre antes de hacer las maletas. Ha pasado un año desde entonces, y no hay día en que el hombre no contemple con ternura la pequeña cicatriz que le dejó el mordisco del perro; le recuerda que a menudo los perros saben más que los humanos sobre el amor. Pero hay hombres que aprenden lo suficiente de los recuerdos de una cicatriz para volver a casa y pedir perdón con humildad y deseos de enmienda… Y algunos son perdonados entre besos y ladridos. EL HORIZONTE DE LA FELICIDAD C C ada atardecer, el niño, de siete años, se dirige a las afueras del pueblo; allí, recostado contra la fachada de la última casa del municipio, aguarda pacientemente con la vista fija en el fondo del horizonte. No tiene que esperar demasiado. Pronto, en un recodo de la vereda, aparecen varias personas que acaban de terminar su jornada laboral en el campo, entre ellas, una de rasgos inconfundibles. —¡Hijo! 156 —¡Mamá! —grita, eufórico, el niño mientras corre a arrojarse en los brazos de la felicidad. LA ALEGRÍA CELESTE C C ada vez que le invade la melancolía, cierra los párpados y, con los otros ojos, contempla la luminosidad del cielo mediterráneo que resplandece en su alma. En la belleza celeste siempre encuentra la alegría para reanudar el camino que le conduce al mundo que palpita bajo otros párpados, en los ojos del ser amado. UN PADRE Y UN HIJO I I ntuía que sería la última vez que vería a su padre con vida, y supo lo que debía hacer, alguien dentro de él lo guio. —Te quiero, papá. Eres y serás un espejo para mí. Diez palabras, sólo diez, para conferir sentido a noventa años de vida. El viejo, parco en palabras, con los ojos humedecidos, posó una mano en el hombro de su primogénito, y, luego de tragar saliva tres veces, dijo: —Tú eres lo que siempre quise ser. Y el hijo supo entonces lo que tendría que hacer para ser como debía ser. EL VIAJE ETERNO E E n un descuido de los guardias, la mujer subió al vagón. No podía dejarlos solos. Eran sus niños. La enfermera los acompañó hasta el final del camino, que fue el suyo también. Han 157 pasado más de setenta años desde entonces, y la estación en la que la enfermera cristiana subió al vagón que trasladaba a los niños judíos al matadero lleva un nombre bellísimo: Esperanza Flores, el nombre de la enfermera. En el recuerdo de sus compatriotas, Esperanza ha cumplido ya los cien años. Su viaje fue eterno. EL PRIMER Y ÚLTIMO BESO E E l avión pierde altura, por los altavoces se pide a los pasajeros que se pongan los chalecos salvavidas, una azafata corre por el pasillo, al fondo se oyen gritos de pánico… El hombre solitario, físicamente no muy agraciado, quien durante las dos horas previas se ha sincerado con la mujer bella del asiento contiguo, mira a ésta con ojos resignados, como diciéndole: “Hasta aquí hemos llegado”. El hombre poco tiene que perder, abajo nadie lo echará de menos, nadie lo ama; la mujer, en cambio, es madre de tres hijos, tiene dos hermanas a las que adora, y sobrinos y cuñados y amigos… Sus ojos, desorbitados, reflejan el espanto que le produce la inminencia de la muerte. El aparato sigue perdiendo altura. —A usted la llorarán sus seres queridos —susurra el hombre—. Nadie derramará una lágrima por mí. Vivo en soledad forzosa… Le voy a revelar un secreto: a mis cincuenta años, nadie me ha besado en los labios. Jamás. —Alguien, sí. La mujer, cuya principal cualidad es la generosidad, gira el cuello, inclina el tronco y besa largamente en los labios al hombre solitario. Va a morir como ha vivido: repartiendo generosidad a diestro y siniestro. Segundos después, antes de que el avión se estrelle contra 158 la montaña, la mujer es iluminada por el resplandor que irradia el hombre solitario, quien, en los últimos momentos de su vida, ha conocido la dicha. Por fin una mujer lo ha besado. EL SONIDO DEL ALMA A A l posar la mano en su pecho, sintió el sonido del alma. En una especie de lenguaje morse, le hablaba espaciando las sílabas y con una voz clara y pausada. “¡El corazón tiene alma!”, exclamó, eufórico, el viejo. “Mi corazón, sí”, agregó mientras se ponía a silbar la canción que le cantaba a menudo su madre. Era una nana. LA COSTA DEL MONTE C C uenta la leyenda que, de su viaje a la costa, el hombre de las montañas regresó con el mar dentro de sus adentros. Desde entonces dicen que cuando él, en la cima del monte, se baña imaginariamente en el mar, las montañas, convertidas en arena, son arrojadas por las olas a la orilla de la playa. LAS RAÍCES DE JACOBO E E l viejo muy viejo, con un libro bajo el brazo, titubea delante del vagón del tren de cercanías. La plataforma va atestada de viajeros. Una joven, de mirada limpia, al percatarse de los apuros del anciano, le tiende la mano desde el interior del convoy: “La ternura hoy también ha cogido el tren. Vamos 159 con ella”, lee el hombre en los ojos de la muchacha un segundo antes de resolver sus dudas. —¿Tenía miedo de subir? —le pregunta la muchacha. —Sí, los asientos están ocupados, y de pie lo paso fatal. —Agárrese a mi mano. Así. ¿Siempre lleva usted un libro consigo? —Este libro, sí —el viejo muy viejo señala con la barbilla el volumen que sostiene en la mano derecha. —¿Es valioso para usted? —El más valioso. Se titula Raíces profundas; son mis memorias, mi único libro, el último ejemplar que me queda. Recoge el testimonio de mis ochenta y ocho años de vida, lo más importante de lo que he aprendido y desaprendido, mis alegrías y tristezas, mis amores y desamores, mis éxitos y fracasos… Ya ve, soy un viejo vanidoso que está convencido de que, si no dejas tras de ti una estela de palabras, el mundo se perderá algo grande. Enviudé hace cinco años, tres meses y dos días, y, aunque Maite y yo lo intentamos con entusiasmo, no pudimos tener hijos. —¿Dónde puedo comprarlo? —inquiere la muchacha señalando el libro. —Está descatalogado. Toma, es tuyo. —Pero es su último ejemplar. —Por eso mismo. A mí me queda muy poco, los últimos coletazos. Esta noche, en el sueño, escuché la voz de mi mujer. Antes de su marcha, me prometió que se las arreglaría para avisarme con al menos unas horas de margen, y, como siempre, ha cumplido su palabra. —¿De qué le avisaría? —De que la Dama Negra ha partido en mi busca. Llegará esta madrugada. 160 —La Dama Negra… ¿La Muerte? —Sí. Mucho gusto, señorita. Me llamo… —Jacobo Salazar —completa la joven observando la portada del libro—. Raíces profundas. Qué título más hermoso. Comenzaré su lectura hoy mismo. Por lo tanto, dentro de un ratito, Jacobo pasará a formar parte de mí, para siempre. Mi nombre es Clara Flores. —¿Clara? —Así me llamo… y me llaman. —Qué maravillosa coincidencia. Ese es el nombre que íbamos a poner Maite, mi mujer, y yo a la criatura que concebimos. Por desgracia, Clara no llegó a nacer. El círculo se ha cerrado. Me bajo en esta estación. Y el viejo muy viejo, con las manos desnudas, se apea en la estación de Los Cipreses, no muy lejos del cementerio. En el vagón, su vida se ha quedado con Clara Flores. PLUMA OCIOSA E E ra tan gandul, que sólo escribía cuando las musas lo visitaban. De ahí que no escribiera nunca. DULZURA EN LA BOCA E E ndulzaba sus palabras antes de pronunciarlas. Sabía por experiencia que algunas de ellas debería tragárselas. 161 OTRO TREN L L a mujer trata de conciliar el sueño en un banco de la estación de ferrocarril; pero le resulta imposible. Hay demasiado ruido a su alrededor y, además, en su cabeza alguien llora amargamente. Alguien, ¿quién? La infancia, la juventud, la adultez, la vejez que se avecina, la vida que ya se fue… La mujer por fin consigue dormirse en un banco de la estación en cuya vía principal acaba de detenerse un tren, otro tren. TRAS LOS PÁRPADOS S S e habían ido demasiado lejos, pero casi todos ellos regresaban por las noches, en sueños, y así el pasado se hacía presente en las tinieblas, tras los párpados, cuando los difuntos le mostraban con sus fulgurantes apariciones que el mañana era hoy, era ayer, era siempre. LA ABUELA NO SE CANSA E E l marido estaba cansado, y el hijo y la hija también, y el nieto y la nieta; pero la abuela, no. Alguien tenía que faenar mientras los demás ganduleaban. Si no, ¿quién movería la bola del mundo? 162 LA FORTALEZA DEL RECUERDO N N o tenía ganas de ser feliz. Ese día, no, su mejor amigo había muerto en un accidente. La felicidad volvería más tarde, quizá con el recuerdo del amigo. Y el joven comprendió que la felicidad del recuerdo es más poderosa que la muerte. Es la eternidad. ALEGRÍAS EN EL CEMENTERIO S S in nada mejor que hacer, la anciana María, cada mañana, compra diez alegrías en la floristería de su barrio, se encamina al cementerio de Metrópoli; allí, sin prisas, con mucha calma, deposita las diez flores en otras tantas tumbas, las más tristes de todas, las que hace mucho tiempo que nadie visita. Al mediodía, la mujer regresa a casa caminando despacio, muy despacio. Quien se cruza con ella, corrobora la verdad que proclama el aserto que pronto será leyenda: en las pupilas engrandecidas de María parecen bailar una veintena de ojos. AL DOBLAR LA ESQUINA C C reía que había visto todos los rincones de la ciudad, pero una mañana, al doblar una esquina, se percató de que no había visto nada. Todo se encontraba al doblar la esquina. Unos ojos violetas: un mundo por descubrir. 163 EL CAMINO A DIEGO “El tiempo no pasa en balde”, se dijo Paula, contemplán dose en el espejo del tocador, mientras trataba de disimular con una capa de maquillaje las ojeras, cada día más pronunciadas, que se extendían por debajo de sus párpados. “¿Dónde estará Diego ahora? ¿Se habrá olvidado de mí?”. Cinco años sin él. Cómo pudo ser tan estúpida. Era el hombre de su vida… “¿Y si…?” Paula se afanó en el maquillaje, escogió el vestido rojo que no había vuelto a ponerse en el último lustro, se calzó unos zapatos negros, los que más tacón tenían, se embutió en un chaquetón a juego y, colgándose del antebrazo el bolso que él le regaló en su trigésimo cumpleaños, salió a la calle sin saber qué camino tomar, aunque conocía su destino. Los treinta y cinco primeros años de su vida habían sido poca cosa, pero los próximos podrían convertirse en todo si él aún la estuviera esperando. Paula cogió un taxi. —¿A dónde vamos, señora? —preguntó el taxista. Paula se palpó el corazón. Latía muy fuerte. —Recto, hasta el final de la calle. —Y, luego, ¿qué dirección? —Se lo diré después. —¿Es que no sabe a dónde va? —Claro que lo sé. Voy hasta Diego. —Entonces, es a la izquierda. 164 EL ESCONDITE H H uyendo de los largos tentáculos de la crisis, se adentró en una novela; y la crisis, de perseguidora pasó a ser perseguida. EL TOBOGÁN S S egundos después de que la enfermera apagara la luz y cerrase la puerta de la habitación, el agonizante, en el silencio de la noche más larga de toda su existencia, se vislumbró haciendo cola en la línea de salida de este mundo, acaso en la de entrada. Aunque estaba irreconocible, sabía con certeza que esa criatura era él. “¿Llegaremos a la vida por el mismo camino que nos marchamos, o acaso nos marcharemos por el mismo camino que hemos venido?”, se preguntó el moribundo, en el epicentro del delirio. Con el tiempo cronológico derogado, horas o instantes después, en otra dimensión temporal, la fuerza de los hechos respondió a su alucinada pregunta. Notó que una energía arrolladora, la de la naturaleza, lo proyectaba hacia delante, por una especie de tobogán que desembocaba en una rendija a través de la cual se distinguía un haz de luz. —Así, mujer, así… Lo estás haciendo muy bien. Empuja un poquito más, más, más…. Enhorabuena. ¡Es un niño! 165 EL REGALO DE LA DESPEDIDA C C uando iba a despedirse de él para siempre, convencida de que con el tiempo se había convertido en un egoísta incorregible, el hombre le hizo un regalo intangible que hizo dudar a la mujer, un regalo elaborado con palabras, quizá el regalo más valioso de todos: —Gracias por demostrarme que también puedo ser amado. La mujer, flanqueada por dos maletas, en el vestíbulo de la casa, con la puerta entreabierta a su espalda, le miró largamente entretanto trataba de sofocar, sin conseguirlo, las lágrimas que humedecían sus ojos. —¿No te vas? —preguntó el hombre, quien en unas horas había envejecido varios años, al cabo de un larguísimo minuto en el que cupieron los episodios más memorables de los quince años de vida en común de la pareja. —Lo estoy pensando. —¿Puedo cerrar la puerta de la calle? Hay mucha corriente. La mujer pronunció unas palabras entre susurros, inaudibles para el hombre, luego cogió la maleta y se adentró en el pasillo. —¿Has dicho algo? —preguntó él, con el rostro súbitamente rejuvenecido. —Sí, todo, lo he dicho todo —respondió ella. LÁGRIMAS POR UN ABRAZO C C uando él la abrazó por primera vez, ella se echó a llorar. —¿Por qué lloras, Rosa? —preguntó él deshaciendo el abrazo. —Abrázame, tonto. 166 TODO O NADA L L os labios del hombre por fin se decidieron a emprender el viaje decisivo. El presente y el futuro, todo o nada. Y los labios de la mujer, los otros labios, se entreabrieron para acoger el beso decisivo, porque no se trataba de un beso cualquiera; era el beso más hermoso de todos los tiempos: el beso del amor. DIRECCIÓN CONTRARIA C C uando cruzó la meta, desanduvo todo el camino que le había llevado a ella, con los ojos bien abiertos, mirando a uno y otro lado. Cuánta belleza se había perdido por mirar sólo al fondo, a la línea de llegada. UNAS PALABRAS IMPERIALES “Ha sido un honor tenerte como hijo. Vales mucho”. Esas fueron las últimas palabras que le dedicó la madre, muerta en la flor de la vida, a su hijo púber. Eran pobres y no pudo dejarle al chico nada más que la casucha en la que vivían. Pero esas últimas palabras que le regaló a su vástago fueron suficientes. Con ellas, el hijo construyó su imperio. VERBOS TRANSITIVOS E E l joven se sentó al lado de la anciana desconocida; ésta lo miró unos segundos, como calibrando la calidad humana 167 del muchacho que tenía delante, luego empezó a hablar. Por fin alguien la escuchaba. El joven, mientras tanto, según el verbo de la anciana se hacía un hueco en la Plaza Mayor de su memoria, corroboraba la sabiduría de las palabras que le dedicó su abuela poco antes de morir: “Dar es recibir, recibir es dar”. EL NACIMIENTO S S olía pensar lo contrario de lo que decía y decía lo contrario de lo que pensaba. No acertaba a comprender por qué. Lo que no admitía duda es que a menudo no se reconocía en el espejo. Puestas así las cosas, una tarde de primavera, cogió un bolígrafo y un papel y se puso a escribir. Ahí comenzó la leyenda que lo condujo al corazón de sí mismo, a lo mejor y lo peor. Desde entonces, escribe a diario. EL FARO DE LA MEMORIA L L o besó con profunda ternura, y el viejo, desde un abismo insondable, la miró con intensidad, como si recuperara súbitamente la lucidez. Al cabo de unos segundos, cogió con suavidad la cara de la mujer entre sus manos trémulas, y la besó dulcemente en los labios, como la primera vez, hacía casi cincuenta años, cuando, en el mismo escenario, frente al mar Mediterráneo, acunado por el rumor de las olas, el joven farero sintió que unos ojos lo escudriñaban, los ojos más bellos que jamás había visto, los ojos que se recreaban en el corazón de su alma. Instantes después, la mente del viejo volvió a perderse 168 por los laberintos del alzheimer. Mañana, la anciana lo traería de nuevo al lugar predilecto del hombre, el faro de entonces, y volvería a iluminar los recuerdos de él con el beso de siempre, el de todos los tiempos. EL ARTE DEL NIÑO E E l niño corría por el museo mientras las figuras de los cuadros lo seguían con los ojos. Por fin, ellas podían admirar el arte de la vida. EN EL PUNTO DE PENALTI C C uando falló el penalti, giró sobre sus pasos y se alejó cabizbajo del área grande; pero, antes de llegar al centro del campo, se detuvo un momento y volvió sobre sus pasos. Se le había olvidado algo. Se acercó al punto donde había lanzado la pena máxima, se agachó y recogió algo intangible del suelo: la experiencia. UN CUENTO FRESCO L L a región sufría una persistente ola de calor, y, en la capital, la temperatura superaba con creces los cuarenta grados. El viejo Juan, escritor vocacional desde su adolescencia, carecía de aire acondicionado en su apartamento diminuto, y sólo poseía un viejo ventilador que funcionaba a ráfagas. Sudaba copiosamente desde la mañana temprano, y, en su tercera ducha del día, se 169 le ocurrió una idea para aliviar el bochorno. Cuando salió del cuarto de baño, se sentó delante de la mesa de su escritorio, abrió el cuaderno, empuñó el bolígrafo y empezó a escribir una historia protagonizada por un viejo escritor que se encontraba con Rosario, una amiga de su juventud, en la heladería de un pequeño pueblo situado a orillas del Mediterráneo. En la calle, el sol achicharraba el asfalto. —¿Qué les pongo? —preguntó la heladera. —Un limón helado. —A mí, una horchata de chufa —dijo el viejo escritor. —Cuánto tiempo sin vernos. —¿Veinticinco años? —tanteó Juan. —Más o menos —dijo Rosario—. He vivido varios lustros en el extranjero. —Yo, sin embargo, no me he movido de aquí. —¿A qué te dedicas ahora, Juan? —A escribir principalmente, me jubilé hace ya diez años. —¿Y qué escribes? —A ti y a mí, en una heladería, combatiendo el calor agobiante. —Tras reencontrarnos —agregó Rosario. —Entre las letras, delante de un limón helado y una horchata de chufa. —Un cuento fresco… y hermoso. UN MAESTRO E E ra un maestro admirable. Tras desplegar sus enseñanzas en el aula, se ocultaba entre bastidores para que el alumno ocupara todo el escenario. 170 UN POETA Q Q uiso expresar el silencio con palabras, y se quedó en los puntos suspensivos… OLOR ETERNO L L a anciana, enferma terminal, pidió que perfumaran de incienso la habitación del hospital en la que se consumía. —¿Por qué de incienso, madre? —le preguntó la hija. —Porque es el olor de la eternidad —dijo la moribunda con un hilo de voz EL DICCIONARIO OBEDIENTE E E l escritor vocacional, como cada mañana, se sentó en el banco del parque de Los Atardeceres, extrajo un cuaderno y un diccionario de la mochila y se puso a escribir. Se marchó una hora más tarde con varios microcuentos en el zurrón. Cuando se había alejado unos cincuenta metros, un niño reclamó su atención: “Escritor, escritor”. El aludido giró el cuello en dirección a la voz. “Se ha dejado usted el diccionario”, le dijo el pequeño. El hombre esbozó una sonrisa de agradecimiento antes de emitir un silbido. El diccionario, ante la llamada de la vocación, de un impresionante salto, cayó en la mochila del escritor. 171 LA COMPAÑÍA R R odeada de goteros, bombonas de oxígeno y seres de bata blanca, la moribunda creía estar a merced del dolor y la misericordia. Se equivocaba. También su memoria la acompañaba, o sea, su vida entera. VIEJOS TIEMPOS A A l sentir los primeros síntomas de la depresión, abrió el ropero, se enfundó el disfraz de payaso y corrió al Hospital de los Desahuciados. Quería rememorar los viejos tiempos, aquellos en los que le pagaban por hacer reír a la gente. EL SILENCIO DE LOS JUEVES L L os jueves, a las siete de la tarde, todos los vecinos del inmueble apagan sus chismes electrónicos, incluidos los televisores, y aguzan el oído durante los siguientes cuarenta y cinco minutos. El inquilino del piso tercero, el pianista, ensaya el recital que ofrecerá el domingo en el Teatro de los Sueños. Dicen que, al otro lado, en los edificios fantasmagóricos que habitan los duendes, también se hace el silencio. EL PODER L L a elección de aquel imbécil como presidente del país del que se cuenta que fue la cuna de la democracia, demostró 172 por enésima vez la sabiduría que encierra el famoso retruécano del Doctor Pandemio, al que los hechos posteriores han elevado casi a un dogma de fe: “El poder es la propaganda, la propaganda es el poder”. CORAZÓN ETERNO E E n cuanto el coche invadió súbitamente la acera, el joven supo que el atropello sería mortal de necesidad; pero tuvo tiempo de ponerse de perfil y, así, preservar del impacto el costado izquierdo. Su corazón era lo mejor que tenía, bueno es que sobreviviese al accidente para conferir ulteriormente vida plena a un pecho moribundo. Una sirena silenció las interjecciones y los gritos desgarrados de algunos transeúntes. El joven donante murió con los ojos fijos en los ojos que le miraban, los ojos en los que distinguió el corazón del prójimo, el que acogería su recuerdo eterno. TIERRA DE NADIE C C elebraron su boda a un kilómetro de sus respectivos países, en una tierra de nadie. Allí decidieron fundar su nueva patria. UNA PAUSA C C ierra los ojos, se vislumbra abriendo la puerta de su casa, recorriendo el pasillo, el salón, la cocina, el patio… ¡El patio! Ahí están, desperdigados por el suelo, el fuerte y los 173 indios y las canicas y la jaula de los conejos y el triciclo que sólo conserva dos ruedas… Un minuto después, abre los ojos y regresa al trabajo. Tal vez mañana, en otra pausa, se dé un nuevo garbeo por el mundo de su infancia. EL HIMNO DE SU PATRIA C C ada vez que la embargaba el desánimo, entonaba los acordes de la nana que antaño le cantaba su madre. La nana, el himno de su patria. LA ESPERA DE LA ABUELA L L a abuela está sentada junto a la chimenea, con la mirada perdida en el vacío; no hace nada, sólo espera. “¿A quién estará esperando la abuela?”, pregunta el nieto adolescente. “A que vuelva el recuerdo”, responde el silencio. PAPELES PARA LA MADRE L L a joven, escritora vocacional, enferma de leucemia en fase terminal, sacando fuerzas de flaqueza, dejó decenas y decenas de cuentos y ensayos suyos desparramados por toda su casa. Así, cuando, dentro de unas semanas o unos días, ella ya se hubiese ido con la mayoría, su madre, enfrascada en la lectura de los textos, no se muriese de pena. 174 UN INSTANTE A A trapó ese instante de felicidad convirtiéndolo en palabras para que la memoria jamás olvidara el momento en que se hizo eterno. BOLSILLOS DE CEREZAS E E l niño salió de casa con los bolsillos colmados de cerezas, y volvió dos horas después con los bolsillos llenos de piedras. —¿Y las cerezas? —le preguntó su madre. —Se las tiré. —¿A quiénes? —A los que me arrojaron las piedras. LA ÚLTIMA BALA E E staban rodeados, sin posibilidad de escapatoria, apenas les quedaban municiones. En cualquier momento, los enemigos, una multitud, que se ocultaban en el bosque se abalanzarían sobre ellos. Ahí vienen. El soldado, mientras disparaba, la vio a ella, la mujer que le quería. Estaba junto a él, en la trinchera, y le acariciaba el rostro con suavidad, y le besaba en la frente, en los ojos, en el entrecejo, en la nariz… Justo cuando sus labios se juntaban con los suyos, la mujer se volatilizó. La última bala fue el amor. 175 AL OTRO LADO DE LA NOCHE E E l niño llamó a su madre con una voz más angustiosa de lo habitual. Esa noche, había llegado demasiado lejos. La mujer, sintiendo en el grito extemporáneo de su hijo una urgencia más apremiante que la de otras ocasiones, se levantó de un salto de la cama y corrió hacia la habitación del pequeño. —¿Qué te sucede, Daniel? —Abrázame, mamá, para que así pueda volver contigo —respondió el niño, tembloroso, en medio del sueño. La madre lo estrechó entre sus brazos con infinito amor, y al instante supo que la criatura había regresado al aquí y ahora desde el otro lado de la noche, probablemente desde las tinieblas del otro mundo. EL PODER INFINITO A A lgunos lloran, otros ríen, éstos se emocionan, aquéllos tuercen el gesto… Aunque todos dirigen los ojos en la misma dirección, cada cual interpreta lo que ve a su manera. Las palabras están ahí, inamovibles desde hace siglos, y, sin embargo, a lo largo de la historia, ninguno de los miles de millones de ojos que se han detenido ante ellas han percibido exactamente lo mismo. El libro clásico es un espejo infinito. LA FELICIDAD DE LAS LÁGRIMAS P P osó el índice en la cara de la mujer y, con las lágrimas que ésta derramaba, trazó una sonrisa en su boca. 176 —¿Qué dibujas? —preguntó ella, incapaz de contener la emoción. —La felicidad. —¿De quién? —La tuya, la mía… La nuestra. UNA HUCHA PARA AMPARO A A mparo, septuagenaria, llevaba tres meses sin pagar el alquiler del piso en el que vivía desde hacía casi cinco lustros. El arrendador se presentó en la vivienda para reclamarle el dinero adeudado. Amparo le explicó que había tenido que ayudar a su hijo pequeño, casado recientemente y que de la noche a la mañana se había quedado en el paro. —Paciencia, José. Le pagaré pronto. —Le doy un mes, Amparo, no más. A las cuatro semanas, José le anunció a Amparo que, al cabo de siete días, el jueves siguiente, a las 11 de la mañana, se presentaría con la policía para expulsarla de la vivienda. —Tenga piedad, José. Cobrará todo. Lo prometo. —Necesito el dinero… ya. —Pero usted posee varias casas en alquiler. —Y muchos gastos. El día del desahucio, el arrendador, acompañado por tres policías, llamó a la puerta del piso. Amparo acudió a abrir arrastrando las dos maletas en las que portaba sus últimas pertenencias. Fue en ese instante, cuando de la casa de enfrente, salió una niña, Eva, con un cerdito de barro contra el pecho y, tras dedicar una sonrisa espléndida a Amparo, ofreció la hucha a José. 177 —Son todos mis ahorros. ¿Le vale? Quiero muchísimo a Amparo. José, con el cerdito entre las manos, escrutó los ojos de la niña y vio reflejados en ellos a un hombre inmisericorde junto a una anciana desahuciada. —Le doy otros tres meses, Amparo. Después, devolvió la hucha a Eva y descendió las escaleras seguido por los policías. CAMINO DESDE LA POBREZA A A nte los recurrentes lamentos del adolescente acerca de las condiciones precarias en las que se encontraba su familia, la abuela materna, que hacía las veces de matriarca de la casa, decidió tomar cartas en el asunto. —Basta ya, Gonzalo. Convierte la pobreza en una ventaja. —¿Ventaja, dices? ¿Cómo abuela? La anciana hizo un gesto al muchacho para que se acercase a la ventana del salón. —¿Ves el camino que hay al otro lado de la acera, el que se adentra entre los árboles? —Lo veo, abuela. —Es el camino de la virtud, el orgullo de tu familia. Recórrelo con la cabeza bien alta. EL BOSQUE DE LOS ROBLES —¿Recuerdas, Ángela? —preguntó el hombre convaleciente con un hilo de voz. 178 La mujer, con los ojos vidriosos, le dirigió una mirada colmada de tierna nostalgia. Decenios atrás, Damián y Ángela velaban los últimos días de vida de sus respectivas madres, en dos habitaciones contiguas del Hospital de La Esperanza de Metrópoli. A primeras horas de la mañana de un lluvioso día de primavera, entablaron conversación en el pasillo del pabellón de enfermos terminales. Al mediodía, coincidieron en el bar-restaurante del centro sanitario y decidieron sentarse a la misma mesa. Al día siguiente, horas antes de que sus progenitoras fallecieran con apenas cinco minutos de diferencia, compartieron desayuno. Al anochecer, entre lágrimas y algún sollozo, se confortaron mutuamente. Dos semanas más tarde, Ángela y Damián fueron juntos a esparcir las cenizas de las difuntas en un bosque ubicado en las afueras de la capital. Las dos ancianas habían expresado el mismo deseo antes de su fallecimiento: descansar junto a las raíces de unos robles. Tras el emotivo acto, almorzaron en un restaurante rural situado en la linde del bosque, al pie de un arroyo. —Claro que me acuerdo, mi querido Damián. Hace cuarenta años que nos conocimos aquí, en este hospital, desgarrados por el dolor y exhaustos por el cansancio, un día antes de que nuestras madres se fueran casi de la mano al otro mundo. Lo peor dando la bienvenida a lo mejor. —La vida, además de un misterio, es un carrusel, Ángela. Nos devuelve siempre al punto de partida. —Pero, a veces, volvemos transformados en otros seres distintos, mucho mejores. El amor lo ha hecho posible. Te amo, Damián —la mujer besó febrilmente las manos del hombre. 179 —Gracias, Ángela, por haber sacado a la luz al mejor Damián que llevaba en mis adentros. Tú has sido lo mejor de mi vida. El anciano, dicho lo cual, entornó los ojos, inspiró… y expiró. Pronto, el bosque de los robles lo acogería en su seno. EL VAGÓN DE LOS CLÁSICOS A A primera hora de la mañana, el viejo muy viejo entraba en el último vagón del tren de cercanías arrastrando una maleta con ruedas, se sentaba en la primera plaza que veía libre, preferentemente junto al pasillo, y, tras recuperar el resuello durante un par de minutos, procedía a descargar el contenido de la maleta: libros, libros y más libros. Esta operación la repetía a diario desde hacía cuatro semanas. Aquella mañana de domingo, al anciano le costó un esfuerzo supremo arrastrar la maleta rodada, tal vez porque pesaba más, o acaso porque él podía menos que otros días. Cuando empezó a depositar con sus manos temblorosas los libros en el pasillo del vagón, una mujer de mediana edad, apiadándose de él, se ofreció a ayudarle. —Gracias, señora. El Parkinson mío, hoy, está más alterado que de costumbre, tal vez porque los domingos prefiere estar en la cama, y no en un tren. Eche un vistazo a la colección que he traído, y, si le gusta alguno de los títulos, quédese con él. —Es usted muy amable. Me quedaré con éste que tiene una tapa muy bonita —y la mujer guardó en el bolso una edición antigua de “Papá Goriot”, de Honoré de Balzac. 180 —Coja alguno más. Los días festivos suele viajar muy poca gente en el tren. Habrá libros para todos. —Con uno me sobra. Yo, ahora, a causa de las dioptrías, leo bastante despacio, y, además, dispongo de muy poco tiempo. —Siempre se tiene el tiempo que uno quiere para leer un poco cada día —reflexionó en voz alta el viejo. La mujer siguió colocando libros en el suelo, en silencio. No tenía nada que objetar al comentario del anciano. Por supuesto que una persona dispone del tiempo que quiere para leer al menos unos minutos al día. —¿No le gustan? —preguntó la mujer al viejo muy viejo, unos segundos después, una vez que los libros estuvieron perfectamente alineados en el pasillo. —Todo lo contrario, señora. Mi vida ha sido muchísimo más completa gracias a ellos. Su lectura me ha ayudado a entablar frecuentes diálogos con lo mejor y lo peor de mí mismo, diálogos cuyos frutos, después, me han permitido salir al exterior, al encuentro del mundo, más sabio o, si lo prefiere, menos estúpido, porque el libro, que no es un fin en sí mismo, cumple su cometido cuando incita al lector a aproximarse al otro, no a huir de él. La literatura, señora, en mi caso, no sólo me ha liberado de los estrechos límites del “yo”, también me ha conducido al corazón del prójimo —el anciano suspiró mientras sus ojos, como si súbitamente le hubiesen insuflado vida, resplandecían con un extraño fulgor—. Qué panorama se divisa desde allí, desde el santuario del otro: lo mejor y lo peor de la humanidad, o sea, lo peor y lo mejor de uno mismo. Nada más y nada menos. —Si sus libros le han aportado tantas satisfacciones, no acierto a comprender por qué los abandona a su suerte, aquí, en el vagón de un tren de cercanías. 181 —Para que otras personas dispongan de la oportunidad de obtener el mismo provecho que yo. Ya no los necesito. —¿Cómo que no? Los libros se pueden releer. —Se pueden y se deben releer. Por eso los he releído, algunos, como: “La isla del tesoro”, “El Aleph”, “Crimen y castigo”, “Campos de Castilla”, “La montaña mágica”, “El paraíso perdido”, “Don Quijote de la Mancha”, “Tom Sawyer”, “Los miserables”, “Guerra y paz”, “El corazón de las tinieblas, “El retrato de Dorian Gray”, “El pabellón número 6” y algún otro que ahora mismo no consigo recordar, más de media docena de veces. Los libros que he traído conmigo al tren en las últimas semanas son mis favoritos, y no puede calificarse de favorito un libro que no se ha releído, ¿no le parece? —Ya lo creo que me lo parece. Esa es la razón por la cual yo legaré a mi hijo todos los libros que poseo, varios centenares, la mayoría de tapa dura. Haga usted lo mismo, y no se desembarace de ellos de esta forma. Si los heredan sus seres queridos, cuando se vaya al otro mundo, tendrá la seguridad de que los deja en las mejores manos. —Las mejores manos son las que veo en este vagón. Hace ya demasiado tiempo, señora, que mi casa sólo acoge la soledad forzada de un hombre decrépito que arrastra los pies cansinamente por un largo pasillo poblado de añoranzas. Soy viejo, demasiado viejo, y ha llegado la hora de descansar. Está bien que mis libros sigan latiendo en el corazón de la vida, en el tren, en el lugar donde muchos de ellos palpitaron de alegría. Aquí, entre viaje y viaje, leí la mayor parte de ellos. Trabajé de interventor ferroviario durante más de cuarenta años. —Ya decía yo que su cara me resultaba conocida. —Yo también la conozco a usted. Antes, siempre iba leyendo durante el trayecto. 182 —Hasta que me quedaba dormida. ¿Devolvemos los libros a la maleta? —¿Qué dice? Entonces, perderían su razón de ser. —Si los relee, no. Deles una nueva oportunidad. —Eso es lo que estoy haciendo, darles una nueva oportunidad. Yo, señora, ya estoy muerto. Dicho lo cual, el viejo muy viejo se desplomó hacia un lateral y cayó fulminado sobre uno de los libros. Los otros ocho ocupantes del vagón, todos a una, se congregaron en torno al anciano justo a tiempo de distinguir, en los ojos de éste, las palabras que componían el título del libro sobre el que reposaba su cabeza: “La isla del tesoro”. Las letras tenían forma humana. SUEÑOS DE ESCRITOR E E scribía mientras soñaba, soñaba mientras escribía. Así, poquito a poco, esfuerzo a esfuerzo, se hizo realidad su sueño: la novela soñada que él había escrito. EL ESPECTÁCULO H H ablaba y hablaba en silencio, y qué palabras más hermosas pronunciaba. Los ojos lo contemplaban con delectación; las neuronas bailaban, el alma ronroneaba… Qué espectáculo más maravilloso: ¡el libro! 183 LA DIMENSIÓN DE UNA MIRADA —Cierra los ojos y duerme, que el día será largo. —O corto si te miro. REALIDAD SOÑADA S S oñé que tú me leías. Sí, tú, que me estás leyendo. LETRAS EN EL SUEÑO S S oñé que te escribía; al despertar, escribí mientras te soñaba. DESCUBRIENDO EL SABER E E scribía para aprender, y, como escribía todos los días, todos los días descubría algo que ignoraba de su persona. ¿Cuánto le quedaría por saber? Todo lo que le quedaba por escribir. LA SINCERIDAD DEL POLÍTICO E E n el acto de presentación de su candidatura a la presidencia del Partido Nacional, el alcalde, en un insólito arrebato de sinceridad, declaró: —Yo no luché contra el franquismo. 184 UN MICRORRELATO CON FINAL FELIZ E E l sol se hundía en el horizonte derramando a su alrededor una sinfonía de colores. Una puesta de sol bellísima y, en el paseo marítimo, pese al gentío, solo una persona parecía estar contemplándola: un viejo muy viejo. El escritor, curioso, se acercó al anciano. —¿Qué ve usted que otros no parecen querer ver? —Tal vez mi futuro inminente. —Tal vez. —Y mi pasado, también. —¿Me da permiso para mirar con usted? —Miremos. Todo un honor. —Es como un microrrelato con final feliz —reflexionó el escritor. —Póngalo de título. —Hecho. LA VIDA POR DELANTE C C uando perdió el control del coche y cayó por el precipicio, el joven pensó que había llegado su final con cincuenta años de adelanto. Pero en el fondo del barranco no le aguardaba la muerte, sino la vida, otra vida más acá de la muerte. Increíblemente, el joven no sufrió más que unos rasguños. ¿Por qué? Lo averiguaría. Tenía toda la vida por delante. 185 LEJOS DE LA IMAGINACIÓN L L a buscaba desde la noche de los tiempos, y, justo cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda, la vio en un vagón del metro. No se parecía a la mujer que había imaginado, pero no había duda: era ella. El amor, a veces, cambia de cara. EL GRAN MÁS ALLÁ N N o todo el mundo, cuando muere, va al más allá. Algunos privilegiados descansan eternamente en el más allá del más allá; son aquellos que, cuando vivieron, por dondequiera que pasaban, el más acá se hacía más grande. LA VIDA HUMILDE V V ino al mundo en un pueblo pequeño y pobre que se regía por unas normas de convivencia muy sencillas. En semejantes circunstancias, él, un recién nacido, tenía todas las papeletas para que, a la vuelta de unos calendarios, le aguardase un destino humilde. Sin embargo, contra todo pronóstico, su destino fue de todo menos humilde. Medio siglo después, el hombre nacido en un pueblo pequeño y pobre fue elegido presidente del Gobierno. El destino inalterable es la muerte. La vida es el camino. 186 LA ÉPOCA DORADA L L o suyo era recordar la etapa fundamental de su vida, aquella época dorada en la que un minuto era una hora; una hora, un día; un día, una semana; una semana, un mes; y un mes duraba un año. El tiempo contenía el presente que se expandía hacia el devenir del futuro. Una eternidad. Y, por aquel entonces, los recuerdos no se recordaban; se vivían en el eterno presente. Carentes de la experiencia que convierte el hoy en una mera copia del ayer, todo parecía diferente para aquellos chiquillos sedientos de vida. Luego, cuando el paso de los días trajo el conocimiento y, a veces, también la sabiduría que irradiaba la reflexión de la experiencia, el tiempo se comprimió. Un minuto era un segundo, una hora un minuto, un día una hora, una semana dos horas… Y, en el presente, en la vejez, lo que correspondía era recordar la infancia, la época en la que el tiempo claudicaba ante el empuje de la vida. LA MANO DE LA VEJEZ L L a infancia llevaba de la mano a la vejez para que ésta no se perdiese por los laberintos de la juventud y la madurez. LOS SALTOS DE JUAN E E l niño Juan saltaba y saltaba incansablemente. Pugnaba por alcanzar el cielo. —¿Por qué te empeñas en saltar y saltar? –le preguntó su mejor amigo. 187 —Cada vez más alto. —Sí, cada vez más alto. ¿Por qué, Juan? —Porque mi madre se marchó la semana pasada sin avisarme y me han dicho que está en el cielo. CORAZONADA POÉTICA T T razó en el cuaderno, con letras caligráficas, la palabra más hermosa que conocía: “amor”, y aunque la leyó y releyó un ciento de veces, no sintió entre sus letras el efecto de la poesía romántica de la que tanto le habían hablado. Guiado por una corazonada, le añadió varios vocablos, uno por delante y cuatro por detrás: Ay, amor, si tú me quisieras. “Ahora, sí”, suspiró ebrio de emoción. Había nacido un poeta. LA VERDADERA ALTURA H H abía cumplido su sueño de la niñez. Medía más de un metro setenta y cinco centímetros, tenía un cuerpo proporcionado, y, pronto, desfilaría en La Cibeles; sin embargo, cada noche, en la cama, repasando los acontecimientos del día, se sentía una vulgar paticorta sin ningún encanto. Por eso, luego, a la luz del día, era consciente de que su altura sólo era mera apariencia. 188 VIAJE AL FONDO DE LAS LETRAS L L as palabras impresas le alejaron de sí mismo y, en volandas de la imaginación, sobrevoló hasta los confines de sus recuerdos. El texto le había llevado lejos, muy lejos, a un lugar remoto de su existencia; un lugar del que regresó colmado de recuerdos hermosos, colmado de lo mejor de sí mismo. Bajó los ojos y volvió a sumergirse en el libro, tal vez en la hermosura de otros recuerdos. PONTE GUAPO —Ponte el traje azul y la corbata del mismo color y los zapatos de charol. Ponte lo mejor que tengas y así parecerás por fuera tan guapo como lo eres por dentro. —¿Y eso para qué, Alicia? —Vaya pregunta. Para que yo te contemple. —¿Tú? ¿Por qué, Alicia? —Porque te quiero, tonto. EL SABIO DEL AMOR A A base de contemplar la ternura que desprendía su mujer, se convirtió en el sabio del amor. Sí, sabio porque la teoría se encarnaba en sus actos cotidianos, actos que intensificaban la ternura que irradiaban los ojos de ella, la fuente de su sabiduría. 189 LOS RECUERDOS EN LA PORTADA A A partir del día que sintió que empezaba a perder la cabeza, en cuanto se despertaba, tras las abluciones pertinentes y el desayuno, se dirigía como un autómata a su biblioteca particular. Allí, ojeando al azar un buen número de sus libros, el viejo recuperaba parte de la memoria que había quedado varada por los laberintos del olvido. Cuando al mediodía la hija entraba en la estancia con el almuerzo sobre una bandeja, hallaba al viejo dormitando en la butaca, con un libro contra el pecho y los recuerdos tendidos en el regazo. ALUMNO DE LA ESCUELA DE LOS PESCADORES M M ientras los hijos de las clases más favorecidas adquirían conocimientos y saberes en selectos colegios dirigidos por hombres con sotana y mujeres con toca, él cultivaba el aprendizaje en la Escuela de los Pescadores, sobre todo en el patio. Un cultivo que, andando el tiempo, floreció en la sabiduría que iluminó a los coetáneos y a los hijos de éstos que frecuentaban las aulas y los patios de los colegios dirigidos por hombres con sotana y mujeres con toca. ESPERANZA L L os padres contemplan embelesados a la criatura recién nacida, su segunda hija. 190 —Ha venido para enseñarnos todo de nuevo. Se llamará Esperanza —dice el padre. —Y esta vez sí que aprenderemos —añade la madre. EL FARO DE LA SIRENA T T odas las noches, el pianista y la sirena se citan en el faro de los sueños. LAS PALABRAS DE LA IMAGEN “En definitiva, una imagen vale más que mil palabras”, concluyó el profesor de Publicidad, tras una larga y poco inspirada exposición de más de una hora en el Aula Magna de la Universidad. —Si es así, profesor, díganos con una imagen que una imagen vale más que mil palabras —le pidió un alumno que intervenía muy poco en clase, pero que, cuando lo hacía, siempre ponía en aprietos al docente. Y, en los siguientes minutos, buscando una imagen, la cabeza del profesor se llenó de miles de palabras. LA COMPAÑÍA DE LOS VIEJOS —¿Por qué te gusta tanto la compañía de los viejos? —Porque la mayoría sabe más que yo. —¿De qué? —De la vida. 191 UNOS MINUTOS DE RUMBA E E n el hospital de la capital le acababan de confirmar que tenían que extirparle urgentemente un tumor en la mama (“Venga usted el jueves que viene, a la misma hora”), y el autobús llegaba con casi una hora de retraso, y hacía una de las mañanas más calurosas de los últimos veinticinco años… Qué día más aciago, probablemente el peor de su vida. Sin embargo, la mujer, esa mujer, minutos después, acompañaba con palmas y olés al grupo de jóvenes viajeros que cantaban una rumba en los asientos traseros del autobús que la conducía al pueblo. Hasta que sonara la hora del tumor, la mujer procuraría aprovechar lo que la vida le ofrecía, y, en aquellos momentos, le ofreciese unos minutos de rumba. LA FELICIDAD DE LA ABUELA —¿Qué es la felicidad, abuela? —Esa es una ilustrísima pregunta que exige una respuesta meditada, Alicia. Tres días después, los padres de Alicia, el hermano y la abuela se encontraban sentados en torno a una mesa celebrando el cumpleaños de la anciana. Fue entonces cuando ésta respondió a la pregunta que le había planteado su nieta. —Esto es la felicidad, Alicia —dijo la anciana señalando, uno por uno, con su tembloroso índice a los comensales. 192 EL RODAJE DEL AMOR S S e enamoraron en el rodaje de “La ruptura”, un drama en el que los personajes que encarnaban él y ella, hastiados el uno del otro, después de diez años de tedioso matrimonio, emprendían un tumultuoso divorcio a lo “Kramer contra Kramer”. Fingían no quererse en el escenario mientras se amaban con pasión entre bambalinas. Meses después del estreno de “La ruptura”, un unánime éxito de crítica pero no tanto de taquilla, los actores fueron nombrados candidatos respectivamente a los Oscars a la mejor interpretación masculina y femenina del año. No se enteraron de sus ‘nominaciones’ hasta el día siguiente de hacerse públicas. La reconciliación de “La ruptura”, una jornada más, había alcanzado su apoteosis bien entrada la noche, y los artistas, con sus cuerpos entrelazados, no se durmieron hasta mucho después del amanecer. BIEN ACOMPAÑADA —Mamá, ¿por qué me pusisteis de nombre Fátima María Juliana Raimunda? —Para que vayas siempre muy bien acompañada. Juliana y Raimunda son los nombres completos de tus abuelas Juli y Rai. —¿Y por qué también María? —María soy yo. —Pero tú te llamas Mar. —Mi nombre completo es María del Mar. —¿Y quién es Fátima? —Fátima eres tú. 193 UN ENSAYO PARA LA VIDA E E l niño, de poco más de un año, rompió a llorar en el momento en que su madre se sentó en la plaza que le correspondía del vagón. El pequeño, que era la primera vez que viajaba en un tren, ardía en deseos de explorar el nuevo territorio, un territorio diferente a los otros que conocía, éste se movía. La madre se mantuvo firme. “No, Julián, aquí no”. Cuando se cansó de protestar a su estruendosa manera, el niño se durmió en los brazos de la mujer. Fue un sueño ligero. En cuanto el crío abrió los ojos, a los veinte minutos, se encontró con la sonrisa de su madre y el pezón de un biberón entre los labios; estaba rica la leche con cereales, sobre todo, cuando la tomaba acunado por el bello canto de su progenitora. Después, con la tripa llena, tras contemplar un par de minutos el paisaje que se deslizaba por la ventana, a Julián le entró de nuevo la modorra. Esta vez, el sueño se prolongó durante más de una hora. Su madre lo recibió a este lado con un aluvión de besos y cosquillas. El niño empezó a reírse a carcajadas. Cuando la mujer se cansó de hacerle carantoñas, Julián expresó su malestar como mejor sabía, con una impresionante llorera. Luego hubo más cabezadas, y más caricias y más risas y más biberón y más llanto. A las tres horas de viaje, la madre, tras pedir disculpas a los demás viajeros por las molestias ocasionadas, con la maleta en una mano y el niño sujeto contra el pecho en la otra, se bajó del vagón. Había llegado a su destino. Probablemente, el pequeño Julián nunca sabría que, en ciento ochenta minutos de viaje en tren, había vivido un anticipo de todo lo que le esperaba en el resto de su existencia: hambre, comida, sueño, amor, frustración, llanto y risas. 194 FIEL AL AMOR D D e joven, fue famoso entre sus convecinos por su extraordinaria capacidad en conservar la cabeza mientras perdía el corazón. Ahora, que empezaba a perder la cabeza, se había desarrollado en él una habilidad especial para conservar el corazón. Amaba a quien amó cuando el corazón dejó de perderlo, hacía cuarenta años. LOS NIÑOS DE LOS MAGNOLIOS E E l talador, con una sierra mecánica entre las manos, se dirigió con paso decidido hacia los dos magnolios que estaban plantados en un extremo del patio del colegio ‘Enseñanza Libre’. Un grupo abigarrado de alumnos de ambos sexos jugaba a la antigua usanza (canicas, chapas, cromos, saltos a la comba) en las amplias sombras que proyectaban los dos árboles. —Ahí viene —gritó uno de los escolares. Al instante, los niños, entre ocho y trece años, cogidos de las manos, se alinearon delante de los dos árboles. En un principio, los colegiales con inquietudes ecologistas no habían dado crédito a los rumores que circulaban por los mentideros de ‘Enseñanza Libre’ desde hacía varias semanas; pero, en cuanto los rumores, abundantes en detalles (“Van a hacer reformas en el colegio”. “Van a asfaltar el patio”. “Van a colocar porterías de fútbol”. “Van a talar los magnolios… esta misma mañana”), se convirtieron en noticia, los niños aprovecharon los minutos de recreo para diseñar el plan a seguir. Inspirados en Gandhi, el único plan que se les ocurrió, tal vez porque era el único 195 realizable, consistió en impedir el paso al talador formando una cadena humana en torno a los magnolios. El jefe de las obras, todo sonrisas, tras fracasar en su intento de convencer a los escolares para que despejaran el terreno, reclamó por el teléfono móvil la presencia de don Anselmo Bracamonte, el director del colegio. Éste, un hombre de mediana edad, muy corpulento, a quien los alumnos profesaban un respeto rayano con el temor o quizá un temor que confundían con el respeto, irrumpió en el patio al minuto y, en cuanto fue informado de la situación, se encaminó a grandes zancadas hacia los amotinados; tras medirlos con una severa mirada durante un larguísimo minuto, se dirigió a ellos con una voz sorprendente, por su entonación, amable, y por su volumen, casi un susurro. —El recreo ya ha terminado. ¿Se puede saber qué estáis haciendo, mis queridos niños? El silencio fue la respuesta que se merecía una pregunta tan melosa y absurda como esa. Hacían lo que estaba a la vista: defender la vida de los indefensos magnolios. El director, con un gesto ostensible del brazo, ordenó a los rebeldes que volvieran a clase. Los escolares ni se inmutaron. Don Anselmo Bracamonte, poco acostumbrado a la desobediencia, profirió un grito ininteligible, a lo Tarzán, que aterró por igual a los niños y a los pájaros que dormitaban en las ramas de los magnolios. Las aves, al intuir en tan terrible sonido un peligro inminente para su especie, huyeron despavoridas hacia las alturas; mientras tanto, los escolares más medrosos hicieron ademán de romper la cadena, pero sendos oportunos apretones de manos de sus compañeros devolvieron el valor de la solidaridad al lugar que le correspondía, junto a los magnolios. 196 —¡Volved a clase ahora mismo! —insistió don Anselmo. Como los niños se limitaron a mover los párpados, el director retrocedió unos metros para tomar carrerilla, y, seguidamente, tras emitir dos aparatosos resoplidos, avanzó hacia ellos con la cabeza gacha, como si fuese un toro de lidia dispuesto a embestir a todo lo que se le pusiese por delante; sin embargo, en el último momento, el toro con apariencia humana recuperó la racionalidad, y se detuvo en seco a unos centímetros de los alumnos rebeldes. “Enseñanza Libre” era el colegio más reputado de la capital, uno de los más prestigiosos del país, y el director no podía arriesgarse a dilapidar la fama del centro en un violento arrebato del que se lamentaría durante el resto de su vida. Mantendría la compostura. Que los sopapos los repartieran otros. —Tenéis unos minutos para retiraros de ahí, el tiempo que tarde en anotar vuestros nombres en un papel; después, llamaré a vuestros padres. Los niños, todos a una, suspiraron aliviados. Sus progenitores se enojarían, y mucho, pero se trataría de un enojo matizado por el amor; la irritación de don Anselmo, en cambio, al no haber amor de por medio, resultaba previsible dentro de su imprevisibilidad: habría castigo (lo previsible), aunque era difícil imaginar en qué consistiría éste: ¿Tortas a tutiplén? ¿Supresión del recreo durante varias semanas? ¿Escribir cientos de veces una frase de arrepentimiento? ¿Permanecer de pie en el pasillo del aula el resto del curso? ¿Cantar el himno del colegio todas las mañanas del próximo mes? ¿Limpiar los cuartos de baño hasta que las ranas criasen pelo? Estando el director de por medio, en cuestiones de castigo, cualquier cosa era posible. Cuando don Anselmo Bracamonte terminó de escribir en un cuaderno los nombres de los alumnos díscolos, a los cinco 197 minutos, y los niños, plantados sobre las raíces de los árboles, le sostuvieron valientemente la mirada, dio media vuelta y se encaminó a paso ligero a su despacho mascullando maldiciones. Durante la media hora siguiente, fueron personándose en el patio todas las madres de los niños indisciplinados que habían podido ser localizadas por vía telefónica, una docena. Padres, de momento, no apareció ninguno. —Vamos, niños, sed buenos y apartaos de ahí —suplicaron a sus hijos. Los niños insumisos, a cuya causa se habían adherido en los últimos minutos cinco condiscípulos más, se negaron a cumplir los deseos de las madres. Les bastaba mirar los magnolios para saber que la razón estaba de su parte. —Estos árboles nos dan sombra —argumentó un rebelde. —Y buen olor —apuntó otro. —Y nos alegran la vista con sus flores blancas —agregó una niña. —Y los oídos también —informó otra. —Van a quitar los árboles por vuestro propio bien —razonó una madre—. Así podréis disputar los partidos del campeonato escolar de fútbol en el patio del colegio, sin tener que desplazaros al campo municipal. Ni siquiera el argumento futbolístico hizo mella en la actitud indomable de los niños. Don Anselmo Bracamonte, en una improvisada reunión en el centro del patio con las mujeres, comunicó a éstas que los árboles serían talados ese mismo día. —Pese a quien pese —añadió tras una pausa. —¿Puede ser más preciso? —preguntó una madre. —Por supuesto, señora —el director se enjugó el sudor que bañaba su frente y fue lo más preciso que pudo—: Si no 198 consiguen ustedes, o sus respectivos cónyuges, convencer a sus retoños de que vuelvan a clase por las buenas, tendremos que hacerlo por las malas. Disponen de una hora. Ni un minuto más. Si el talador no ha terminado para el mediodía, cobrará horas extraordinarias. —¿Qué entiende usted por las malas? —inquirió una de las mujeres. —Lo mismo que usted. Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, las mujeres llamaron urgentemente a sus respectivos esposos, las que lo tenían. Mientras tanto, en el patio del colegio se habían congregado algunos curiosos, adultos, intuyendo que algo gordo estaba a punto de pasar. Tres cuartos de hora más tarde, una docena de hombres, varios de ellos exhibiendo un rostro plagado de pulgas muy malas, seguidos por veinte mujeres, avanzaron, como si de una formación militar se tratara, en dirección a los niños rebeldes, quienes, mientras tanto, habían aumentado su número en otros cuatro; ya eran treinta. —¡Fuera de ahí! —vociferó el padre más musculoso de todos. Ni uno sólo de los escolares se movió de su sitio. El mayor del grupo, un púber de trece años pecoso y con gafas, haciendo de improvisado portavoz, recurrió a la filosofía para explicar la insólita actitud levantisca del grupo. —Don Jacobo, el profesor de Ética, nos suele decir que, cuando se trata de defender la justicia, la desobediencia a veces es mejor que la obediencia. —Conque esas tenemos, ¿eh? Tres padres temperamentales, incapaces de contener la irritación, se lanzaron contra sus hijos. Los amotinados, todos a una, rechazaron a los agresores. 199 Las cosas se complicaron todavía más cuando empezaron a congregarse en el patio decenas de personas ajenas al colegio, entre ellas, varios periodistas de la prensa audiovisual y escrita, alguno con una cámara al hombro. En cuanto los niños de los magnolios —así los denominó la becaria de una revista de actualidad, una expresión que pronto hizo fortuna entre la opinión pública— vieron las cámaras de los reporteros, como si una sola voluntad los guiase, distribuyeron sus fuerzas equitativamente en torno a los árboles, quince por magnolio. Habían visto suficiente televisión para saber que la presencia de los reporteros les brindaba una inmejorable oportunidad de salirse con la suya. Don Anselmo Bracamonte, asomado a la ventana de su despacho, en cuanto vio lo que vio, visualizó, como un fogonazo, lo que vería al día siguiente en la prensa y la televisión, y reaccionó como ‘Enseñanza Libre’ esperaba de él. Bajó a la carrera al patio y, con voz engolada, reclamó la presencia de los periodistas. —Soy Anselmo Bracamonte, el director de ‘Enseñanza Libre’, y tengo el honor de comunicarles que el colegio ha decidido conservar los magnolios. Rectificar es de sabios. —¿De momento, o para siempre? —preguntó una periodista novata y, por lo tanto, sin pelos en la lengua. El director carraspeó. Su estrategia, la de ganar tiempo, se había venido abajo con la impertinente pregunta de la joven. —¿Para siempre? —reiteró ésta. —Hasta que los magnolios aguanten —respondió don Anselmo hundiendo la barbilla en el pecho. —Para siempre, entonces. La periodista novata corrió hacia los niños y les comunicó la buena nueva. 200 —¡Hurra! —gritaron éstos mientras danzaban alrededor de los magnolios; los pájaros, que habían contemplado los acontecimientos desde las alturas, cayendo literalmente del cielo, se posaron sobre las ramas de los árboles. ¡Su hogar! Pero lo memorable de esta historia, la que le otorgaría la relevancia suficiente para figurar en los telediarios y en las portadas de casi todos los periódicos del país y algunos del extranjero, fue lo que aconteció en los minutos siguientes. Una grulla, enorme, de plumaje plateado, surgida de Dios sabe dónde, aterrizó delante de los niños y, tras agitar levemente las alas, ejecutó un espectacular número de baile al ritmo del canto melodioso que fluía de entre las ramas de los magnolios. Cuando concluyó su sublime actuación, la majestuosa ave, se paseó parsimoniosamente por delante de los niños rebeldes, ahora salvadores, con el cuello girado hacia éstos, como si pretendiera grabar sus rasgos faciales en la memoria colectiva de los pájaros; hecho lo cual, retrocedió unos metros sin perder de vista a los escolares y, con las alas desplegadas, inclinó la cabeza hasta tocar el suelo con la punta de su largo pico. —¡La grulla ha hecho una reverencia a nuestros niños! —exclamó una madre, ebria de orgullo. Cuando, instantes después, la grulla se elevó a los cielos, dejó tras de sí un reguero de plumas de plata. EL PORQUE DEL POR QUÉ —Abuela, ¿por qué tengo una nariz tan pequeña y unas orejas tan grandes? —Porque sólo tú eres tú. 201 LA OTRA COMPAÑÍA —Sin papá, ¿no te sientes demasiado sola en la casa? —No, hija. En cuanto miro en torno a mí, la cabeza se me llena de recuerdos. —Es una vivienda demasiado grande para una persona sola. —No estoy sola, la casa está llena de tu padre. Los buenos recuerdos, hija mía, son lo mejor de la vida. Por eso debes coleccionarlos en abundancia mientras puedas. —¿Cómo, mamá? —Viviendo una buena vida. LA NUEVA VIDA S S e conocieron en el jardín del pabellón del cáncer del hospital de beneficencia, y, en cuanto se miraron, vieron su vida reflejada en los ojos del otro. Y, en ese instante, sintieron que eran personas, no enfermos terminales. Al día siguiente, en cuanto las circunstancias les fueron propicias, se apresuraron a bajar al jardín a confirmar lo que, durante la víspera, habían visto en los ojos del otro. La noche de esa memorable jornada, se entregaron al sueño reconfortados por los inolvidables recuerdos que habían atesorado durante las últimas horas. Y a pesar del dolor, las pastillas y la sentencia inapelable de la Medicina, se durmieron acunados por la esperanza de que, al amanecer, se les presentaría la oportunidad de vivir un nuevo comienzo. 202 EL ESPECTÁCULO DE PAPÁ NOEL C C uando la luz de la aurora abrió los ojos del niño Adrián, éste se encontró con un hombre orondo profundamente dormido a los pies de su cama. Pero no se asustó. Todo lo contrario. El intruso, un personaje de leyenda, no inspiraba miedo sino ternura. —¡Papá Noel! ¿Qué hace aquí a estas horas? ¡Está amaneciendo! —¡Por todos los renos!… Me he quedado dormido —dijo el hombre incorporándose mientras se ajustaba imperceptiblemente la barba blanca. —¿Dormido, usted, en la noche de todas las noches? —Pues sí. Al disponerme a entrar en la habitación, hace unas horas, y verte en la cama, despierto, ensimismado en la lectura de un libro que enseguida comprobé que se trataba de Un cuento de Navidad, de Charles Dickens, mi escritor preferido, no pude resistirme a la contemplación de semejante espectáculo. Recuerdo que dejé el saco de los regalos en el suelo con mucho cuidado para no distraerte de tu grandiosa ocupación, y, acurrucándome tras el quicio de la puerta, me quedé embelesado mirándote mientras leías. —Y, más tarde, se durmió. —Luego, cuando entré a dejarte los regalos. Por lo visto, entonces, me dejé caer en la alfombra, junto a ti, Adrián. Qué sueño más hermoso. —¿Sabe mi nombre? —Pues claro que lo sé. Por cierto, es el nombre de niño que más me gusta. Adrián leyendo el cuento más famoso de Charles Dickens… Mi niño leyendo a mi autor predilecto… 203 Es lógico que me haya quedado dormido. La felicidad siempre atrae al mejor de los sueños. —Usted habrá tenido el mejor de los sueños, pero menudo chasco se habrán llevado esta mañana muchos niños. —¿A qué niños te refieres? —A todos los que le faltaban por visitar cuando entró en mi dormitorio. No habrán recibido ningún regalo. ¿O era yo el último de su lista? La espontánea sonrisa que acogieron los labios de Papá Noel descompuso su bigote, el cual se movió lateralmente unos centímetros, como si fuera de pega. —No te preocupes, Adrián. En estos casos, siempre me reemplaza el otro. —¿Qué otro? —El segundo Papá Noel. El Bis. —¿Tiene sustituto? —Cuando, excepcionalmente nos recreamos en la contemplación de un espectáculo asombroso, no digamos nada si se trata de uno de los mayores del mundo como ha sido mi caso, el Bis siempre sabe que debe coger el relevo. —¿Yo, uno de los mayores espectáculos, Papá Noel? —Tú, siempre, sobre todo cuando invocas al sueño enarbolando Un cuento de Navidad. Sin personas como tú, no habría lectura ni… ni… —Diga lo que tenga que decir, Papá Noel. Le aseguro que, oiga lo que oiga, no me enfadaré. Sin personas como yo, no habría lectura ni… —Ni Navidad, hijo mío, para mí, no. Hasta pronto, Adrián. Aquí tienes tus regalos. Espero que te gusten. Dale recuerdos a tu mamá. —Se los daré. Gracias, Papá. 204 ANTES DE QUE LA MEMORIA SE VAYA C C ogió la sartén del lavaplatos y la guardó en el frigorífico, no por descuido, sino porque pensaba que era el sitio que le correspondía. Esa fue la primera señal. La segunda se presentó al día siguiente, cuando la mujer salió de paseo por las inmediaciones de su casa, y se extravió. Su marido no la encontró hasta horas después, en el bosque, acurrucada junto a un roble, tiritando. La memoria de la mujer se borró demasiado deprisa. Pero, antes, el hombre la miró como jamás la había mirado, y, en lo más hondo de sus adentros, vio con nitidez lo que en los años anteriores sólo había vislumbrado: el santuario donde la mujer guardaba lo mejor de su vida; y, en lo mejor, lo que más resplandecía era él. Y dos corazones latieron al unísono, con más fuerza que nunca, antes de que la memoria de ella los abandonase para siempre. LA OTRA MEDICINA —No puedo hacer nada por usted. Lo siento —dijo el médico al moribundo. —Sí que puede hacer algo —susurró el estertor de una voz desde las profundidades de la almohada. El médico se detuvo bajo el umbral de la puerta de la habitación. —¿A qué se refiere? —Puede acompañarme hasta la muerte. El médico dejó el maletín en el suelo, giró sobre sus talones, y se dirigió a la vera de la cama del moribundo. Fue el día en que alcanzó la cúspide de la medicina. 205 EL SOL DEL DINOSAURIO E E l enfermo terminal, quien aún no había cumplido los treinta años, acuciado por el dolor, luchaba a brazo partido con la Muerte. Una batalla perdida de antemano. Era demasiado joven para saber que la Muerte jamás se mete en la cama de un moribundo para sestear. El hombre, en el fragor de la contienda, aliviado por la dosis de morfina que le había administrado la enfermera, hizo un esfuerzo supremo para incorporarse, pero sólo pudo alzar unos centímetros la vista, lo suficiente para que el sol, que entraba a gritos por la ventana de la habitación del hospital, lo iluminara por fuera y por dentro. ¡El sol! El mismo sol que había acariciado la piel de los dinosaurios hacía millones de años. Y acunado por este pensamiento, el joven se ovilló en la cama, como un feto, y se durmió agarrado a la Muerte. ESTUDIOSO HASTA EL FINAL E E ra tan estudioso que, cuando murió, se dedicó a estudiar la nada. Y aprendió todo, absolutamente todo. LA SENDA FINAL E E mprendió solo el último viaje, ya no le quedaba nadie a este lado; pero sabía qué camino debía tomar. Los seres queridos que le habían precedido, al marcharse, habían trazado una senda entre las tinieblas para que él llegara hasta el final del principio. 206 BENDITA MADRE E E l hijo, mayor de edad, cuando se disponía a partir rumbo a los destinos inciertos y apasionantes de la vida, al despedirse de su madre, ésta se prosternó ante él y le pidió que la bendijese. —Pero, ¿qué haces, madre? Eres tú la que debe bendecirme a mí. —Te equivocas, hijo. Tú eres mejor que yo. “Porque llevo la belleza tuya conmigo, en el corazón de mis adentros, por eso”, pensó el hijo bendiciendo a su madre. ALGO BUENO L L o estaba pasando fatal, pero algo bueno podía extraer de la experiencia atroz que estaba viviendo: ahora estaba mejor dotado para comprender el sufrimiento del otro Y él era escritor. AMOR ARIO —Usted es una mujer aria. —Lo soy. —¿Por qué se casó con un judío? —Porque mi corazón sólo veía a una persona digna de mi amor. —Es usted la... —Sí, la mujer de un judío. A mucha honra. —La viuda de un judío, quería decir. 207 DOBLE DERROTA S S u oponente se mofó de él cuantas veces le derrotó, que fueron muchas. Éste, lejos de sentirse vencido, ardía en deseos de enfrentarse una vez más al ganador. Pronto se le presentó la oportunidad que tanto anhelaba. Apabulló al que siempre le había derrotado, y, luego, se burló de él. Fue entonces cuando se percató de que, habiendo ganado, se sentía más perdedor que nunca. Había desaprovechado la oportunidad de triunfar a lo grande. CIVILIZACIÓN —¿Qué es la civilización, abuela? —La ternura con la que me miras, hija mía. EL OTRO CUADRO E E n cuanto terminó el cuadro, el pintor, de un salto, se metió dentro de él. Quería conocer la otra cara del arte. LA JUSTICIA EN SU SANTUARIO —¿Por qué llaman a esta ciudad el Santuario de la Justicia? —Porque aquí se juzgan los actos que cometen las personas, y no las personas que han cometido los actos. 208 EL BOCADILLO Y EL LIBRO —¿Qué es más importante, maestro: un bocadillo o un libro? —Lo importante es leer con el estómago lleno. —No ha respondido a mi pregunta. —Lee para comer, y, luego, lee después de comer. —¿Para poder volver a comer? —Y para poder volver a leer. LA MUERTE NO ESTÁ INVITADA A A nunció a sus familiares y a sus mejores amigos que él se moriría como nadie había muerto: sin que la muerte estuviese presente. Ninguno de sus interlocutores prestó excesiva atención a las disparatadas palabras de un viejo que había empezado a chochear. Sin embargo, sorprendentemente, dos meses después, su vaticinio se hizo realidad. El anciano murió mientras bailaba con su nieta pequeña en la boda de su nieta mayor, fulminado por un ataque de vida. EL SECRETO DEL GANADOR E E l secreto del ganador era muy simple: mientras el juego duraba, jamás se daba por vencido. Y el juego era la vida. 209 EL REMEDIO DE LA VIDA L L a adolescente, cuyo cuerpo sin vida se encontraba en el fondo de un pozo, no le quiso revelar a su madre que se encontraba en el otro mundo. Temía su reacción. La muchacha se equivocó. La incertidumbre le dolió a la desconsolada mujer mucho más de lo que le hubiera dolido la confirmación de la muerte de su hija, ya que, desde que ésta desapareció, la enterraba cada día sin enterrarla del todo. Así que, para aliviar el sufrimiento infinito de su progenitora, a la joven difunta no le quedó más remedio que hacerse presente. Y, entonces, volvió a nacer. UN RECUERDO E E l recuerdo aquel que creía haber dejado definitivamente atrás, tirado en la cuneta de un lejano calendario, lo alcanzó a los ochenta años, cuando ya no podía emprender el camino de la redención. “¡Maldita vejez del demonio!”, se dijo. —Maldita la juventud tuya —le replicó, airada, la vejez suya. —¿Por qué maldita? —Porque el asesinato que cometiste se convirtió en un recuerdo imperecedero cuando lo sepultaste en el olvido. —¿Y por qué me lo recuerdas ahora? —No he sido yo. Ha sido tu juventud que, como intuye el principio del final, siente remordimientos de conciencia. 210 TREINTA NIETOS L L a anciana tenía treinta nietos y a todos los quería, a unos más y a otros menos, pero todos se sentían amados por la mujer. —¿Cómo es posible, abuela, que tengas tanto amor para repartir? —le preguntó su nieto vigésimo en la cena de Nochebuena. —El amor se multiplica con su uso. —¿Y cómo es posible eso? —Porque nada es imposible para el amor. PERSONAJE HUÉRFANO E E l personaje, a mitad de una novela, se había quedado sin autor. Confuso, sin saber qué hacer con su orfandad, se dedicó a lamentarse de su mala suerte durante las horas siguientes. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, luego, en el silencio de lo más profundo de la noche, algo se encendió en sus letras, como una luz sobrenatural. Era la inspiración. Y, entonces, volvió a la vida. EN BUENAS MANOS “Oliver Twist”, el memorable libro de Charles Dickens, fue abandonado por el joven lector encima de un asiento del vagón del metro, al menos eso es lo que pensó el niño Oliver mientras todas las letras que componían su nombre gemían de dolor. 211 Una adolescente, apiadándose del desamparo que irradiaba la novela, la recogió un minuto más tarde. Oliver, sin embargo, sólo sintió un moderado alivio. No las tenía todas consigo. Había distinguido en los ojos de la muchacha más lástima que amor por la lectura. Además, era un libro de bolsillo cuya legendaria belleza interior latía bajo una apariencia desaliñada. Mientras Oliver aguardaba con inquietud la decisión de la viajera, ésta, hojeando las páginas del libro, encontró una tarjeta personal. En la salida de la estación, llamó al número de teléfono que figuraba en ella. El joven lector le dijo que no había olvidado a “Oliver Twist” en el vagón, sino que lo había dejado a propósito para que otra persona tuviera la posibilidad de leerlo. —Otra persona, por ejemplo, tú. —¿No te ha gustado? —Si no me hubiera gustado, no lo habría dejado en el asiento del vagón —razonó el joven lector. Continuaron hablando durante un par de minutos, y Oliver, en el interior del bolso entreabierto de la muchacha, sumido todavía en el escepticismo, sólo pudo captar algunas palabras sueltas, las cuales no le proporcionaron ninguna pista sobre el destino que le aguardaba. Sin embargo, cuando escuchó a la joven despedirse, disipó casi todas sus preocupaciones. Si era una persona de fiar, ahora todo dependía de él, de sus letras. Y tenía plena confianza en ellas. —Cuando lo lea, te llamaré para decirte lo que me ha parecido. —De acuerdo —le dijo él. La muchacha llamó al joven lector tres días más tarde, y 212 le propuso quedar para conocerse. Éste aceptó. Se citaron a media tarde, en la entrada del metro de la Plaza Mayor. La muchacha, tal y como habían acordado, llegó con “Oliver Twist” abrazado contra el pecho. El joven lector la estaba esperando. Se miraron a los ojos durante unos instantes, dudando entre darse la mano o besarse en la mejilla, y, al final, resolvieron sus dudas dejándose llevar por la espontaneidad; se besaron en la mejilla entretanto se estrechaban la mano. —Me llamo Daniel. —Y yo Paula. —¿Qué te ha parecido? —preguntó él señalando a Oliver. —Es una novela maravillosa. Mañana, empezaré a leer “David Copperfield”. Oliver me ha convencido de que merece la pena conocer en profundidad al autor de sus días…, de sus páginas, quiero decir. —Y de sus días también, unos días que durarán toda la vida. Las novelas clásicas no morirán nunca… Eso espero. Intuía que “Oliver Twist” iba a caer en buenas manos. No dejes de leer la que a mí me parece la mejor obra de Charles Dickens, me refiero a “Grandes esperanzas”. Se han hecho varias versiones cinematográficas de la novela. Una de ellas titulada “Cadenas rotas”. —¿La historia de un niño pobre que ayuda a escapar a un prófugo y que, al cabo de los años, un benefactor misterioso empieza a costear todos sus gastos? —Esa. —La he visto varias veces en televisión. Toma, Daniel. El joven se negó a aceptar el libro que le devolvía Paula. —Es tuyo. Abandoné a “Oliver Twist” a su suerte. Conmigo ya no tenía nada que hacer. Lo he leído cinco veces. —¿Y crees que la fortuna le ha acompañado? 213 —Por supuesto… ¿A dónde vamos? —A donde Oliver nos lleve, Daniel. —Cuando Oliver coge a alguien por los ojos, siempre lo lleva hasta el punto final. —Pues hasta el punto final iremos. —Vamos. Y los dos jóvenes lectores se adentraron en la estación del metro. Oliver estaba en las mejores manos. LA GRAN PREGUNTA “¿Cuál es el sentido de mi vida?”, preguntó el hombre desde la cumbre de la montaña. En un principio, creyó que el eco le devolvía la pregunta: “¿Cuál es el sentido de tu vida?”; pero, pronto, se percató de que no había sido el eco, ya que los ecos se limitan a repetir, no a matizar. Y la pregunta que acababa de resonar había cambiado el adjetivo posesivo “mi” por “tu”. “¿Quién eres?”, voceó. “La vida”, le respondió la voz. UN HÉROE DE GUERRA E E l joven universitario, con una mochila al hombro, se dirigió hacia el único asiento que había libre en el vagón del tren de cercanías, junto a la plaza que ocupaba un viejo muy viejo cuyas manos, temblorosas, reposaban sobre el puño dorado de un bastón. Sin que existiese una razón lógica, el estudiante titubeó unos segundos antes de tomar asiento. 214 Aunque el viejo, con traje y corbata, presentaba un aspecto pulcro, su persona irradiaba algo intangible, como un aura negativa, que producía en el observador una sensación de rechazo. No obstante, al final, el joven optó por sentarse. Hasta la parada de la universidad le quedaban casi treinta minutos de trayecto, y, luego de haberse quedado estudiando hasta altas horas de la noche, le vendría de perlas echar una cabezada para despejar la mente y afrontar así en mejores condiciones el examen de Historia de España que tendría lugar a media mañana. —Yo, a los dieciocho años, fui un héroe en España, en la Guerra Civil, y, poco después, recién cumplidos los veinte, en Rusia, en la Segunda Guerra Mundial. Pertenecí a la División Azul —le dijo el viejo muy viejo, a los dos minutos, con un carraspeo previo a modo de aviso, cuando el joven, con un libro entre las manos, empezaba a amodorrarse. —¿En serio? —Muy en serio. ¿Has oído hablar de la División Azul? —Algo, sí. Estudio Historia en la universidad. —¿Y, siendo historiador, sólo sabes algo? —Estoy en primero de carrera. —¿Y qué has oído o leído de la División Azul? —Que la formaban unos fachas españoles que combatieron en el frente ruso, durante la Segunda Guerra Mundial, junto a los nazis. —¿Unos fachas, has dicho? —El viejo aferró con sus manos sarmentosas el bastón y, con los ojos desorbitados y las mejillas encendidas, giró la cabeza hacia el universitario—. ¿Unos fachas los voluntarios de la División Azul, muchos de los cuales, yo entre ellos, eran falangistas? ¿Esa es la historia que os enseñan en la universidad? 215 —En la universidad y en mi propia casa, señor. Mi abuelo materno fue un oficial republicano en la Guerra Civil. Una vez terminada la contienda, lo encarcelaron, y ocho años se pasó en presidio, obligado a trabajar en la construcción del Valle de los Caídos, en San Lorenzo de El Escorial. Allí perdió, el pobre, la salud. Él fue quien me habló de cómo la gastaban los falangistas en la guerra… y después de ella. —Algunos falangistas, que de todo hay en la viña del Señor. Además, lo que Franco hizo en la posguerra, no gozó de mi aprobación. Tenía que haber sido más misericordioso con los vencidos, y no tan cruel y vengativo. En fin, vuelvo a mi historia. Mientras tu abuelo trabajaba a la fuerza en el Valle de los Caídos, yo, que en aquel entonces tenía más o menos tu edad, defendía el orgullo patrio, junto a mi hermano y a mi primo predilecto, combatiendo en Leningrado contra otros rojos muchísimo peores que los españoles. Aquellos pretendían dominar el mundo. —¿Ha dicho usted el orgullo patrio? —El orgullo patrio, sí, porque nos enorgullecíamos de luchar, en nombre de España, contra la tiranía del comunismo. Incluso nos negamos a enfundar el uniforme de la Wehrmacht, tal y como pretendían los mandos alemanes. Nos sentíamos muy orgullosos de lucir el color azul de los falangistas, esos a los que tú tan alegremente has descalificado hace unos instantes. Si debíamos morir en aquel lodazal de sangre, vísceras y arroyos de lágrimas, lo haríamos ataviados con nuestra gloriosa indumentaria —el viejo hincó la barbilla en el pecho y se mantuvo en silencio unos segundos, con los ojos fijos en la contera de su bastón; luego, con una voz de ultratumba, agregó—: Lo peor vino después, cuando nos retiramos del frente ruso. 216 —¿Qué sucedió entonces? —Sólo podrás entender lo que ocurrió si te cuento lo que precedió al “entonces”. En Leningrado, cuando mi hermano y mi primo cayeron literalmente despedazados por un mortero (yo me salvé de milagro gracias a que segundos antes me había alejado unos metros de la trinchera para ir a hacer mis necesidades. Una cagada me salvó la vida. Qué cosas). Cuando, a los cinco minutos, regresé y vi sus restos hechos trizas, me convertí en un monstruo sediento de sangre roja, un monstruo sin miedo a nada, ni a los rusos ni tampoco a la muerte. Mi osadía, unida a mi agilidad y una formidable puntería, me permitieron protagonizar varias hazañas bélicas que me labraron el respeto y la admiración de los mandos alemanes. Cuando Franco ordenó la repatriación de la División Azul, yo me quedé con los nazis. Las ansias de venganza tiranizaban mi voluntad. Tras una serie de avatares, alguno rocambolesco, poco tiempo después, pasé a formar parte de la Gestapo, bajo las órdenes implacables de Reinhard Heydrich, el carnicero de Praga. En la capital checa, adonde pronto me trasladaron, el héroe del frente ruso degeneró en una alimaña. El sadismo de su jefe lo inspiraba. —Se convirtió en un asesino despiadado, ¿no? —el joven ya no tenía que disimular que escuchaba al viejo, la historia había ido despertando un interés creciente en él. —Más o menos. Como me supongo que sabrás, un comando suicida checo perpetró un atentado contra Reinhard Heydrich. Éste, mal herido, sobrevivió a la bomba que arrojaron contra su coche, pero murió a los siete días por una septicemia. Después de aniquilar a los autores del magnicidio en la iglesia de Praga donde se habían escondido, la delación 217 recompensada de uno de los miembros del comando, quien nos facilitó un informe detallado de todas las andanzas de los terroristas hasta la comisión del atentado, emprendimos una cacería contra los ciudadanos checos que habían dado cobertura a los asesinos. Yo maté con mis propias manos a más de una decena de civiles, entre ellos, un cura, dos mujeres, una madre sexagenaria y su hija treintañera, y un chiquillo de apenas trece años. —¿Por qué me cuenta todo esto, a mí, que soy un desconocido para usted? —Porque, porque… —¿Para aliviar su conciencia, o para fanfarronear de sus hazañas bélicas? El viejo dirigió a su interlocutor una mirada preñada de una infinita tristeza y, obviando la pregunta planteada, continuó narrando su macabra historia. —Las víctimas de Praga, sus súplicas, sus rostros aterrorizados, y sobre todo, la mirada pavorosa del púber, no me han permitido dormir en paz ni una sola noche de estos últimos sesenta y tantos años. Por cierto, la mujer treintañera a quien ejecuté, estaba embarazada. —En la guerra, por desgracia, los humanos nos convertimos en unas bestias sedientas de sangre. La sangre de los otros, los que consideramos infrahumanos. —Sí, ellos pensaban lo mismo, me refiero a los nazis. Decían que liberaban de su mediocridad a los habitantes de los países conquistados, por no mencionar de qué liberaban a los judíos. Los gritos de la mujer encinta señalándose el vientre antes de coserla a tiros, el gesto misericordioso de la anciana, como perdonándome mi atrocidad, y los ojos suplicantes del muchacho… ¡Ay, el muchacho! 218 —No se atormente, abuelo. Ha pasado más de medio siglo, con sus remordimientos ya ha pagado con creces las tropelías de su yo veinteañero. —No, no las he pagado todavía, pero, si te dignases en hacerme un gran favor, quizá podría descansar en paz de una vez por todas… —Dígame de qué se trata. Si está en mi mano, prometo ayudarle. —Claro que está en tu mano, muchacho, precisamente en ella está. En mi casa, en un cajón de mi escritorio, guardo una pistola y varias balas —el viejo muy viejo acercó la boca al oído del estudiante y, con voz apenas audible, agregó entre susurros—: ¿Me ayudas a matarme? Yo solo no puedo. Carezco de valor. LA HOMBRÍA C C uando se hizo hombre entre las piernas, se percató de que la humanidad estaba más arriba, a su izquierda, y que tendría que crecer mucho para alcanzarla. EL FINAL DEL INTERROGANTE E E mpezó siendo un puntito que había emergido del extremo de una especie de surtidor; después, se convirtió en un punto que, en la oscuridad de la noche, desorientado, se dejó guiar por el azar. Era un azar bendito que lo condujo al seno de una cueva cálida. Pronto se quedó profundamente dormido; al alba, lo despertó un haz de luz. La curiosidad y 219 el hambre lo animaron a aventurarse fuera de la cueva. En el calvero de un bosque, se erigía una extraña fuente, cóncava, de la que fluía una sustancia blancuzca. La probó. Sabía bien. Se dio un festín durante unos minutos. A media mañana, se detuvo delante de una laguna, atraído por la imagen que se reflejaba en la superficie: había crecido tanto que ya era la primera letra de una frase ilegible que terminaba en un signo de interrogación. Reanudó su camino. Por la tarde, en la ribera de un río, comprobó que había alcanzado el interrogante del final de la frase: “¿Quién eres?” Corrió en busca de la respuesta. La encontró al anochecer, al final de un largo camino, junto a la cancela del cementerio. Era un signo de admiración. LETRAS EN EL CIELO E E l escritor escribe y escribe y escribe. Sus letras, empujadas por el viento de la imaginación, trazan renglones en el cielo. De vez en cuando, el escritor interrumpe la escritura y, con los ojos fijos en el firmamento, se imagina que alguien trazó unos renglones en las alturas. A la mañana del día siguiente, escribía y escribía y escribía. —¿Qué escribes, papá? —Letras en el cielo. EL INSTANTE PERFECTO C C lara Arroyo, con un hatillo sobre la cabeza, camina a intervalos desde hace varias horas; ignora a dónde se dirige, sólo sabe que debe seguir hacia delante. Una fuerza 220 misteriosa, surgida de lo más hondo de sus adentros, la impele a ello. Su hijo, Abel, al que en ocasiones, en un chispazo mental, logra reconocer, fue a visitarla a la residencia La edad dorada a las nueve y media de la mañana, y, aprovechando el sol radiante de primavera, se empeñó en sacarla a pasear por el jardín. Clara aceptó a regañadientes, no sin antes reunir en un hatillo sus pertenencias personales más valiosas: un sobre amarillento en el que guarda una docena de fotos, un broche de plata en forma de tulipán, un ejemplar de la Biblia y un pintalabios. Desde que ingresó en La edad dorada, hace catorce meses, Clara siempre lleva el atadijo sobre la cabeza o entre las manos; sin él, se niega a salir de la habitación. Abel, al principio, trataba de convencerla para que dejara las cosas dentro del armario. —Aquí nadie te las quitará, mamá —le repetía durante los primeros días. Ante semejante ocurrencia, la madre miraba a su hijo con ternura, como apiadándose de su analfabetismo sentimental, al mismo tiempo que afianzaba el hatillo sobre la cabeza o lo estrujaba contra el pecho. Sin embargo, una mañana en la que Abel insistió más de lo habitual, en un destello de lucidez, la mujer sorprendió a su hijo con un razonamiento lógicamente irrebatible. —A mí sí que pueden quitarme, hijo. La muerte, a mi edad, ya no avisa, se ha cansado de hacerlo en los años anteriores. Cuando suene la hora, y puede sonar en cualquier lugar y en cualquier instante, hoy más probable que mañana, se acabó, punto final. Por eso llevo el hatillo, para sentirme acompañada cuando cruce el umbral del otro mundo. —¿Acompañada de objetos? 221 —De recuerdos, hijo. Estas cosas son el “ábrete, Sésamo” del santuario de mi memoria. Sin ellas, me quedo desamparada, a merced del ingrato presente. —¿Por qué no las metes en un bolso? Te resultaría más cómodo. Podrías colgártelo del brazo y así tener las manos libres. —Porque prefiero envolverlas en el pañuelo de seda que me regaló tu padre días antes de que sufriera el infarto traidor. Además, aunque te parezca increíble, en cuanto siento el roce suave de la seda en mi piel, mi corazón recupera el brío de antaño. Tras escuchar estas palabras, el hijo, con buen criterio, no volvió a mencionar el asunto. Al minuto de bajar al jardín, hace unas horas, sonó el teléfono móvil de Abel. Un asunto imprevisto requería su presencia inmediata en la oficina. Se despidió atropelladamente de su madre con un abrazo y la promesa de que volvería al cabo de dos días. La anciana, después de dar las vueltas de rigor alrededor del monolito erigido en honor del fundador de la residencia, un prohombre de las finanzas, se sentó en un banco a auscultar el sonido de los árboles, y, al minuto, al ver de reojo la puerta de la verja entreabierta, espoleada por una voz surgida del corazón de su alma, salió al exterior sin que nadie se percatara de ello. Pronto, perdió de vista el edificio de la residencia. No era consciente de a dónde se dirigía, pero alguien dentro de ella sí parecía saberlo. Pasito a paso, fue alejándose del centro de la ciudad. En un barrio de los arrabales, en una intersección de caminos, luego de titubear unos segundos, opta por seguir 222 la recomendación que le hace la voz poética de la Clara Arroyo adolescente, quien, desde los confines de la memoria, recita uno de los poemas favoritos de la Clara de todos los tiempos: “Llegué a una bifurcación de caminos, y escogí el menos transitado; ahí radicó la diferencia”. La anciana se detiene a beber en una fuente natural de la que mana un chorro de agua fresca y cristalina. Un peregrino del Camino de Santiago que se halla sentado en la hierba dando buena cuenta de un bocadillo regado con vino de Jumilla, le ofrece un plátano y un ‘sandwich’ de queso manchego recién curado. Clara sólo le hinca el diente al plátano; el emparedado, tras envolverlo en una servilleta de papel, lo guarda en el hatillo. —Eche un trago, señora. —Si lo hiciera, me quedaría varada en el polvo del camino. —¿A dónde se dirige? Clara está a punto de confesar al desconocido que huye de una ciudad inhóspita y extraña, pero, cuando va a abrir la boca, se le olvida lo que iba a decir. —Adonde mis pies me lleven —responde por fin, recordando fugazmente el título de la última película que vio en el cine con su amado Jacinto. —Entonces, va en la dirección correcta. Al poco de reanudar la marcha, la anciana desemboca en otro cruce de carreteras. El canto de sirena de sus reminiscencias le insta a tomar la que conduce al pueblo de Los Álamos. Un kilómetro más adelante, se sienta en un mojón a comer el pan con queso del peregrino. Mientras mastica con la mirada enredada en la vegetación que bordea el asfalto y el oído absorto en el gorjeo de los pájaros, la música de los dioses, 223 el olor a naturaleza despierta un eco en su memoria: “Pronto, Clara, muy pronto”. Al atardecer, extenuada, con las plantas de los pies salpicadas de ampollas, la mujer desemboca en una calle flanqueada de casas de planta baja cuya visión reanima instantáneamente su moribundo cerebro. Unas cuantas neuronas, sorteando precipicios y pozos sin fondo, a punto están de fundirse en un inolvidable recuerdo. Lo impide el grito extemporáneo de una lugareña que pronuncia su nombre desde una ventana: —¡Clara! Sin girar la cabeza, la anciana continúa su forzada marcha apremiada por otra voz mucho más familiar y entrañable. Al doblar la esquina de la calle, sus ojos, súbitamente engrandecidos, se dan de bruces contra una cancela de rejas encajada en un muro remozado de un blanco cegador. “Adelante, Clara”, la arenga una voz inconfundible. ¡La voz! No se lo piensa dos veces. A unos metros, sus pies se detienen frente a una lápida cuyo epitafio provoca un respingo en el corazón de la mujer: “Aquí yace un hombre de fortuna. Clara iluminó su vida” Después de releer el texto media docena de veces, embargada por la emoción, en un formidable esfuerzo, se prosterna frente a la lápida. La memoria, enternecida por las lágrimas que brotan de los ojos de la mujer, le regala las estampas primaverales de una boda: la de Jacinto Pacheco y Clara Arroyo. La novia se deja caer sobre el mármol de la tumba, con el hatillo abrazado contra el pecho, y, al minuto, se duerme acunada por los sueños de una luna de miel, la suya. El instante perfecto. 224 DOS VIDAS L L a anciana arrastra bajo la lluvia un carrito rebosante de bolsas de la compra. En un recodo de la acera alfombrada de hojas se resbala y está a punto de precipitarse al suelo. Una mano samaritana la sujeta en el último momento. —Gracias, buen hombre —le dice al dueño de la mano—. Mis huesos frágiles no hubieran soportado una caída, o sea, que me ha salvado usted la vida. Sé que es poca cosa, pero es lo único que tengo. —¿Poca cosa? Ay, señora. Nadie me ha mirado con los ojos de gratitud con los que usted me mira. Me ha llenado de vida. Y dos vidas, bajo la lluvia, cierran sus paraguas para fundirse en un fenomenal abrazo. EL PERRO QUE HABLA —Los perros no hablan, ¿verdad, papá? —Los perros ladran. —Entonces, ¿por qué habla el perro del cuento? —Porque tú quieres que hable, hijo. —¿Yo? ¿Cómo? —Cada vez que lees el cuento del perro que habla. NARCISO A VOCES N N arciso se compró el último chisme del mercado, no por sus prestaciones, sino por lo que proclamaba al mundo sobre sí mismo. 225 EL HOMBRE MÁS TRISTE DEL MUNDO “Sólo el amor engendra amor; ahora lo sé”, se dijo el hombre más triste del mundo, el solitario vocacional, en el ocaso de su existencia. Y el hijo de sus vecinos, un niño de diez años, lo oyó y lo escuchó. ESCONDIDO A A l cerrar los ojos, lo vio. —¿Qué haces, aquí? —Vivir en tu recuerdo. SOL EN EL OCASO A A l llegar al ocaso de su existencia, el hombre solitario aprendió la lección que nunca había tenido interés en aprender: que sólo el afecto genera afecto. —¡Demasiado tarde! —exclamó. —No —le dijo la mujer octogenaria a la que había conocido el mes pasado. —¿No? —preguntó el hombre. —No —respondió la mujer besando con dulzura sus labios. LA FRATERNIDAD N N o es una cifra. Es el mundo entero. En sus ojos se refleja el sufrimiento centenario de sus ancestros, también 226 la esperanza invencible. Nos abrazamos con la mirada. No entiendo su lengua, él tampoco la mía; pero sabe lo que le digo, sé lo que me dice. Nuestras manos se juntan. Él soy yo, yo soy él. Hermanos, para siempre. MARISOL Y JULIÁN A A unque era abstemio, se pasaba todas las tardes acodado a la barra del bar. Sólo allí la soledad, entre trago y trago de agua, le concedía un respiro. —Buenas, ¿está solo? —Sí. —Yo suelo sentarme allí, en el rincón, junto a la ventana, y siempre me fijo en usted. —¿Y qué ve? —He visto una soledad inmensamente solitaria. —¿Ha visto? —Sí, hasta hoy. Me llamo Marisol. —Y yo, Julián. Julián y Marisol volvieron al día siguiente al mismo bar. Juntos. EL PODER DE UN ESCRITOR “No vales, jamás serás escritor, no puedes…” El joven escritor, en la soledad de su cuarto, escribía y escribía ahogando con el tecleo la voz interior que lo fustigaba: “No vales, jamás serás escritor, no puedes…” Años más tarde, mientras el escritor que un día fue joven tecleaba delante de la pantalla del ordenador, al fondo oyó 227 una vocecilla: “No valías, jamás serías escritor, no podías... Pero pudiste.” Fue el día en que terminó su novela. PUNTOS SUSPENSIVOS M M iró atrás, y divisó el pasado flanqueado por unos signos de admiración; dirigió la vista hacia adelante, y divisó en lontananza el futuro entre interrogantes; cerró los ojos y vio el presente seguido de un punto y aparte. Reconfortado por lo que había visto, se adentró en lo más profundo de sus entretelas, dispuesto a sembrar de certezas el porvenir. Y empezó a escribir la página de hoy. Puntos suspensivos… EL GRAN CAMBIO —Quiero cambiar de colegio, mamá. —¿Por qué? —Porque mis compañeros me llaman pernicorto. —¿Crecerán tus piernas en un nuevo colegio? —Pues… —Las piernas crecerán si quieren crecer. No depende de ti. Pero sí depende de ti que crezca otra cosa, independientemente del colegio al que vayas. —¿Qué otra cosa es esa, mamá? —El coraje, hijo. 228 ELLA, LA LUZ E E l día, triste y oscuro, languidecía, cuando, de pronto, todo se iluminó. Ella lo miraba. ESPECIALISTA EN SILENCIO E E ra especialista en el silencio; no paraba de hablar de su especialidad. INFINITUD M M iraba a menudo hacia el infinito, a todas horas, todos los días. El infinito: los ojos de ella. EL SECRETO DEL CAMBIO “Las personas cambian, aunque sigan siendo las mismas. Cambian a nuestros ojos”, se dijo el desenamorado al contemplar a la mujer a la que ayer amaba. EL ECO DEL RECUERDO E E staba muriéndose en la más completa soledad. Se moría como había vivido. ¿Dejaría algo en este mundo aparte de las donaciones millonarias realizadas a unas cuantas oenegés? ¿Un recuerdo imborrable en la memoria de alguien? ¡No! O 229 quizá sí. Esos ojos lo miraban con arrobo, con ternura incluso. ¿Quién sería?—Soy yo, Amelia, la enfermera. Es un usted un hombre excepcional. Lo recordaré siempre. Descanse en paz, Santiago. El anciano cerró los ojos, emitió un suspiro y se coló en la memoria de Amelia, cuyas puertas estaban abiertas de par en par a su recuerdo. Luego, Santiago voló muy lejos. EL PAISAJE DEL AMOR S S e recreaba en la felicidad que irradiaban el hombre y la mujer que se sentaban a diario frente a él, en la cafetería de la Plaza Mayor. No los miraba con envidia, sino con regocijo. Él, un fracasado recalcitrante en la aventura del amor, con el ejemplo de la pareja, mantenía la esperanza de que un amor parecido algún día lo mirase con los ojos embelesados con que la mujer de la cafetería, octogenaria, quizá nonagenaria, miraba al hombre: los ojos de la ternura. LADRIDO AL CIELO E E l perro ladra a la luna. Su amo es astronauta. ABAJO, ARRIBA S S e agachó tras un esfuerzo ímprobo, apoyó las palmas de las manos en el suelo y se dejó caer. Ya era como un gusano. Ahora, sí, se dijo incorporándose. Ya estaba listo para tocar el cielo. 230 LA NOCHE DEL HÉROE —¡Socorro! —oyó entre sueños. Se despertó bruscamente. El grito provenía del exterior. Otra noche que no pegaría ojo. Se vistió a toda prisa y corrió hacia la calle. En los tiempos que corren, hay demasiados malvados para tan pocos héroes. LA LECCIÓN DEL ALCOHOL S S in alcohol, no hubo diversión. Fue una noche inolvidable. Los jóvenes aprendieron ese día lo aburridos que eran; alguno, a partir de entonces, obró de acuerdo al saber aprendido. ANTES DE PERDER LA ESPERANZA A A nte el sufrimiento, lo que más le dolió fue el silencio sordo del amigo que, mezclado entre las decenas de curiosos, no movió un músculo para ayudarle. En ese momento, perdió la esperanza. Pero sólo la perdió durante unos segundos. Cuando trataba de protegerse de los golpes que le llegaban desde todos los ángulos, de entre el grupo de espectadores surgió un hombre corpulento, un desconocido que lo salvó de la muerte, la de su cuerpo y la de la esperanza. 231 CARTAS CERTIFICADAS —¿Va a tardar mucho? —preguntó la mujer madura al joven que le precedía en la cola de Correos. —Unos minutos, sí. He de certificar tres cartas. —Ojalá lleguen a su destino —dijo la mujer. —¿Por qué ha dicho eso? Pues claro que llegarán, señora. Las cartas que mando certificadas siempre llegan. —Las mías no llegan nunca, y si llegan, no me entero —razonó ella. —¿Por qué las manda entonces? —Para mantener viva la esperanza. EL PALACIO DEL AMANECER S S oñó durante toda la noche con palacios; en cuanto la luz del alba lo despertó, escribió un poema. AUTORÍA DE UN LIBRO “Escrito por el autor”, informaba la etiqueta del libro. El lector supo que ese era su libro. Por fin un editor caía en la cuenta de que en la literatura la obviedad se había convertido en el secreto mejor guardado. ¿Quiénes escribían los libros que se publicaban? A veces, el propio autor. Es justo que los lectores lo supieran. 232 EL CAMINO DE LA PALOMA S S e le echó la noche encima en mitad de la nada. Al poco, empezó a llover con intensidad. Pronto, el camino se convirtió en un lodazal. Anduvo a tientas por una larga vereda flanqueada de árboles, luego, sintió que el terreno se inclinaba hacia arriba. Aunque ignoraba si la pendiente conducía a la cumbre de una montaña o a un precipicio, siguió ascendiendo. Intuía que su única posibilidad de salvación se encontraba más arriba. Al cabo de una hora de ascenso, cayó exhausto, bajo una roca. Cuando amaneció y miró hacia abajo desde las alturas, descubrió, asombrado, que en su deambular de aquí para allá, sus pasos habían dibujado en el barro la figura de una paloma. Y fue entonces cuando se le ocurrió una disparatada idea. ¿Y si…? Extendió los brazos, tomó carrerilla y surcó los aires. EL CONSUELO C C ada vez que la vida le asestaba un revés, se consolaba arrojándose en los brazos de su madre difunta. EL NÚMERO DE SU SEGUNDA CASA —¿Qué lleva usted anotado en el antebrazo, señora? —preguntó a la invitada nonagenaria el presentador de “Usted primero”, el sorprendente programa de sorpresas de la televisión pública. —Un número. —¿De teléfono? 233 —Es el número de mi segunda casa, allí pasé tres años interminables. —¿Vive alguien ahora allí? —No lo sé, tal vez sí. —¿Probamos? —Probemos. La mujer extrajo del bolso un teléfono móvil, y marcó los números grabados en su antebrazo. Una voz de ultratumba resonó al otro lado. —Aquí Auschwitz. ¿Quién llama? LAS RAÍCES DE LAS PREGUNTAS —¿Adónde van a parar las preguntas que se responden? —preguntó la adolescente a su abuelo. —Probablemente, se meten dentro de las respuestas a esperar su oportunidad. —¿Qué oportunidad? —La de que las respuestas echen raíces y broten en otras preguntas. EL PLACER DE UN LIBRO —Me haces cosquillas. —¿Qué? ¿Quién? —preguntó la niña, con el libro entre las manos, mirando a izquierda y a derecha. —He sido yo —le dijeron las letras impresas. La niña, asustada, dejó el libro sobre la mesa. —No temas, y cógeme de nuevo, tonta. 234 La niña, con cierta prevención, fue acercando los ojos al papel. —¿Cómo puedo hacerte cosquillas a ti, que eres un libro? —Con tus pestañas, cuando me lees… Léeme. La niña leyó, y el libro, al sentirse cosquilleado, emitió un suspiro de placer. ENSEÑANZA DE NOVELA C C omo quería aprender, se puso a escribir una novela. Aprendió mucho sobre sí mismo, entre otras cosas, a que no sabía escribir novelas. MUERTE VIVA E E s el último miembro de su linaje que continúa vivo. Ay, la supervivencia: la peor de las muertes. Vives para morirte un poco cada día sabiendo que la muerte, otra muerte, te aguarda al otro lado de la noche. LA NATURALEZA SE REBELA É É l no la amaba, así que la naturaleza hizo lo que debía hacer en las entrañas de la joven para no concebir lo inconcebible: una criatura fruto exclusivo del placer, no del amor. Ahí comenzó la revolución de la Humanidad, la que la Naturaleza llevaba siglos anhelando. 235 EL DÍA DE LA NAVIDAD E E l nieto predilecto de la anciana se presentó de improviso, en el pueblo, la mañana de Nochebuena. —Adrián, ¿qué haces tú por aquí? —preguntó la abuela mientras sonreía de oreja a oreja. —He venido a pasar la Navidad en el pueblo, contigo. Fue una de las mejores Navidades que habían vivido hasta entonces la anciana y el joven veinteañero. Separados por más de medio siglo, la abuela y el nieto se encontraron en el hoy, la Navidad en la que la vejez fue joven y la juventud vieja. El día de todas las edades, el día en que la Navidad se hizo mayor. EL OTRO CON ÉL S S e sumergió en el pozo del dolor y estrechó la mano que le tendía el otro mientras los ojos de ambos se fundían en una mirada de ternura; subió a la superficie colmado de humanidad. Llevaba al otro, el doliente, consigo, alegrándole el corazón. LA BELLEZA DEL NADADOR S S e desliza por la piscina ajeno a la hermosura de la mujer que toma el sol en el césped. La belleza para el nadador tiene nombre masculino. 236 NADA, NADIE M M eses atrás no supo articular las palabras que otrora había pronunciado innumerables veces; hace unas semanas, no pudo recordar unos cuantos nombres propios; ayer le resultó imposible reconocer a sus hijos; hoy alguien la está mirando fijamente sin apenas parpadear; le sonríe abiertamente. Es un rostro que le remite a un pasado remoto, acaso a su juventud, quizás a su infancia. Le hace una seña con la mano, como invitándola a ir con ella. “¿A dónde querrá que vaya? Por ahí no se va a ningún sitio… ¿O sí?” EL POZO DEL TIEMPO E E l hoy, con la vista fija en el horizonte del mañana, no se percató de que metía el pie en el pozo del ayer. LUZ S S umido en la noche más oscura, abrió un libro y la habitación se iluminó. LUJO NECESARIO D D isfrutaba mucho en la piscina de la urbanización. Mal asunto. El lujo lo había convertido en necesidad. Al día siguiente de concluir sus vacaciones, se hipotecó. Y, entonces, el lujo se transformó en hábito. 237 UNA MONJA Y UN MONJE É É l ingresó en un monasterio un mes después de que ella entrara en un convento. A los cinco años, tras revelarse Dios a ambos, ella abandonó el convento poco antes de que él colgara los hábitos. Se encontraron una semana después en la misma plaza en la que se conocieron. El Dios de él y de ella guió sus pasos hacia los brazos del otro. Fue entonces cuando empezaron a practicar su verdadera religión. EL ABANICO DE LOS RECUERDOS E E l viejo muy viejo recuerda a diario alguno de los episodios vividos junto a su mujer y su hijo. Sin él, sus seres queridos no vivirían; por eso vive, para que ellos no mueran, al menos eso cree él. Pero está equivocado: no vive para que ellos no mueran, ya que, al recordarlos, sus ojos refulgen y su ánimo se entona, y los otros, los vivos, se aproximan al viejo y, al impregnarse del aroma que destilan sus recuerdos, se llenan de él, de la humanidad de un viejo muy viejo al que nunca olvidarán. VIDA EXCESIVA C C onservaba intactas las facultades mentales, no así el vigor del cuerpo, mientras acumulaba años en contra del pronunciamiento de la Demografía. La Muerte pasaba por sus inmediaciones y, en más de una ocasión, se detuvo en su casa, no para recogerlo a él, sino a otros. El viejo viejísimo 238 había aprendido la lección: la peor muerte es la vida extrema, la que se prolonga durante más de cien años. El día que cumplió el primer año de su segundo siglo, en una especie de epifanía, supo lo que debía hacer. Desde entonces, se dedica a enseñar la lección que ha aprendido. Algunos la aprenden. En efecto, la muerte a su tiempo es vida; la vida en exceso es muerte. EL CONSUELO DEL GENIO E E l Premio Nobel de Medicina, uno de los mayores genios de la historia de la humanidad, a solas en su laboratorio, llegó a la inapelable conclusión de que la gente lo admiraba por su cerebro, no por su corazón. “Ningún medicamento puede sustituir al amor”, se dijo mientras contemplaba la vacuna, descubierta por él, que había permitido a otros seguir amándose. Ese era su consuelo. LOS REYES SON REYES E E l Rey y el Príncipe heredero hicieron respectivamente de Melchor y Gaspar en la Cabalgata de los Reyes Magos, y ese día, en la capital del reino, muchos ciudadanos adultos volvieron a creer en los Reyes. 239 LA ÚLTIMA MIRADA E E l avión en el que viajaba estaba a punto de estrellarse. Durante unas decenas de segundos, en los que el tiempo cronológico se ralentizó, el hombre visualizó, como en una película, los momentos más relevantes de sus cincuenta años de existencia, y no halló consuelo ni en una sola escena. Su vida había sido un completo fracaso. Qué muerte más amarga. En un asiento del otro lado del pasillo, en la misma fila, una mujer menuda, entre sollozos, repetía los nombres de sus tres hijos. El hombre, en un impulso, se acercó a ella y le cogió las manos. —Túmbese en el asiento, señora. Yo la protegeré con mi cuerpo. Tal vez usted consiga salvarse. La mujer, con los ojos rebosantes de lágrimas, dirigió a su protector la mirada más hermosa que éste había visto jamás: la mirada del agradecimiento. Fue un segundo antes de que el avión se hiciera trizas contra una montaña. Toda la vida del hombre no había sido un fracaso. EL DESCANSO DE LA ESPERANZA L L a anciana convalece en el hospital de una larga enfermedad. La vida mientras tanto, encarnada en su amada hermana, mantiene encendida la llama de la esperanza. Aquí o allí, la mujer convaleciente, cada vez que mira los ojos que la miran, los ojos del amor fraternal, encuentra el descanso: «Todo está bien... He vivido». 240 LA MORAL EN EL MAR E E l hombre de la montaña jamás se había bañado en el mar, tampoco en el río; o sea, que ignoraba si sabía nadar. Lo supo aquel día, el que vio el mar. Un niño pedía auxilio a una decena de metros de la orilla de la playa, y el hombre de las montañas, sin pensárselo ni un segundo, se descalzó y se lanzó al agua. Tal vez sí supiera nadar. EL ESPECTÁCULO SIN TIEMPO E E ra tan maravilloso el libro que leía, que, durante las diez horas que necesitó para concluir su lectura, sólo envejeció un minuto. EL HORIZONTE PERMANENTE C C incuenta años después, cada vez que se miraban a lo más profundo de los ojos, veían el mismo paisaje: el alma del otro. PUNZADA EN EL PECHO L L e dolía el pecho. Era una punzada que no remitía. “¿Será el principio o el final?”, se preguntó. Era el principio. Se había enamorado. EL DUEÑO DEL DUERO E E l viejo muy viejo, todas las mañanas, se sienta en un banco de la ribera del río Duero, a su paso por Soria, y se recrea en la contemplación del trozo de río al que considera suyo. Los ríos ni se compran ni se venden, pero éste trozo del Duero es suyo, claro que lo es. Puede contemplarlo cuando quiera, y quiere todas las mañanas el viejo muy viejo, el dueño del río Duero. EL MAESTRO ECHA UNA CABEZADA E E l maestro se quedó dormido en clase al poco de poner unos ejercicios en la pizarra. Los alumnos no se rieron de él ni aprovecharon la coyuntura para enredar; todo lo contrario. Lo arroparon con extremo cuidado y se mantuvieron en silencio a esperar que se despertara. La noche anterior, el maestro se la había pasado en el hospital, velando el sueño agitado de su esposa enferma. LOCO PALACIO D D ice que su humilde dormitorio es un palacio… Lo toman a risa, pero yo le creo. LA VOLUNTAD DE UN POEMA L L a mujer treintañera, en la boca de entrada de la estación del metro de la Plaza de las Alondras, en Villahermosa del Amanecer, ofreció al hombre un poema amoroso brevísimo a cambio de la voluntad. El hombre le dio dos monedas de euro y le dijo que dejara el poema para otro día, ya que llevaba mucha prisa. La poeta callejera se negó a aceptar el dinero esgrimiendo un argumento irrebatible: —Mi poesía no acepta limosnas. Escúcheme y deme lo que merezca, si es que mis letras tienen algún valor material para usted. Se trata de uno de esos poemas que, por su brevedad, yo llamo fulminantes: lo he escrito hace cinco minutos, recostada contra la baranda, aquí mismo. Si no puede demorarse ni siquiera unos segundos, ya se nos presentará otra ocasión. El hombre, un escritor vocacional, vaciló durante unos segundos. Luego, esbozó una sonrisa cálida. La cita podía y debía esperar. Si se retrasaba, sería por una buena causa: la Literatura de carne y hueso. El editor lo comprendería. —Adelante, la escucho. —¿No quiere leerlo? —Prefiero escucharla. La mujer lo recitó de corrido sin mirar el papel: —No me quiere/ pero lo quiero/siempre lo querré aunque nunca me quiera/ porque yo amo a quien quiero. —Tenga. El hombre puso en la mano de la mujer un billete de veinte euros. Ésta, ruborizada, lo rechazó. —Es demasiado dinero. —Es mi voluntad… Y usted me ha regalado el germen de un cuento y algo más, bastante más —insistió el hombre. —¿Es escritor? —Sí, me siento escritor desde que tengo uso de razón, si bien me gano la vida como funcionario municipal. —¿Dónde puedo leer algo suyo? 243 —Aunque estoy a punto de cumplir los sesenta años, todavía no he publicado ningún libro. Pero hoy mi sueño empezará a hacerse realidad. Precisamente llevo prisa porque estoy citado, dentro de veinte minutos, con el propietario de La Aventura Venturosa, la editorial que publicará mi primer volumen de cuentos, “La vida de las palabras”. —¡Enhorabuena! Aquí, una futura lectora de “La vida de las palabras”: Carmen Rueda. —Gracias, Carmen. Mi nombre es Abel Ceballos. El escritor estrechó la mano que le tendía la poeta callejera. —Me decía usted que le he regalado el germen de un cuento y bastante más. ¿A qué se refiere con ese adverbio adjetivado, Abel? —A una cura de humildad. —Ahora sí que le acepto los veinte euros. Y, entretanto guardaba a empujones el billete en un monedero, Carmen dedicó al escritor una monumental sonrisa. Una hora más tarde, a una mesa de la cafetería Cervantes, después de que firmara el contrato de edición de “La vida de las palabras” con La Aventura Venturosa, Abel Ceballos le pidió al editor que le disculpara un minuto. —Se me acaba de ocurrir el título de un cuento. —¿Lo ha escrito hoy? —Sí, en el metro, en el trayecto hasta aquí. Sólo me faltaba el título. —¿Me deja leerlo? —¿El título o el cuento? —El título y el cuento. Y el editor comenzó a leer “La voluntad de un poema”. 244 LA CUEVA DEL MIRAR M M iraba desde la superficie, y todo lo que veía era eso: una superficie. Un día, paseando, descubrió la entrada a una cueva. Entró y vio lo que nunca había visto: la profundidad. Desde entonces, mira a lo más profundo aunque se halle en la superficie. Lleva consigo el día en el cual descubrió la cueva. EL ÁNGEL SE HIZO MUJER L L a que era un ángel de singular belleza, con el paso del tiempo, se convirtió en una mujer madura. Antes, el hombre estaba enamorado de ella; ahora, la ama. LOS GLOBOS DE LA ABUELA L L os dos chiquillos sueltan globos hacia el cielo. Están convencidos de que vuelan junto a su abuela, quien ha muerto hace unas horas. Tal vez los niños tengan razón. LA RESPUESTA DE LA ABUELA —¿Para qué venimos al mundo, abuela? —Esa misma pregunta la planteé yo en su día a muchas personas. De todas las respuestas que me ofrecieron, la que más me convenció fue esta: “Venimos a querer y a que nos quieran”. —¿Quién te dio esa respuesta? —Mi abuela. 245 LA FUERZA L L a mujer se ahogaba; el remolino tiraba de su cuerpo hacia abajo con una fuerza demoníaca, como si Leviatán se hubiese encaprichado de ella. Aunque braceaba sin cesar, apenas le quedaban energías. Cuando todo parecía perdido, algo la empujó con vehemencia hacia arriba. Algo: el instinto materno la salvó, o tal vez fue la otra vida que llevaba en sus entrañas la que rescató a la mujer embarazada. Debía vivir para que la criatura viviera porque sólo si ella vivía, la madre viviría. PINTOR POETA I I ntentaba pintar el color del viento desde sus tiempos de mocedad. En el umbral de la vejez, lo consiguió. Ahora, a sus 80 años, ha empezado a escribir Poesía. CARNICERO E E scribía versos de amor por la noche; a la mañana temprano dirigía las matanzas que perpetraban sus hombres. Le llamaban el Carnicero, si bien él se presentaba ante el mundo con el sobrenombre del Cupido de las Letras. EN ESTADO DE GRACIA S S e halla en estado de gracia... No para de escribir. 246 NUNCA LO CREYÓ S S e niega a creer que su hija esté muerta. No ha visto su cadáver y, en tanto no lo vea, el hecho de no creer es para ella la manera de mantener con vida a la niña que el mar se llevó. Su hija nunca murió, para la madre, no. Así conservó la esperanza que la mantuvo con vida hasta que la niña, convertida en una sirena, desde las profundidades del océano, le cogió la mano y se la llevó. ESTAR YÉNDOSE L L a escasez de recursos económicos le impedía salir de viaje tal y como hacían sus vecinos aprovechando el largo puente. Debía quedarse donde estaba, así que abrió un libro y se marchó a los tiempos remotos de la lejanía. ADRIÁN DESENFUNDA LA GUITARRA A A drián Arroyo, funcionario municipal que años atrás fue vocalista de un grupo musical que actuaba en verbenas, bautizos, comuniones y bodas, perdió a su mujer, su primer y único amor, la semana pasada. Un pequeño bulto descubierto por casualidad en la ducha, una urgente mamografía a las cuarenta y ocho horas, la sentencia poco después: “Lo siento, señora. Padece usted un cáncer maligno, muy agresivo, con varias metástasis”, y el final, a los tres meses de calvario. El éxtasis, a un pequeño bulto de distancia de la desesperación. 247 La tristeza que embarga a Adrián, además de irreversible, es de esas que no sólo colonizan todas las alegrías del mundo, las fagocitan para, instantes después, expelerlas transmutadas en melancolía. Ante una tristeza tan triste, Adrián sólo adivina un remedio. Como no tiene hijos ni deudas morales contraídas con nadie, al menos eso cree él, en volandas de la desesperanza, ha acogido con todos los honores la idea que lleva insinuándosele en el magín en los últimos días; una idea a la que incluso le hace una reverencia cuando cruza el umbral de su alma. Decidido a poner fin al calvario en el que se ha convertido su vida, Adrián visita a Plácido Abad, su mejor amigo, médico de profesión, para implorarle que le recete unas pastillas fulminantes o un brebaje letal con el que pueda irse al otro mundo sin demasiados padecimientos. Plácido, que atiende los días laborables a sus pacientes en una consulta particular, trabaja voluntariamente los fines de semana en un hospital de la Cruz Roja. Cuando Adrián llama a la puerta de su despacho, el sábado a media mañana, el médico se dispone a realizar la segunda ronda de visitas de la jornada. —Hay muchos enfermos a los que atender, Adrián. Espérame aquí, si quieres; tardaré una hora, quizá menos. Adrián Arroyo se acomoda en un sillón dispuesto a rumiar sus penas; sin embargo, a los pocos minutos, espoleado por un impulso irrefrenable, decide caminar por el largo pasillo de la planta hospitalaria. Tras deambular de un lado a otro un par de minutos, oye al fondo unos gemidos lastimeros. Aprieta el paso. Está seguro de que esos gemidos se dirigen a él. Un hombre de mediana edad solloza sentado en la cama de una solitaria habitación. Adrián entra en la estancia y se 248 sienta en la otra cama, vacía, frente al sollozante. De pronto, procedentes del lejano ayer, emergen de su garganta los acordes de una legendaria canción: “Extraños en la noche”, la preferida de Adela, su añorada mujer, la misma que sonaba en el kiosco de la música, en las fiestas patronales del pueblo de veraneo, cuando Adrián y Adela se conocieron. Aunque es mediodía y brilla el sol, en la habitación del hospital, dos extraños se contemplan en la noche, y se reconocen. La tristeza baila un tango en sus ojos. Adrián regresa al despacho de Plácido una hora y media más tarde. —Pensaba que te habías marchado. —¿Marcharme? Qué va. He estado cantando casi todo mi repertorio, primero, baladas; luego, rumbas. —¿Aquí? —En una habitación del fondo del pasillo, aliviando penas. —¿Cantando para tus adentros? —pregunta el médico en tono escéptico. —Para mis adentros también. —Además de a cantar, me supongo que habrás venido al hospital por alguna otra razón, ¿no? —Por una razón que dos extraños se llevaron en la noche —responde Adrián—. Hasta mañana, Plácido. —¿Mañana? —Mañana, es domingo. —Lo sé. Un excelente día para cantar. Al día siguiente, domingo, Adrián vuelve al hospital, y el lunes y el martes, al término de su jornada laboral… Lleva una guitarra en bandolera. Hay muchas personas solitarias a las que su voz puede acompañar. 249 UNA FRASE DEMASIADO GRANDE P P ese a las pocas palabras que la componían, la frase, tan grande y grandiosa, no le cupo en el cerebro. Por eso la dejó esparcida en el papel, para brindarle la oportunidad de que perdurase en la posteridad: “Somos lo que amamos”. LA QUIERO A MORIR L L es apasionaba la canción francesa. Se conocieron en un recital de Georges Moustaki. Se enamoraron bailando pegados al cadencioso ritmo de “A toi”, de Joe Dassin. En el ágape nupcial se besaron con pasión amenizados por los acordes de “La quiero a morir”, de Francis Cabrel, la canción predilecta de la pareja. Esa noche, la de bodas, prolongaron el éxtasis gracias al arrollador estímulo proporcionado por la susurrante voz de Jane Birkin en “Je t’aime moi non plus”. Ahora, varias décadas después, han intentado resistirse a la decrepitud sexual estimulándose diariamente con las imágenes ardorosas de Charlotte Gainsbourg, la hija de Serge Gainsbourg y Jane Birkin, en la película “Nymphomaniac”, pero no ha habido manera. Finalmente, el hombre y la mujer, ya ancianos, han aceptado la derrota del cuerpo, no la del recuerdo. Con las manos entrelazadas, acunados por la voz de Cabrel, miran hacia atrás y sonríen satisfechos. Se han querido a morir. 250 EL PASADO MUERTO S S u marido, capitán del Ejército Popular de la República, murió en la batalla de Alfambra (Teruel), y ella, que había participado activamente en la contienda, huyó a Francia en los últimos meses de 1939, antes de que los franquistas la mataran. En el país vecino, un año después, se alistó en la Resistencia para luchar contra los invasores nazis. Salvó la vida de milagro en más de una docena de ocasiones. Mientras en España, amigos y parientes caían ante las balas de los pelotones de fusilamiento, Beatriz Andújar, colmada de arrojo y temeridad, mataba soldados nazis en arriesgadas operaciones bélicas. Terminada la II Guerra Mundial, una noche, antes de vestirse para ir a cenar a casa de su vecino Pierre, quien decía estar enamorado de ella, se contempló desnuda en el espejo de su vivienda de Bayona. Tenía el cuerpo plagado de cicatrices, tantas como las que le mostraba el alma desde los ojos. Desde España, le llegaban noticias desoladoras: ni uno solo de sus cuatro hermanos varones había sobrevivido a la guerra y a la venganza de la posguerra, tampoco sus padres, ni sus primos, ni sus dos sobrinos. De toda su parentela, sólo quedaba ella. Su pasado, en España, había muerto. No se suicidaba porque sentía curiosidad por saber lo que el futuro inmediato le ofrecería. Y se lo ofreció, en Francia, no en España. LEJOS, AQUÍ I I ntentó evadirse de la realidad leyendo cuentos de humor. Y se rio incluso a carcajadas. Pero en medio de la risa, se percató de algo, estaba en el epicentro de la realidad. Una rea 251 lidad que había cambiado a mejor, gracias a la risa, gracias a un cuento. QUERER SER —Escribo porque me resisto a ser quien no quiero ser —declaró el escritor en la entrevista radiofónica. —¿Y quién quiere ser? —Escritor con mayúsculas. —O sea, que todavía no lo es. —Hasta hoy, no; mañana, tal vez. EL FRACASO DE NO CANTAR —Mi vida ha sido un fracaso inapelable. No tengo nada de lo que enorgullecerme —el hombre triste se lamenta ante su amigo escritor. —¿Cómo que no? Estás vivo y lúcido y con buena salud. Puedes amar, puedes aprender… ¡Mira! —el escritor le señala la lluvia que empieza a caer—. Esta lluvia es tuya y el sol que tal vez salga mañana y los árboles y el aire que respiras… —¿La lluvia? —el hombre dirige una mirada compasiva hacia su amigo. —La lluvia sí… Cantemos bajo la lluvia: ‘I’m singing in the rain/Just singin’ in the rain/What a glorious feeling’… ¿No cantas? —¿Por qué? ¿Para qué? —Porque es bueno cantar por cantar. ¿Para qué? Por ejemplo, para quien te considera un amigo, o sea, un triunfador. Mírame bien a los ojos… Tu vida no ha sido un fracaso. 252 —‘I’m singing in the rain/Just singin’ in the rain/What a glorious feeling’ Y MIRABA Y MIRABA C C uanto más miraba, más cosas tenía por ver. “Qué curioso”, se dijo mirando otra vez por si había algo menos por ver. Pero no. Casi todo estaba por ver. Y miraba bien, cada vez mejor. Veía toda su ignorancia… Y miraba y miraba y miraba. LOS CONOCIDOS DE MATEO M M ateo, el viejo muy viejo, aunque ya apenas reconocía a nadie, era saludado por casi todo el mundo. —Adiós, Mateo, pase un buen día. —Vaya con Dios, Mateo. —Me alegro de verle, Mateo. —¿Quiénes son? —preguntó Mateo a su hija de cuyo brazo caminaba. —La felicidad, padre. —¿Qué felicidad? —La que tú les diste. EL PERFUME DE SUS SUEÑOS “Qué maravilloso sería mi marido si fuera una persona diferente”, se dijo la mujer enjugándose las lágrimas con un pañuelo de seda perfumado de violetas, el perfume que 253 él le regaló al poco de conocerse, cuando ella estaba convencida de que se había enamorado del hombre de sus sueños. UN ESTILO MUY PARTICULAR E E l prestigioso escritor que se encarga de presentar la novela que acaba de ganar el premio literario más importante del país —el de mayor cuantía económica—, sorprendentemente, califica la obra galardonada como “una novela escrita sin estilo”. La autora premiada, sentada al lado del afamado escritor, lejos de amilanarse por semejante afirmación, se limita a esbozar una tímida sonrisa. “Mi estilo es carecer de estilo” —declara la novelista galardonada, cinco minutos después, cuando el reputado autor le cede la palabra. EL ASOMBRO DE UN LECTOR E E staba confuso. Acababa de terminar la lectura del libro de un escritor desconocido, y, sin embargo, el texto le había relatado los momentos más trascendentales de su vida, la del lector, como si él fuese el autor de la obra. “Lo eres. Al leerme, te lees”, dijo una voz. “¿Quién eres tú?”, preguntó el lector pasando de la confusión al asombro. “Yo soy tú, o sea, lo que has leído”. 254 REFLEJOS VIOLETA —Cuando mi madre me miraba, veía reflejado en sus ojos color violeta lo mejor de mi persona. ¿Dónde lo veré ahora que ella ya no está? —Cada vez que cierres los ojos, ahí lo verás, en los ojos color violeta que siempre te mirarán desde el corazón de tu memoria. EL DOCTOR AMARILLO L L a población de Los Álamos del Espolón, pueblo fronterizo con la capital del Estado, había crecido exponencial- mente en los últimos decenios. La Iglesia, el Ayuntamiento y la docena de casas de piedra apiñadas en torno a la Plaza Mayor, habían dejado paso a una localidad populosa que, gracias a su impresionante extensión, todavía contaba con un amplio margen de crecimiento. Disponía además de vastas franjas de terreno, a uno y otro lado del río Espolón. Justo en la orilla izquierda, el magnate ruso Stalinenko pretendía construir uno de los centros comerciales más grandes de Europa. Con este fin necesitaba que el candidato del Partido Amarillo, Ale- jandro Martínez Pérez, triunfase en las inminentes Elecciones Municipales. No lo tenía fácil Antonio, ya que sus dos máximos rivales, Calixto Andueza y Micaela Sastre, del Partido Rojo y el Partido Verde respectivamente, amén de un historial inmaculado como concejales de Los Álamos del Espolón en dos legislaturas, ambos habían cursado estudios universitarios, con doctorados incluidos. Antonio Martínez Pérez, sin embargo, tenía una baza a su favor. Llevaba residiendo en Los Álamos del Espolón 255 sólo cinco años y, por lo tanto, se podía construir un pasado a la medida. Además, su antropónimo, común y corriente, un inconveniente en principio, era susceptible de ser convertido en una ventaja. Stalinenko estaba dispuesto a engordar las arcas del Partido Amarillo a cambio de la recalificación de los terrenos de la ribera izquierda del Espolón. Para ello, había que ganar las Elecciones como fuese. Antonio, un hombre sin escrúpulos, carecía de estudios universitarios, lo cual lo dejaba en una situación de inferioridad con respecto a sus dos rivales. “A grandes males, grandes remedios”, era el socorrido lema de Stalinenko. Así que movió a sus secuaces con rapidez y destreza. Pronto se enteraron éstos de que, en la Facultad Nacional de Historia, un tal Antonio Martínez Pérez se había doctorado hacía quince años, y, si no hubiese fallecido en un accidente de tráfico, tendría en el presente la misma edad que el candidato Amarillo. Por si esto fuese poco, el doctor Martínez Pérez, era soltero cuando murió trágicamente y su madre, viuda por aquel entonces, residía ahora en un geriátrico aquejada de demencia senil. El cambiazo sólo le costó a Stalinenko trescientos mil euros, lo que cobraron los funcionarios universitarios por “doctorar” en diferido al candidato Amarillo. Antonio Martínez Pérez, flamante doctor en Historia, se presentó como cabeza de lista del Partido Amarillo. Pronto, merced a una abrumadora campaña electoral, se erigió en el favorito en las encuestas. Habría ganado con holgura si no hubiese aceptado participar, en el penúltimo día de campaña, en un debate televisivo en el cual, al final de la pugna dialéctica, los candidatos debían someterse a las preguntas del público. Allí, una joven universitaria, en vista de que el candidato amarillo era doctor en Historia, se interesó por saber a quiénes 256 consideraba él como los tres personajes más importantes de lo que se llevaba del Siglo XXI. Tras titubear durante varios segundos, el alcaldable amarillo mencionó los únicos tres nombres que le vinieron a la cabeza: el Papa, Isabel Pantoja… y Leo Messi. Las Elecciones Municipales en Los Álamos del Espolón las ganó Micaela Sastre por mayoría absoluta. AQUÍ, LEJOS “¡Quédate aquí!”, le ordenaron. Abrió un libro y se marchó allí, allá, a este lado, al otro. LA MEJOR VENGANZA N N o existe mayor venganza que la vida y el amor. —¡Hitler, contempla esta joya! —gritó la anciana judía besando a su biznieta recién nacida. DESEO CUMPLIDO N N o quería que lo recordaran. Cuando murió, nadie tuvo que esforzarse en cumplir el deseo del difunto. 257 SU LLANTO, SU RISA D D udaba entre reír o llorar, y, varado en la incertidumbre, optó por no reír ni llorar. Una decisión que dejó una huella indeleble en su alma. Desde ese día, ni lloró ni rio, por muy emotivo o cómico que fuese lo que veía o escuchaba. Se convirtió en un hombre sin llanto ni risas que penó por el mundo durante diez años. ¡Diez años! Qué largo se hace el tiempo cuando no hay llanto ni risas. Pero no era un hombre acabado para la vida, como pudo comprobar cuando la conoció, a ella, su llanto, su risa… ¡El amor! EL ESCRITOR DE LAS ALMENDRAS S S ólo podía escribir cuando comía almendras; y era alérgico a los frutos secos. Murió escribiendo… y masticando almendras. EL ZAPATERO POETA E E scribía poemas brevísimos en las suelas de los zapatos que arreglaba, de ahí procedían las letras que todos los días aparecían esparcidas por las aceras de la localidad en la que el zapatero residía. Algunas de estas letras componían una declaración de amor. 258 VÓMITO DE LETRAS C C uando vomitó, llenó el suelo de centenares de millones de letras. Había engullido, sin masticarlos, demasiados libros. MARIPOSAS DE COLORES V V iajó hasta el corazón del otro y, aunque, a su regreso, no encontró las palabras precisas para describir lo que había visto, a sus seres queridos les bastó con mirarle a los ojos, dos mariposas de colores, para saber que había estado en el lugar donde nacen las metáforas. VERSOS EN DANZA E E scribe versos metafóricos mientras desliza grácilmente su cuerpo por el escenario de la vida. La danza es el poema; la bailarina, la poeta. EL DESEO L L as circunstancias habían convencido a la mujer de que sólo encontraría lo que deseaba si lo que deseaba venía a ella. Y vino, pero lo que la mujer creía deseable en la distancia, resultó indeseable en la cercanía. Fue entonces cuando comprendió que hay que ir en busca de lo que se desea, y no limitarse a esperarlo. Y, al emprender la búsqueda, ella 259 también se convirtió en deseable. Tal vez por eso suya fue la fuerza arrolladora del deseo. EL ASESINO IMPLACABLE N N o hay nadie en la casa, pero no está sola. Alguien abre la puerta de la habitación, y se introduce en su cama y le aferra el cuello, y aprieta y aprieta; le falta el aire, se ahoga… Así, una noche tras otra, todas las noches. Aunque vive, está muerta. Cada noche muere; la matan. En el último instante, meses atrás, alguien la salvó. Una salvación mortal. El salvador en realidad lo que hizo fue entregarla al asesino más implacable de todos: el recuerdo. EL INDICIO S S ólo pide un indicio que le muestre esa eternidad en la que recuperará los besos que no pudo dar (ni recibir) de su hijo, prematuramente fallecido. Implora a las Alturas, pero indefectiblemente le responden las palpitaciones de su corazón. Tal vez porque ese es el indicio, el único indicio. PARA TI, LECTOR “Toma, lee, convierte este microrrelato en algo tuyo, diferente a lo que el autor ha escrito”. “¿Qué microrrelato?” El lector se convierte en creador cuando lee con pasión. 260 EL CURSO ESENCIAL H H ace años que empecé a cursar el ‘master vital’ de “Aprender a morir”. Durante mucho tiempo fui un mal alumno, ya que acudía siempre a clase con la tristeza a cuestas. Desde hace unos años aprendo con provecho. En este curso sólo te gradúas si lo cultivas con alegría. LOS OTROS… Y YO Q Q uise ser los otros para conocer lo que no era yo, y, al ser los otros, paradójicamente conocí lo que era yo, no lo que no era. Volví a mí con este conocimiento, y entonces conocí a los otros. EL ALUMBRAMIENTO DE LA MAÑANA H H a parido una historia esta mañana temprano, tal vez jamás nadie la lea. Tal vez. Pero no se arredrará ante el eventual silencio del lector. No. Hoy intentará quedarse de nuevo embarazado para, así, mañana volver a alumbrar una nueva criatura. Acaso nadie se digne conocerla. O sí. Pero él no desesperará porque él escribe por escribir. 261 A SU AIRE L L e insto a que no se vaya. Ni caso. Se lo suplico. No me oye, o peor: me oye pero no me escucha. Se va. “¿Cuándo volverás?”, le pregunto. “Cuando menos lo esperes. Tú, persevera”, responde. Y empuño la pluma mientras la Musa se evapora por entre los pliegues del cuaderno. CUÉNTALO “Vete y cuéntalo”, le exhortó en silencio el libro. Y el niño lector fue y lo contó. El escritor había resucitado de su tumba, tal vez para siempre. POSTDATA C C uentan que el autor de La vida de las palabras, antes de dar por terminado el libro, escribió: “No me moriré mientras siga vivo”. 262

Compartir en redes sociales

Esta página ha sido visitada 304 veces.